domingo, 30 de agosto de 2015

Mi nombre es Patricia





Todavía me cuesta comprender lo ocurrido hace ya cinco veranos en la casa que tanía mi familia en la sierra. Mis padres creen que todo fue fruto de la conmoción que sufrí después del golpe. ¿Cómo van ellos a sospechar que lo sucedido no tiene nada que ver con lo que los médicos y psicólogos entienden por un trauma?, ¿cómo van ellos a sospechar el espanto que aún me causa recordar aquellos meses?

Todo comenzó la tarde en la que mi hermana descubrió que le había cogido los zapatos de tacón de aguja para asistir a la fiesta que daba un amigo mío en el club. Con la resaca había olvidado guardarlos en su armario y andaban desperdigados por mi dormitorio entre la ropa que me había puesto la noche anterior. Cuando fue a buscarme para que la cortase las puntas de la melena después de lavarse el cabello, con lo primero que tropezó fue con el zapato del pie izquierdo. Y, claro, ya puede usted imaginar cómo se puso: hecha un basilisco. Sus voces debieron de oírse desde la casa de enfrente, y eso que había por medio un jardín y una carretera. Yo me escabullí como pude, corriendo hacia la terraza, mientras ella me perseguía con las tijeras en una mano y el zapato en la otra. La cristalera de la terraza estaba cerrada, pero yo no vi la puerta transparente, así que choqué con ella y, tan fuerte debió de ser el impacto, que caí desvanecida.

Y, entonces, sucedió. Me vi envuelta en una luz de un color que me cuesta definir. No era azulada ni blanquecina, ni anaranjada ni verdosa, pero tenía el brillo de esos cuatro colores. Cómo tonalidades tan dispares podían fundirse en una sola sin perder sus cualidades es algo que no me puedo explicar. Y, sin embargo, le aseguro que yo vi esa luz. No. No la vi: la sentí. A la luz le siguió un viento helado que me arrastró no sé si hasta elevarme a las más altas cimas o me hundió en las más oscuras profundidades. Lo siguiente que recuerdo fue un lento despertar y un fuerte dolor en la sien.

—Ya vuelve en sí —decía la voz de una joven para mí desconocida —Candela, Candela. ¿Cómo te encuentras?

Con mucho esfuerzo, abrí los ojos. Con la visión algo desenfocada, vi dos caras extrañas que se inclinaban hacia mí: la de una mujer entrada en años y la de una joven un poco mayor que yo, que tenía entonces veinte años.

—Candela, hermanita, perdóname —decía la joven entre lloros, una y otra vez.

—¿Dónde estoy? —pregunté con un hilo de voz que no reconocí como mía.

Las dos mujeres se miraron con cara de preocupación. La de mayor edad se inclinó aún más hacia mí para colocarme los almohadones sobre los que descansaba mi cabeza y, después de posar un leve beso en mi frente, me dijo que me había caido por las escaleras cuando escapaba de una pelea con mi hermana.

Yo no entendía nada. No me había caído por ninguna escalera, sino que me había precipitado contra la cristalera de la terraza de mi casa. Además, ¿qué significaban los besos y caricias con los que me atosigaban, si era la primera vez que veía a aquellas mujeres?, ¿por qué la joven se dirigía a mí como si fuese su hermana?, ¿y por qué se empeñaba en llamarme Candela si mi nombre era, es, Patricia? Me retraje hacia atrás como para huir de las dos mujeres que, obsequiosamente, me colocaban los almohadones y cojines.

—¿Quiénes sois? ¿qué sitio es éste? —pregunté con la extraña voz que salía de mis labios.

—Somos nosotras: mamá y Cristina, cariño —dijo la mujer —. Has sufrido un golpe muy fuerte y todavía estás un poco aturdida. No te preocupes, hija mía. Descansa, Candela.

—Pero, ¿qué está diciendo?, yo no soy su hija ni me llamo Candela —exclamé más y más asustada, sin poder reprimir las lágrimas —. Mi nombre es Patricia y a ustedes es la primera vez que las veo.

Con la angustia pintada en sus semblantes, las dos mujeres se alejaron del sofá en el que estaba tendida y se pusieron a hablar entre ellas, en susurros como si no quisieran que yo las oyera. De vez en cuando, me lanzaban miradas de soslayo como para cerciorarse de que seguía allí. Intenté incorporarme, pero, al levantar la cabeza, todo empezó a dar vueltas a mi alrededor. Cuando vieron que quería levantarme, se precipitaron hacia mí y volvieron a recostarme sobre el sofá. Después bajaron las persianas de las ventanas a media altura y me dejaron sola en aquel extraño salón para que descansara.

Permanecí unos minutos medio adormilada. Después, atesorando todas mis fuerzas, me levanté y me acerqué al espejo que colgaba en la chimenea. No puede figurarse el espanto que sentí cuando vi reflejada en el cristal la imagen de una joven que no era yo. Una joven rubia, de rasgos angulosos, muy distinta a la chica morena y algo gruesa que siempre había sido. Debía de estar viviendo una pesadilla, aquello no podía ser real aunque las sensaciones fuesen tan vívidas. Paseé la mirada por el salón y todo lo que encontraba me era ajeno. Nunca antes de ese día había visto aquellos muebles: el sofá de terciopelo marrón de estilo chéster, la mesa de cristal, la lámpara del techo que lloraba lágrimas como diamantes... Un salón señorial que nada tenía que ver con el de mi casa de la sierra, decorado con muebles de Ikea. En un aparador, vi una colección de fotografías expuestas en marcos de plata. En todas ellas se veía a la joven del espejo: sonriente, montando a caballo, esquiando, acompañada de la que decía ser mi hermana, de la mujer, de un hombre que tenía sus mismas facciones y que debía de ser su padre...

Más y más asustada, me volví bruscamente y, con mi movimiento, volqué un jarrón que estaba en precario equilibrio sobre un velador. Afortunadamente, lo pude alcanzar antes de que llegase al suelo y se hiciese pedazos, pero debí hacer mucho ruido porque casi al instante se abrió la puerta y entraron, asustadas, las dos mujeres que me habían atendido unos momentos antes. Para entonces, yo ya estaba histérica y no hacía sino gritar que quería irme a mi casa. Intenté salir del salón y alcanzar la puerta del vestíbulo, pero ellas me lo impidieron. Con palabras cargadas de afecto, trataban sin lograrlo de apaciguarme. La más joven de las dos no cesaba de llorar, mientras que la de más edad me rogaba que me calmase.

Viendo que no podía hacer nada, al fin, recobré algo de serenidad y pude atender a las palabras que me decían. Poco a poco, llena de estupor, pude averiguar que me encontraba en una ciudad al otro lado del país, a cientos de kilómetros de la mía. Según decía la mujer, yo era Candela, su hija pequeña, y la joven que no me soltaba la mano, mi hermana Cristina. Mi padre era un hombre de negocios que, en aquel momento, estaba de viaje por el país por razones de trabajo, pero al que ya habían dado aviso para que regresara lo antes posible. Al parecer, las dos hermanas habían discutido a cuenta de un CD, que la más pequeña le había quitado a la mayor. Candela, pues no era yo, pese a lo que ellas decían, había salido huyendo de la habitación y, al bajar las escaleras, había tropezado y se había caído, perdiendo la consciencia como consecuencia del golpe. Y, al volver en sí, no era sino yo la que había abierto los ojos.

Las extrañas coincidencias con lo que me había ocurrido me llenaron de inquietud. ¿Cómo había ido a parar a aquella casa?, ¿qué había ocurrido para convertirme en otra persona? Una ola de terror agarrotó mis huesos. Debía de estar soñando: no era posible otra explicación. Me removí en el asiento y respiré hondo para despertar de aquella pesadilla en la que me encontraba inmersa. Pero aquella absurda realidad persistía.

Poco podía hacer yo sino conformarme con la situación hasta que encontrase la manera de ponerme en contacto con mi familia. A media tarde, me llevaron a una clínica donde me hicieron una prueba tras otra para dictaminar, al fin, que no tenía ningún daño cerebral que justificase mi estado. El médico que me vio estaba convencido de que sólo se trataba de algo pasajero fruto de la conmoción que, con un poco de descanso, acabaría remitiendo. Pero, ¿cómo iba a remitir si yo no era quien ellos decían?

Cuando regresó el padre, que resultó ser, como sospechaba, el hombre que aparecía en las fotografías, me di cuenta enseguida de que se trataba de un hombre comprensivo. Se percató al instante de lo mal que lo estaba pasando; de que las caricias de mis supuestas madre y hermana no lograban sino exasperarme. Así que les pidió que nos dejasen a solas y se dispuso a escuchar lo que yo tenía que decir. Elegí con sumo cuidado las palabras. Por primera vez me di cuenta de lo absurda que tenía que parecer mi historia. Yo tenía la apariencia de Candela y no podía explicar cómo había ido a parar allí. Para ellos, yo era su hija. Me habían visto caer y perder el conocimiento. Fue, al recobrar la consciencia, cuando había empezado a decir que era otra. A mí misma me sonaba increíble aquella historia. Aun así, me arriesgué y se la conté todo, sin omitir ningún detalle.

Le hablé de mi hermana Teresa, dos años mayor que yo, de mi padre, hombre de negocios como él, y de mi madre; de mis estudios de enfermería, de Julia, mi amiga del alma, de la vieja gata sin nombre que nos había adoptado como su familia. Y a medida que iba hablando, me iba dando cuenta de la imposibilidad de ser creída. Un sentimiento en el que se entremezclaban la tristeza, la nostalgia y el temor se fue apoderando de mi alma. ¿Y si nunca recuperaba mi vida?

Los días siguientes, mientras mi nueva familia, que así la voy a llamar a partir de ahora, me llevaba de un especialista a otro, yo buscaba la manera de ponerme en contacto con mis padres y mi hermana. No era ésta una tarea fácil, pues no se atrevían a dejarme sola por miedo a que mi estado, como ellos decían, se agravase y me incitase a cometer una locura. Tras mucho cavilar, llegué a la conclusión de que lo mejor para mí era fingir ser quien ellos decían que era si no quería que acabaran conmigo las múltiples pastillas que me recetaban los psiquiatras que me vieron. Pero tampoco esto fue sencillo pues lo desconocía todo sobre Candela, la joven que supuestamente era yo. A menudo me encerraba en su habitación, ¿o debo decir la mía?, y rebuscaba entre sus cosas algún indicio que me dijese cómo era, qué le gustaba y, por tanto, cómo debía yo comportarme para ser cual ella era. Tuve suerte de que estuviéramos en periodo estival; así no tenía que enfrentarme a los compañeros de una universidad que no era la mía ni relacionarme con desconocidos como si fuesen amigos de siempre. Bastante trabajo tenía con fingir ante la familia que era su hija Candela.

El día que encontré el móvil de Candela fue una fiesta para mí. Lo encendí y la decepción al percatarme de que no tenía el PIN de acceso no fue menor que la alegría al hallar el aparato. Intenté varias combinaciones de números al azar sin éxito alguno, como cabía esperar. Probé con el año de mi nacimiento, que era también el de Candela; probé con el número de la calle y probé una y otra vez con el número de teléfono de la casa en la que me encontraba; pero todo fue en vano. Finalmente cuando estaba a punto de bloquearse el teléfono, sin ninguna esperanza ya, encontré debajo de la mesa, prendido con una chincheta, un papel en el que la joven había apuntado un código. Lo marqué en el teclado del móvil y una pantalla con mariposas de colores se abrió ante mí. Con la emoción, casi dejé caer el pequeño aparato al suelo. Marqué el número de mi casa y, al oír la voz de mi madre, creí derretirme en llanto.

—Soy Patricia, mamá —dije con una voz tan distinta a la mía —. Mamá, mamá, soy yo, Patricia.

—¿Quién?, ¿por quién pregunta?

— Mamá, soy yo, Patricia. Venid a buscarme, por favor.

Mi desesperación por hacerme entender iba creciendo a la misma velocidad que el enfado de mi madre.

—¿Qué broma es ésta? Mi hija Patricia está aquí conmigo.

Y, sin dejarme decir una palabra más, me colgó el teléfono.

Mis siguientes intentos fueron igual de infructuosos. Unas veces conseguí hablar con mi padre, otras, con mi hermana, otras con mi madre de nuevo, para no lograr de ellos sino gritos y amenazas. Finalmente, viendo el dolor que les causaba, dejé de llamar y comprendí que me había quedado sola.

Hasta que, una tarde, fui yo la que recibí una llamada.

—Candela, soy Patricia.

Me sobresalté al oír mi propia voz al otro lado del teléfono. Asustada como estaba, fui incapaz de pronunciar una palabra.

—Candela, no digas nada y escúchame, por favor. Te voy a contar una historia que, por increíble que te parezca, es cierta. Así que déjame terminarla, te lo ruego. Eres mi última esperanza.

Y me contó, con la misma angustia que me invadía a mí, que ella no era Patricia, sino Candela. Hacía un mes, como me había dicho una y otra vez mi nueva hermana, había tenido una fuerte discusión con Cristina y, tras salir corriendo, se cayó por las escaleras de su casa. Me habló de una luz que no era azulada ni blanquecina, ni anaranjada ni verdosa, pero que tenía el brillo de esos cuatro colores; de un viento helado que la arrastró hasta parecer elevarla a las más altas cimas y hundirla en las más oscuras profundidades; de cómo despertó aturdida en una casa que no era la suya, entre gente extraña y con un cuerpo en el que no se reconocía.

Con el corazón cabalgando desbocado en mi pecho, intenté interrumpirla en varias ocasiones para decirle que yo había sufrido la misma experiencia que ella, pero al final la dejé hablar. Hasta que no hubo terminado, no le pude contar mi historia y pudimos llorar juntas. Por alguna extraña razón, nuestras almas habían salido de nuestros cuerpos tras el golpe en la cabeza y, después, al emprender el camino de regreso, se habían intercambiado: esa es la explicación que nos dimos y, por primera desde que todo empezase, me sentí comprendida. Ya no estaba sola. Ninguna de las dos sabía lo que teníamos que hacer para recuperar nuestras vidas, pero a partir de aquel momento, nos abandonó la desesperanza. Ni ella ni tampoco yo nos separábamos un instante del teléfono móvil. Nos llamábamos constantemente, cada vez que no sabíamos cómo actuar ante las situaciones que se nos iban presentando: la llegada de un amigo, de un familiar, cuando teníamos que acudir a algún sitio sin conocer el camino y, sobre todo, cuando necesitábamos que nos consolaran el desaliento. Una simple llamada y allí estaba la solución, el consuelo.  

Gracias a la ayuda que nos prestábamos, las relaciones con nuestras nuevas familias mejoraron hasta casi normalizarse. Conseguimos engañarlas y convencerlas de que todo volvía a ser como antes de la fatídica caída. Así logramos también detener el carrusel de psiquiatras y psicólogos en el que ambas estábamos inmersas.

Mientras tanto, Candela, ¿o debería decir Patricia?, y yo nos enfrascamos en una búsqueda por Internet de algún indicio que nos pudiese indicar la puerta de salida. Lo leímos todo sobre parapsicología, viajes astrales, espiritismo, pero nada de lo que encontrábamos encajaba exactamente en lo que nos había sucedido a nosotras. ¿Sería el nuestro un caso único?

Cuando llegó el otoño, me uní a los alumnos de Arte Dramático en la escuela en la que había estudiado Candela, mientras ella seguía con mis estudios de enfermería. Aquello fue lo más duro que hicimos pues a ninguna le gustaba el camino emprendido por la otra y nos costaba seguir unos estudios tan ajenos a nuestros respectivos intereses. Pero anduvimos la senda marcada, pues en ningún momento perdimos la esperanza de volver a ser las que un día fuimos.

No fui yo sino Patricia la que encontró al Doctor Cebrián, experto en sucesos paranormales. Había escrito un montón de libros sobre los temas más diversos y contaba con el doctorado honoris causa de varias prestigiosas universidades de los cinco continentes. Entre las reseñas de sus muchas publicaciones que leyó Patricia, encontró la referencia a un opúsculo en el que se contaba un caso como el nuestro. Según el Doctor Cebrián, había conseguido que dos almas extraviadas regresasen a sus respectivos cuerpos y recobrasen sus vidas anteriores. Con la información que me dio Candela y la que yo misma encontré, lo llamé por teléfono: no en vano era la que residía en la misma ciudad que el experto en parapsicología. Y después de hablar con él, concerté una cita en su consulta.

Entre las dos, inventamos una historia más o menos creíble para que Patricia pudiese ausentarse una semana sin despertar las sospechas de la familia: la invitación a pasar unos días con una amiga a la que no veía desde mucho tiempo atrás. Una historia que no era del todo falsa, pero que escondía la verdad. Contábamos con la ventaja de que yo, desde muy joven, había sido muy independiente y estaba acostumbrada a ir con compañeras del colegio de acampada, por lo que a mis padres no les iba a extrañar que estuviese unos cuantos días fuera de casa. Por mi parte, le dije a mi nueva familia que había invitado a pasar unos días conmigo a una aspirante a actriz como yo para preparar juntas el papel de una obra de teatro de cierta complicación. No sé lo que hubieran pensado mis nuevos padres de haber conocido cuál era la obra que íbamos a representar.

La fui a recoger a la estación de autobuses en el coche que había sido de Candela y que se había convertido en mío. Cuando nos vimos, nos fundimos en un abrazo en el que se escondía la emoción por el encuentro y los recuerdos que despertaba hallarnos ante nuestro antiguo yo, la extrañeza de vernos en otra. La dejé conducir su coche mientras nos dirigíamos a la consulta del parapsicológo. En nuestro plan, cada minuto estaba medido y aquel mismo día teníamos nuestra primera cita. No me voy a extender en enumerar las mil y una pruebas a las que nos sometió para descartar un fraude, ni cómo se desbordó la emoción de Patricia, de Candela, cuando llegamos a la que fuera su casa o cuando le presenté a sus propios padres. Dejo esos momentos escondidos tras una cortina para que nadie mancille la intimidad de la que ya era mi mejor amiga: mi única amiga, a decir verdad.

Al día siguiente, muy de mañana, nos encaminamos a la consulta del Doctor Cebrián. Nuestro estado de ánimo oscilaba entre la esperanza y el miedo al fracaso. Antes de franquear la puerta del edificio, nos dimos un abrazo con el que queríamos infundirnos un valor que estábamos muy lejos de sentir y, tras una espera de veinte minutos, una enfermera nos abrió paso a través de un largo pasillo hacia el despacho del experto en parapsicología. Rondaba el Doctor Cebrián los sesenta años y no le faltaba más que un sombrero de copa para tener la apariencia de un caballero inglés de una novela victoriana. Sus modales suaves y afables mitigaron algo la impresión que nos causó su imponente despacho, cuyas paredes estaban tapizadas con cientos de diplomas y con fotografías en las que se le veía junto a personajes del mundo académico y de la farándula, también.

El Doctor Cebrián nos invitó a sentarnos en torno a una mesa redonda cubierta con un tapiz de terciopelo verde. Ignoro si nos quería sorprender con la puesta en escena o formaba parte del procedimiento a seguir, lo cierto es que me sobrecogí cuando cerró las gruesas cortinas de las ventanas y puso una música extraña que aún no sé si era de mi agrado, tal era las inquietud que me causó. Así, medio en penumbra, nos ordenó que nos tomáramos de las manos y cerrásemos los ojos. Nos hizo visualizar un cielo azul rasgado con una nube blanca. Desde aquellas alturas, convertidas las dos en aves de grandes alas desplegadas, nos hizo recorrer valles y montañas, atravesar las blancas arenas del desierto y las aún más blancas tierras cubiertas de hielo del Ártico. Hasta que noté como mi amiga me soltaba la mano al tiempo que mi respiración se hacía más y más pausada. Y, de pronto, la vi: la luz que no era azulada ni blanquecina, ni anaranjada ni verdosa, pero que tenía el brillo de esos cuatro colores. Después un viento helado me arrastró hasta elevarme a las más altas cimas y hundirme en las más oscuras profundidades. Perdí la noción del tiempo y del espacio y perdí también la noción de mí misma. Pudo pasar un segundo o tal vez una hora: no lo podría decir. De pronto, desperté medio aturdida, con el cuerpo tembloroso de frío.

Lo primero que vi fue la sortija con la piedra de rubí que me regaló mi madrina en mi primera comunión. Me quedé extasiada contemplándola. Luego, dirigí la mirada a mis dedos, los dedos gordezuelos que había tenido desde niña; contemplé mis manos, mi muñeca con el reloj que compré en un mercadillo de Navidad el año anterior, mis piernas redondeadas enfundadas en unos vaqueros... Una ola de alborozo me inundó el pecho: ¡Había vuelto a ser yo! Incliné la cabeza hacia un lado y miré a Candela. Aún no había vuelto del viaje que emprendimos unos minutos antes. Se encontraba en medio de un sueño agitado. Con la respiración entrecortada y moviendo los brazos, parecía inmersa en una extraña lucha. Me acerqué a ella y le acaricié la frente.

—¡Candela! —le susurré al oído —. Candela, despierta.

Entonces, entrábrió los párpados. Miró a su alrededor con la angustia asomando a sus ojos. Parecía aturdida, como si no supiese dónde se encontraba.

—Candela, soy yo, Patricia. ¡Lo hemos conseguido!, ¡lo hemos conseguido! —le decía una y otra vez, pero ella no parecía entender mis palabras. Seguía mirándolo todo asustada, atemorizada, diría yo, como si buscase algo o alguien al que aferrarse. Pasó la lengua por sus labios resecos y, después, dijo entre sollozos:

—¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí? Y tú, ¿por qué me llamas Candela? Mi nombre es Ángela.

lunes, 24 de agosto de 2015

Enhebrando historias





La playa de arenas blancas se bañaba con la espuma de las olas que se rizaba antes de retroceder. Una cometa con forma de mariposa dibujaba arabescos en el cielo, mientras una nube blanca y algodonosa se deshilachaba al jugar con la brisa del atardecer. Desde lo alto, una gaviota se precipitó a las aguas, pero antes de besar la superficie cristalina, remontó el vuelo hasta perderse en el horizonte. En la orilla, caminaba, ella, descalza sobre la arena dejando tras de sí las huellas de sus pies. Las olas corrían a arremolinarse en torno a sus tobillos hasta hacerla cosquillas. Marina se dejó entonces acariciar por una sensación de libertad y calma que hacía mucho que creía tener olvidada. Había llegado no hacía una hora de la ciudad y sin perder un minuto en sacar el equipaje del coche, se había dirigido a la playa atraída por el susurro de las olas al acunarse que se podía oír desde el porche de la vieja casa del abuelo. Necesitaba aquel instante de sosiego para dejar atrás los pesares del último año, los agobios de un año de frenético trabajo que la había llevado casi al colapso. 

Durante doce meses, su fantasía se había desbordado creando una historia tras otra que, luego, esperaban con impaciencia los lectores de la revista literaria “El jardín de las letras”. Historias que surgían en el momento más inesperado. Un paseo por las callejuelas antiguas de la ciudad le sugería una aventura de capa y espada; el vuelo de un gorrión se transformaba en un viaje a un país desconocido donde el fruto de sus árboles saciaba la sed para siempre; la gata de la vecina, por arte de Marina, no era sino una princesa de Oriente huyendo del hechizo de una bruja envidiosa de su belleza... Cada semana una historia, que se apoderaba de ella hasta enamorarla y era ese enamoramiento lo que hacía que fluyeran las palabras de su corazón al papel y del papel al corazón de sus lectores. No era ni mucho menos una escritora de éxito, pero el solo hecho de crear historias era para ella el mayor de los disfrutes.     

Hasta que una mañana todo se desvaneció perdiéndose en la nada. Las historias que antes acudían a su puerta sin llamarlas la abandonaron. Cada amanecer, se sentaba delante del ordenador con la mente vacía sin poder enhebrar una palabra en una frase para formar el tapiz de un relato. Alguna vez creyó haber encontrado una historia, mas cuando intentaba escribirla, le sonaba falsa, no lograba identificarse con los personajes o, al leerla, le parecía que no tenía vida; y acababa abandonándola antes de haber llegado a la tercera página. Otras veces, le rondaba una historia hasta encandilarla pero, al escribir unos cuantos párrafos, se daba cuenta de que no era sino uno de sus antiguos relatos que se le aparecía disfrazado. Leyó sus viejos cuentos y le parecieron que todos contaban lo mismo. Y no pudo evitar sentirse invadida por el desaliento y todo a su alrededor pareció teñirse de gris.

Durante meses, se obligaba cada mañana a levantarse con la aurora y, tras una ducha de agua helada para ahuyentar al espíritu del sueño, se sentaba ante el ordenador con una taza de negro y humeante café que le diese fuerzas para enfrentarse al escritorio abarrotado de archivos de word con relatos a medio empezar. Un involuntario suspiro precedía siempre la apertura de uno de ellos, elegido casi al azar. Y, cuando empezaba a leerlo, las letras le bailaban como si se tratase de una escritura desconocida para ella. Entonces, sobrepasada por el esfuerzo, se levantaba, se ponía sobre los hombros el abrigo y salía a la calle no sabía si en busca de historias o huyendo de sí misma. Día tras día, inventaba nuevas excusas para justificar su demora ante Natalia, la directora de la revista, excusas que se le estaban agotando como las historias que antes creara. Así que desconectó su teléfono móvil para no tener que enfrentarse más a su jefa y sólo los domingos lo volvía a encender para hablar con sus padres. 

Y fue su padre quien le sugirió que pasase una temporada en la casa donde había pasado sus últimos años el abuelo. Era ésta un antigua casa de pescadores levantada con las maderas desvencijadas recuperadas de un barco holandés que había naufragado cincuenta años atrás. El mimo con el que la había cuidado el abuelo permitió que se mantuviera en pie y fuese un confortable refugio durante la última década de vida del anciano, que la construyó para olvidar el dolor de la ausencia de su esposa. Marina había pasado largas temporadas en aquella casa en su adolescencia, sin hacer otra cosa que disfrutar de la animada conversación de su abuelo y de los baños de mar.

Aquel día, cuando entró en la casa, le asaltaron los recuerdos de su primera juventud. El olor a cerrado se mezclaba con un suave aroma a tabaco de pipa que hizo que, por un momento, atisbara en la mecedora la figura del abuelo con su sonrisa cargada de sorna. Abrió los postigos de las ventanas y dejó que la brisa del mar se llevase los fantasmas, antes de dirigirse con su equipaje al que antaño fuera su dormitorio. El tiempo parecía haberse detenido y ella se sintió dichosa. La noche la sorprendió yendo de habitación en habitación mientras comprobaba que nada había cambiado en la vieja casa: sólo ella se sentía envejecida, más por las ilusiones que había dejado atrás que por los años transcurridos, que no eran tantos.

Los días siguientes, se dejó llevar por el deleite de no tener que hacer nada. Muy de mañana, se sentaba en el porche a leer las novelas de Henry James que, de muy joven, le enseñaron a disfrutar del placer de la lectura: “Retrato de una dama”, “Otra vuelta de tuerca”, “Las alas de la paloma”... Su abuelo tenía todas las obras del escritor americano guardadas tras el cristal de una vitrina para que no las estropease el polvo y la humedad. A Marina le gustaba aquella hora temprana en la que el sol todavía no abrasaba la piedra de la escalinata del porche y un leve viento del sur intentaba pasar las hojas de los libros. 

A mediodía, se acercaba al pueblo en bicicleta a comprar las provisiones y el periódico del día en la única tienda que había en muchos kilómetros: una nave que olía a café recién hecho, donde se podía comprar pescado traído de la mar horas antes o los objetos de la cerámica típica del lugar y tomarse un suculento desayuno por un puñado de monedas. Después, regresaba por el paseo marítimo deteniéndose en una cala medio oculta, donde se daba un baño de mar. Por las tardes, cogía el coche y salía a descubrir rincones ocultos de los alrededores. Tuvo suerte los días que permaneció en el pueblo, pues, pese a mediar julio, el tiempo era templado, lo que le permitió dar largos paseos sin que le importunase el calor.

Pronto se familiarizó con los rostros que encontraba a su paso: una pareja de veraneantes, unos pescadores, una familia con un montón de hijos... Llamó su atención un hombre joven, que siempre bajaba a la playa con un niño de dos o tres años. Solía pasear con el pequeño de la mano a la orilla del mar y de vez en cuando se metía con él en el agua para que chapotease entre las olas. Nunca hablaba con nadie más que cuando se acercaba al puesto de helados para comprar un cucurucho o un refresco. Los encontró en varias ocasiones vagando por las calles del pueblo: el niño mirándolo todo con el asombro de quien despierta a la vida, el padre, con la mirada perdida sabe Dios en qué parajes. Marina inventaba para ellos mil y una historias que, tal vez, algún día trasladaría al papel, pero que en ese momento no nacían sino de la curiosidad que le suscitaba la pareja. 

Marina creía ver alrededor del joven un halo de misterio que atraía sus miradas. ¿Por qué andaba siempre solo con un niño tan pequeño?, ¿dónde estaba la madre? Desde la cala en la que iba a darse un baño y a dejarse dorar por el sol, divisaba el rincón de la playa donde el padre y el niño construían castillos en la arena. Mientras el pequeño recibía con carcajadas los avances de la edificación y pasaba suavemente su dedo índice por las almenas, a Marina le parecía descubrir en el joven una mirada en la que quería ocultarse la melancolía. Tal vez, pensaba la escritora, añoraba a su esposa fallecida después de una dolorosa enfermedad. El viudo, pues ya era viudo para Marina, observaba la inocente alegría del pequeño y se preguntaba cómo sería su infancia sin madre. Los días siguientes, Marina espiaba los movimientos del padre y el hijo al tiempo que enriquecía la historia que su mente tejía y su alma ya creía cierta. Veía a una joven cuyas facciones, delicadas como las del pequeño, se iban marchitando hasta no quedar de ella sino la triste sonrisa con la que se despidió de los que más quería.

Llevaba ya diez días en la casa del abuelo cuando una fuerte tormenta estival le impidió bajar por el camino de grava hasta su cala. Todas las nubes del cielo se habían dado cita en la población pesquera para descargar su ira en forma de un fuerte chaparrón acompañado de rugientes truenos y violentos relámpagos. El viento del este arrancó las ramas más jóvenes de los eucaliptos y se llevó por delante los geranios de color salmón que colgaban de las jardineras del porche. Ante tal furia celeste, Marina no salió en todo el día de casa. Anduvo revolviendo por los armarios y escondrijos de la casa en busca de secretos ocultos. Debajo de la escalera que daba acceso al desván, en un armario que no era sino un simple agujero en la pared con una cortinilla,  desempolvó los aparejos de pesca del abuelo y evocó las excursiones a la montaña, donde acampaban junto a un riachuelo que les alimentaba con sus truchas. En el fondo de un arcón, dormitaba el traje de Peter Pan que confeccionó su madre cuando, a los ocho años, Marina asistió a una fiesta de disfraces. Luego entró en una habitación que, según su recuerdo, siempre había permanecido cerrada y se halló ante las pertenencias de su abuela.  El armario despedía un olor a naftalina que apenas conseguía ahogar un leve perfume a violetas. Marina apenas conservaba un confuso recuerdo en la memoria de su abuela: una mujer menuda que, detrás de su aparente fragilidad, escondía un férreo temperamento que a ella, de niña, le asustaba. 

No fue la ropa pasada de moda lo que atrajo su atención, ni las viejas fotografías que, en imágenes desvaídas, hablaban de otros tiempos desde sus marcos forrados de terciopelo. Fue un grueso cuaderno desvencijado que reposaba sobre la mesita de noche: un cuaderno de espiral con los bordes de la cubierta descoloridos por la humedad. Se adentró entre sus páginas y se dejó llevar por las palabras escritas con una caligrafía inglesa de antiguo colegio de monjas. Rimas de Becquer, citas de personajes conocidos y de otros desconocidos, anécdotas sobre sus hijos, recetas de cocina... La abuela había dejado constancia de las pequeñas cosas que llenaban su vida sencilla. Entusiasmada con su descubrimiento, pasó la tarde saboreando cada frase mientras pasaba con cuidado las hojas para que no se deshojase el cuaderno. Entre sus páginas, encontró la receta del bizcocho con moras y frambuesa que solía hacer su madre cuando Marina era una niña. La copió en un papelucho que encontró entre sus libros y, cuando el sol se abrió paso entre las nubes, salió en la bicicleta hacia el pueblo para comprar los ingredientes.

Estaba entreteniendo el tiempo de conversación con el dueño de la tienda, en tanto éste buscaba entre los anaqueles los artículos que le había pedido, cuando por una ventana vio al padre y al hijo recorriendo de arriba abajo la acera. El joven iba hablando por el móvil mientras gesticulaba de manera iracunda. Aunque Marina no pudiera oírlo, se veía en su semblante el disgusto que le causaba la conversación. Azuzada por la curiosidad, Marina salió de la tienda. Sólo tuvo tiempo de oír un “¡ven pronto!” antes de que el padre cruzase la calle y subiese en un todoterreno con su hijo.

De pronto, lo comprendió todo. Sacó una libreta que siempre llevaba en el bolso y empezó a tomar notas de forma frenética. Su cabeza hilaba una historia que no sólo era para ella más y más verosímil, sino que era el reflejo de la verdad. El joven no era un viudo afligido por la pérdida, sino que estaba sufriendo el abandono de su esposa. A punto de sobrepasar los treinta años, había conocido a una mujer mucho más joven que él, casi una niña. Un espíritu libre que, por amor, se había dejado atrapar para acabar viviendo en la jaula de la rutina matrimonial. Tal vez se tratase de una bailarina cuyos pies emprendían el vuelo cuando alguna melodía acariciaba sus oídos. Los primeros años, el amor hacia su esposo impidieron que viese los barrotes de la jaula en la que estaba encerrada. Él, siempre que su trabajo se lo permitía, la llevaba a recorrer el mundo: París, Roma, Londres, Viena... Ninguna capital quedó sin explorar por ellos. La llegada del niño iba a ser la culminación de su amor, pero la alegría se vio pronto eclipsada por una inmensa melancolía que invadió a la joven madre. Le abrumaba pensar que la vida de aquel ser tan pequeño dependiese de ella. Muchas noches se despertaba sobresaltada y, con el corazón palpitante, se apresuraba a acercarse a la cuna para comprobar que el bebé aún respiraba. Y, cuando no pudo más con la presión, dijo que necesitaba tiempo y los dejó. Él, no pudiendo soportar la soledad de la casa que compartió con ella, alquiló una junto al mar y, desde entonces, esperaba su regreso.

Durante días, Marina fue añadiendo nuevos detalles a su historia: cartas de amor que él escribía y no enviaba, la tristeza de la joven madre, el llanto del niño al anochecer... La mirada ausente que a veces creía ver en los ojos del padre, sus ademanes impacientes cuando hablaba por el móvil, el mimo con el que regalaba al niño, todo ello la reafirmaba en su historia, de manera que, si no era cierta, tampoco estaba muy lejos de la realidad. Mientras pedaleaba hacia la cala o cuando se dirigía al pueblo, imaginaba una escena tras otra, a cual más romántica, en las que el rostro de la joven desconocida tomaba los rasgos que su abuela mostraba en las viejas fotografías que se guardaban en la casa.

Hasta que todas sus fantasías se hicieron añicos como un cristal al caer al suelo.

Hacía varios días que no se veían al padre y al hijo por la playa. Marina salía en su busca todas las tardes recorriendo las calles del pueblo en su bicicleta sin hallar ningún rastro de la pareja. Un sentimiento de tristeza empezó a hacer acto de presencia y a cosquillearla. Durante semanas, había vivido mil historias con aquellos desconocidos que, pese a no haber cruzado una palabra con ellos, consideraba formaban parte de ella. Imaginó que la joven madre, al fin, había vuelto y con aquel desenlace, consoló su pena. 

Una mañana le preguntó al dueño de la tienda: 

—¿Sabe usted qué ha sido de un joven que veraneaba en el pueblo con su hijo pequeño?

Al tendero le costó al principio comprender a quién se refería, pero, cuando lo hizo, soltó una carcajada.

—No era su hijo —dijo sin dejar de reír—, sino su sobrino. Él es Juan, un pariente de mi esposa. Hasta ahora, no ha habido mujer que haya podido pescarlo, aunque no deja pasar una sin antes romperle el corazón. Tiene una hermana casada, que es la madre del niño. Todos los años el matrimonio hace un viaje y deja al niño con los abuelos maternos, pero este verano los padres de ella también estaban fuera y ha sido Juan el que se ha hecho cargo del pequeño. Y no vea lo que ha protestado porque no podía moverse. Alguna noche lo dejaba con mi mujer y conmigo para irse de juerga. Hace unos días volvieron los padres del niño y el pájaro voló.

Marina no quiso oír más. Dijo que tenía prisa y se marchó con la decepción asomada a su semblante. ¡Con lo románticas que eran sus historias! Durante días, anduvo enfurruñada sin querer fijar su mirada en los veraneantes que se cruzaban con ella. Hasta que una tarde se tropezó con una pareja de ancianos que paseaban de la mano por el malecón. La dulce mirada de ella, que adaptaba su paso al lento ritmo de él, aguijoneó su imaginación. Seguro que se conocieron unos días antes de que él partiera a la guerra. Ella hacía poco que había dejado el colegio y pasaba unos días en casa de unos tíos. Él era un amigo de su primo: alto, apuesto, con su uniforme de alférez, enseguida la enamoró... Y siguió enhebrando historias al ritmo del pedaleo. 

           






jueves, 20 de agosto de 2015

Cartas del ayer






I
Hacía casi un año que no veía a mi abuela. Con la excusa del trabajo, los niños y el cambio de casa, iba postergando una visita que, a medida que transcurrían los meses, me daba más y más pereza. Cada vez me acordaba menos de quien, en mi infancia, fue la persona más importante de mi vida, la que más quise, como me reprochaba mi madre. Cuando su rostro aparecía en mi memoria acallaba mi conciencia con el pretexto de su avanzada edad. Con más de noventa años, mi abuela no estaba para recibir muchas visitas, me decía a mí misma. Hablar la fatigaba y le enojaba no poder atender a los que se acercaban a verla con el refinamiento de la perfecta anfitriona que había sido siempre. Así que iba posponiendo mi visita semana tras semana, mes tras mes. Hasta que me llamó un domingo invitándome a pasar la tarde con ella.

Acudí sola. Mis hijos hacía tiempo que habían dejado atrás la niñez y se pasaban la vida fuera de casa con sabe Dios qué compañías. Mi abuela me esperaba en la salita donde en otro tiempo intentó enseñarme a hacer los delicados bordados en hilo con los que ella engañaba al tiempo durante sus primeros años de viudedad. Pese a que sus manos deformadas por la artrosis no habían podido coger una aguja desde hacía décadas, junto a la ventana permanecía el bastidor con una labor nunca finalizada y el costurero que le regalé con mi primer sueldo como arquitecta. Me recibió con su espléndida sonrisa: aquella que reservaba para las personas de su agrado, que no éramos muchas, y que hacía desaparecer en un instante la mitad de los años que llevaba a sus espaldas. Una blusa blanca de seda, una falda gris y su collar de coral para darle un toque de color delataban el esmero que había puesto en su arreglo y la ilusión con la que esperaba mi visita. 

Balbina, la mujer que se ocupaba de mi abuela, nos trajo el té. Me hizo sonreír ver cómo le había enseñado a seguir las costumbres que siempre rigieron aquella casa: el juego de porcelana, el plato grande de cristal para la tarta de arándanos, las servilletas bordadas por mi abuela... Oculté mi emoción con un comentario irónico:

—¡Vaya! Ni que fueras a recibir a una emperatriz.

—Es que tengo que pedirte un gran favor y, para convencerte, tengo que engatusarte antes.

Me hizo gracia volverle a oír después de tanto tiempo la palabra “engatusar”, ese verbo que, por extrañas asociaciones de mi mente, de niña me hacía evocar imágenes de gatos ronroneando al sol. Simulé que me intrigaba la petición que quería hacerme y le pregunté con insistencia, pero ella, juguetona, no quiso adelantarme nada hasta que terminásemos de tomarnos el té. Pasó la tarde haciéndome hablar de mis hijos y recordando viejas historias de mi infancia. Ya  estaba a punto de despedirme, cuando quiso que la acompañase a su dormitorio. Posó su mano en mi brazo y con paso vacilante, se dirigió a su habitación. 

De niña me fascinaba aquel dormitorio. Me podía pasar horas y horas entre sus cosas, acariciando los delicados tejidos de los vestidos que desde joven guardaba entre bolas de alcanfor, probándome chales y mantones de Manila, mientras, por un momento, me creía la heroína de una película romántica. Sobre la coqueta se podían encontrar objetos que parecían salidos de siglos remotos: un cepillo para el cabello con el mango de marfil, un perfumero de cristal tallado con una pera cuyos largos flecos eran de color lila, la bandeja de estaño para las horquillas y el joyero de piel con tres cajoncitos que siempre me cautivó. 

Mi abuela tomó asiento en el sillón frente al espejo; acerqué el taburete que había a los pies de la cama y me senté junto a ella. Me pidió que abriese el cajón del medio del joyero. Debajo de sus alhajas encontré, junto a unas fotografías, dos pliegos de papel que el paso del tiempo había teñido de amarillo. 

—Léemelos, por favor —me ordenó, más que me pidió.

Se trataba de dos cartas escritas hacía más de setenta años. La primera era muy breve y llevaba la firma de Eduardo, el hermano de mi abuela. La había escrito el día que partió a la guerra. La segunda era una misiva sin firmar, fechada unos meses después.

7 de octubre de 1936

"Queridísima Elena:
"En no menos de una hora parto hacia el frente sin haber tenido un instante para despedirme de ti. Todo ha sucedido tan deprisa que ni siquiera soy aún consciente de adónde voy. Mi padre ha llegado del cuartel a la hora de comer con una orden de alistamiento. Aunque pueda parecer mentira, nos ha dicho, no ha podido hacer nada por evitarlo. Por suerte para mí, ni siquiera él, como amigo íntimo del comandante, ha conseguido que me dieran un destino menos peligroso. Ya sabes, en intendencia u otro lugar similar. Mi madre no ha probado bocado durante la comida, llorando amargamente, pese a los intentos de mi dulce hermana por consolarla. Mas yo no cabía en mí de gozo. No te lo he dicho antes para no preocuparte, pero hace tiempo que quiero partir a la guerra y luchar junto a tantos hombres valerosos por esta causa justa. Sólo el temor a disgustar a mi madre, que todavía anda delicada de salud, me ha impedido unirme al ejército antes. Pero la semana pasada, me armé de valor y fui a solicitar el ingreso, sin que lo supiera nadie más que mi hermana Pilar. 

"Lo que no me esperaba es que me diesen tan poco tiempo para prepararme y no pudiese despedirme de quien más quiero.

"Amadísima Elena, sé que este no es el momento mejor para ello, pero imagina por un instante que estoy a tu lado, que tomo tu mano entre las mías y te pido, amor mío, que seas mi esposa a mi regreso. No sé el tiempo que estaré fuera. Mi padre no cree que esta guerra dure más allá de unos meses, pero yo no puedo asegurarte nada. Sólo te pido que me esperes; que olvides todos los sinsabores por los que has tenido que pasar por mi causa y, cuando vuelva, te unas a mí.

"Le confío esta carta a Pilar para que te la entregue sin peligro de que nadie la intercepte y le dejo el encargo de que, en cuanto sepa mi destino, te lo haga saber para que me puedas escribir.

"Nunca dudes de mi amor, querida Elena. Te amaré hasta que exhale el último aliento.

"Tuyo,

"Eduardo"

La segunda carta estaba dirigida a la misma Elena que amó mi tío abuelo. Aunque no llevaba firma, reconocí su letra. La leí con la emoción de quien sabe que está espiando los más íntimos sentimientos de otras personas.

11 de marzo de 1937

"Querídisima Elena:
"Desde estas frías tierras de Guadalajara te escribo con el corazón dolorido por no saber nada de ti. ¿Qué te ocurre, amor mío?, ¿acaso has olvidado ya las promesas que nos hicimos? Aquí la oscuridad de la lluvia y la nieve que ha caído hoy ha llenado de tinieblas mi espíritu y solo el pensamiento de que me estás esperando me impide desear que la muerte venga a buscarme. Cierro los ojos y te veo debajo del manzano de la casa de tu tío, con tu pelo rubio jugando con el viento y el vestido blanco dejando asomar tus rodillas. Me basta esa imagen para olvidarme de la guerra. Por las noches, miro hacia el futuro y te veo caminando a mi lado, amor mío, con los hijos que tendremos.

"En el frente, solo veo desolación a mi alrededor. Todo el heroísmo del que nos hablaron de niños se desvanece cuando nos enfrentamos al dolor y la desaparición de quienes durante meses fueron nuestra única familia, como mi amigo José, alférez  igual que yo, que murió ayer en medio de terribles dolores".

La carta había sido interrumpida en este segundo párrafo. Recordé que mi tío abuelo había muerto en Guadalajara a los pocos meses de comenzar la Guerra Civil. Apenas sabía mucho más de él. Era varios años mayor que mi abuela y, al comenzar la contienda, estaba dando sus primeros pasos como abogado en el bufete de su padre. 

—¿Quién era Elena? —le pregunté a mi abuela.

—Elena era mi mejor amiga del colegio. 

II
Elena era mi mejor amiga del colegio. La conocí el primer día, en la fila que nos hicieron formar las madres ursulinas antes de entrar en clase. Nuestros apellidos iban consecutivos y, por ello, nos sentaron juntas, en el mismo pupitre. Pese a los más de ochenta años que han transcurrido desde que traspasé por primera vez la verja del colegio, me parece que la estoy viendo. Una niña tan distinta a todas nosotras: Rubia, con una espesa melena que aquel día le caía en cascada sobre la espalda, unos ojos de color añil casi redondos, como si fueran los de una muñeca, y en la punta de nariz, un pícaro lunar. Elena era una niña tímida que solo quería permanecer en un segundo plano, pero que llamaba la atención de todas nosotras, a quienes nos parecía recién salida de una película americana.

Las primeras semanas fueron muy difíciles para las dos. Solo teníamos diez años y nunca nos habíamos separado de nuestras familias más allá de unos días; pues has de saber que estábamos internas en el colegio. Todo nos parecía extraño: los sonidos, los aromas, los sabores... Nos parecía una tarea imposible atender tantas y tantas reglas: las horas de silencio, los madrugones, las lecciones que teníamos que recitar de memoria... ¿Qué sé yo? ¡Era tan fácil olvidarlas! Había momentos en los que la añoranza se apoderaba de nosotras. Nos acordábamos de los besos de nuestras madres, de nuestras muñecas, de las comidas de casa. Hubiéramos enfermado de tristeza de no ser por el consuelo que nos dimos la una a la otra. Íbamos juntas por el patio del colegio y hablábamos de la vida que habíamos dejado atrás. Elena me contaba que su padre tenía una perfumería que era como una tienda encantada. Estaba repleta de frascos de esencias cuyos aromas te podían transportar a mundos lejanos. Cuando evocaba las tardes que pasaba entre delicados recipientes de cristal, yo me la imaginaba introduciendo en ellos varillas de madera, semejantes a palitos de helados, y luego absorbiendo su perfume con su graciosa naricilla respingona. Ese perfumero de mi coqueta que tanto te gustaba de niña me lo regaló ella cuando cumplí doce años. Éramos tan pequeñas, tan ingenuas, que no sabíamos nada de clases sociales. El que mi padre fuese un célebre abogado y el suyo el dueño de una tienda de perfumes no significaba nada para nosotras. Pero, pasados unos años, aprenderíamos su sentido.

A Elena no le costó ganarse el afecto de las madres ursulinas. Era una niña dócil y aplicada que, aunque no fuese como otras alumnas que, con solo oír una vez a la profesora recitar la lección, ya eran capaces de responder con brillantez en clase, se esforzaba para obtener buenos resultados. Entonces yo era demasiado pequeña para comprender los sacrificios que hacían sus padres para darle una buena educación y cómo ella luchaba para no defraudarlos. En cambio yo era más descuidada en mis tareas escolares. Mis labores de costura siempre estaban sucias y llenas de horribles fruncidos, mi letra era horrible y, cuando practicaba en el piano, solo lograba arrancarle desafinados ruidos. Elena, siempre deseosa de ayudarme, se sentaba a mi lado a la hora del estudio e intentaba transmitirme, no siempre con éxito, he de decir, su pulcritud. Aun así, con el tiempo, me volví más cuidadosa en mis tareas escolares. Ahora pienso que no por esforzarme en ser mejor sino para complacer a Elena.

La llegada de la Segunda República trajo consigo un encendido debate sobre la cuestión religiosa, como entonces se decía. Muchos padres, siguiendo la corriente de los nuevos tiempos, sacaron a sus hijos de los colegios regidos por la iglesia, entre ellos los nuestros, los de Elena y los míos. Recuerdo que, cuando me lo dijo mi madre, lloré desconsoladamente ante el pensamiento de no volver a ver a Elena. Pero, por fortuna, me equivoqué. Habían abierto una escuela para señoritas en la ciudad y en ella terminamos la mayoría de las alumnas de las ursulinas. Aunque los primeros meses nos acordábamos con nostalgia de nuestro colegio, en poco tiempo dejamos atrás los años que pasamos en él y nos acostumbramos a la nueva rutina. Al poco de llegar ya nos percatamos de que entrábamos en un mundo diferente. La disciplina no era tan férrea y, lo que más nos entusiasmó, íbamos a dormir a nuestras casas. Por entonces, teníamos dieciséis años y nos creíamos ya casi adultas, pero seguíamos siendo casi tan ingenuas como el día que nos conocimos. Algunas jóvenes de nuestra clase, cuando no las veían sus padres, se atrevían a lucir un poco de tacón en sus zapatos y otras coloreaban sus labios y mejillas con una suave capa de carmín. Pero los tiempos no habían cambiado tanto como para que nuestros padres nos dejasen andar solas por las calles cuando caía el sol. Así que mi hermano me recogía cada tarde a la salida de clase y me acompañaba hasta casa. Fue de esa manera como se conocieron Eduardo y Elena. Los padres de mi querida amiga, sabiendo que mi hermano iba a buscarme al colegio, accedieron a que la acompañásemos hasta su casa.

Al principio, Elena apenas se atrevía a pronunciar una palabra delante de Eduardo. Ya te he dicho que siempre fue muy tímida y le costaba comportarse con naturalidad ante desconocidos. Pero mi hermano supo ganarse su confianza con su simpatía. Le arrancaba algo más que una sonrisa con las historias que nos contaba acerca de su vida universitaria, con las imitaciones que de profesores y compañeros de clase hacía. Poco a poco, sus conversaciones iban tornándose más y más íntimas; se sonreían como si guardasen un valioso secreto del que solo ellos sabían de su existencia. En más de una ocasión los sorprendí dirigiéndose miradas furtivas que cubrían de rubor las mejillas de Elena. Cuando me di cuenta de que se gustaban, mi corazón se llenó de alborozo: las dos personas que más quería se amaban.

Pero mis padres no lo vieron de la misma manera que yo. Ellos tardaron un año en enterarse de lo que estaba ocurriendo. En aquellos tiempos, los hijos no contábamos nuestras cosas a nuestros padres, como ocurre ahora. Mi hermano tenía que finalizar sus estudios antes de plantearse un noviazgo formal y no quería decirles nada en tanto no tuviera asegurado el porvenir. Pero fui yo la que, sin quererlo, hice un comentario a mi madre que los alertó.

Mis padres siempre habían sentido una especial predilección por mi hermano, tal vez por ser el mayor, tal vez porque siempre estaba de acuerdo con ellos y nunca cuestionaba sus deseos; mientras que yo era más caprichosa y costaba más convencerme de lo que me decían. Desde que era muy pequeño, se tuvo claro el camino que había de seguir en la vida: Cuando finalizara el colegio, estudiaría Derecho para poder suceder a mi padre en el bufete y, después, contraería matrimonio con una señorita de buena familia de la ciudad. En estos planes, no entraba Elena, por descontado.

Mientras fuimos niñas, a nadie le importó que Elena y yo fuéramos amigas. Después de todo estábamos protegidas por el colegio, primero, por la escuela de señoritas, más tarde. Pero que la hija del perfumero fuera la novia de su único hijo ya era otra cuestión. Cuando mi padre lo supo, llamó a Eduardo a su despacho con la esperanza de que le desmintiera el noviazgo y, si no fuera posible, lograr que rompiese el compromiso. Pero el hijo modélico esta vez no transigió. En una discusión acalorada, dijo no estar dispuesto a dejar a Elena ni a que nadie interfiera en su vida. Mi madre y yo podíamos oír los gritos desde el gabinete pese a estar en el otro extremo de la casa. Nos mirábamos en silencio, sin apenas atrevernos a respirar, mientras llegaban hasta nosotras frases desperdigadas. Mi madre se levantó súbitamente, dejando que el ovillo de lana de su labor rodase a sus pies, y salió hacia el despacho de mi padre. Cesaron, entonces, las voces acaloradas: sólo llegaba a mis oídos el crepitar de la leña que se consumía en la chimenea.

Días más tarde supe por Elena que mis padres habían hablado con los suyos. Aunque no llegamos a enterarnos de lo que les dijeron, no debió de tratarse de nada halagador para el matrimonio dueño de la perfumería, pues después de aquella conversación, los padres de mi querida amiga se sintieron ofendidos y humillados por las palabras de mi padre y le prohibieron  que tuviese trato alguno con nosotros.

Durante muchos meses, Elena desapareció de mi vida y, creí, de la de Eduardo. Conociéndola como la conocía, estoy casi segura que no se atrevía a desobedecer a sus padres aunque renunciar a nosotros la hiciese derramar mares de lágrimas. No la veía más que en misa, los domingos; en la iglesia del Carmen, arrodillada en el banco con el rostro cubierto por un velo negro. Intenté varias veces ponerme en contacto con ella. Me acercaba a la puerta de su casa o la llamaba por teléfono, pero su madre siempre me decía lo mismo: que no estaba, que había salido. Ya sé que en estos tiempos que corren es muy difícil entender que no se diera a valer rebelándose contra tan arbitraria prohibición, pero en aquellos años nos educaban para ser buenas y obedientes; pocas jóvenes de nuestra edad se hubieran opuesto abiertamente a la voluntad de sus padres sin que ello les causase un gran desgarro.

Ignoro cómo se las ingenió Eduardo para verse a escondidas con ella. Tampoco sé cómo la convenció para que violase las órdenes de sus padres. Lo cierto es que los años siguientes se consolidó su amor sin que nadie, ni siquiera yo, se percatase de ello. A veces pienso que fue la oposición de nuestros padres la que fortaleció un sentimiento que había nacido para ser efímero. Ajena a las idas y venidas de Eduardo, guardaba en mi corazón la pena por la pérdida de mi amiga de la infancia. Pero, aunque no la olvidé, con el tiempo encontré alivio a mi dolor cuando conocí a Estanislao, tu abuelo.

Desde que estalló la guerra, Eduardo expresó sus deseos de unirse a los combatientes. Mi padre intentaba persuadirlo de que no lo hiciera apelando a la mala salud de nuestra madre, que, desde que tuvo tuberculosis, siempre estuvo delicada. Además, mi hermano ya había finalizado sus estudios de Derecho y estaba aprendiendo a ser abogado. Por ello, no parecía ser el momento más conveniente para dejarlo todo y marcharse. Mi padre debía de saber que aquellos argumentos no lograrían convencerle de que esperase antes de solicitar el alistamiento, pero quizás, después de lo ocurrido con Elena, no se atrevía a volver a interferir en la vida de mi hermano. Así, a los pocos meses de iniciada la guerra, le vimos partir hacia su destino para no regresar más. 

Como acabas de leer, el día que nos dejó me confió su carta de despedida para que se la entregase a Elena; pero nunca pude hacer realidad su penúltimo deseo. Al día siguiente, mi madre, sobrepasada por la emoción, cayó gravemente enferma. Nunca supimos si el origen de su mal se encontraba en sus debilitados pulmones o en su maltrecho espíritu. Lo cierto es que apenas comía ni dormía. Su alma vagaba en un estado de sopor, vacilando entre emprender el vuelo o quedarse ente nosotros. No te puedes hacer una idea del sufrimiento de mi corazón aquellos días. El temor a perder a mi madre me hizo olvidar todo lo demás. Durante varias semanas, no te puedo decir cuántas porque perdí la noción del tiempo; durante días y días sin noches, no me moví de su lado. Sentada a los pies de la cama espiaba los vaivenes de su entrecortada respiración buscando un atisbo de mejoría. Ni siquiera encontraba un instante para acercarme a la iglesia a rogar por su vida. Así que Elena debía de estar esperando a Eduardo sin saber la razón de su silencio.

La he imaginado muchas veces sentada en su habitación, con la ventana entreabierta, aguardando angustiada la señal convenida. No sé si un silbido, una china lanzada al cristal o una canción. Nunca llegué a saber cómo hacían para verse. Eduardo murió en marzo y a Elena tampoco la volví a ver más.

Mi madre se repuso lo suficiente para poder levantarse de la cama unos días antes de Navidad. Fue entonces cuando me acordé de mi amiga y de la carta que me había confiado mi hermano. En Nochebuena acudí con mi padre a la Misa del Gallo. Con la esperanza de ver a Elena, guardé el mensaje de Eduardo en el bolsillo del abrigo. Sabía que la noche del Nacimiento del Niño Jesús ni mis padres ni los suyos se negarían a que nos diésemos un beso. Me senté junto al pasillo central para poder verla entrar. La iglesia estaba abarrotada pero, desde mi banco, se veía a los que entraban por la Puerta de la Anunciación, la más próxima a la casa de la familia de perfumeros. Impaciente por verla llegar, apenas atendía a la ceremonia. Los minutos pasaban y Elena no hacía acto de presencia. Durante la lectura del evangelio, mi padre me dio con el codo para que prestase atención al celebrante. Más y más intranquila, no podía permanecer quieta y me removía en mi asiento llena de desasosiego. Hasta que las palabras del sacerdote me sobresaltaron: “Ite missa est”. La misa había finalizado y Elena no había acudido.

Al día siguiente, pude escabullirme a la hora de la siesta. Hacía mucho frío y debía caminar con sumo cuidado pues había helado y las calles estaban cubiertas de escarcha. Cuando llegué a la casa de Elena, me extrañó ver los postigos de las ventanas cerrados. Mi corazón se sobrecogió por el aspecto de abandono de la fachada. Mas no quise hacer caso de los presagios que traía el viento gélido. Subí las escaleras de dos en dos y pulsé el timbre de la puerta con energía. Un timbrazo; y otro, y otro. Nadie acudió a abrirme. Al otro lado de la puerta, no se oían ni pasos ni voces. Tras aguardar unos instantes, bajé hasta la portería y le pregunté a un vecino. Hacía varias semanas que la familia del cuarto derecha había partido de viaje. Nadie sabía adónde se había dirigido ni cuánto tiempo iba a estar fuera. 

Cuando murió Eduardo, encontraron entre sus pertenencias la última carta que le escribió a Elena. No tuve que rogar mucho para que mi madre me la entregase. Ya todo daba igual después de saber que su hijo no regresaría. Me prometí que, tardase lo que tardase, terminaría cumpliendo la voluntad de mi hermano.

Mas no he vuelto a ver a Elena desde entonces. La guerra terminó llevándose por delante muchas vidas, muchas ilusiones. Los que quedamos intentamos retomarlas donde las habíamos dejado. Yo me casé con tu abuelo y tuvimos a tu madre. Durante estos años, no he dejado de buscar a Elena. ¡Le debía tanto...! Nunca hallé rastro de ella. Ya había perdido la esperanza de encontrarla. ¡Tenemos tantos años ya!

Pero hace unos días recibí una carta suya.

III

—Pero hace unos días recibí una carta suya. Apenas me decía sino que vivía en un pueblo a las afueras de Valladolid y que quería verme. Estaba ya muy delicada de salud y no quería irse de este mundo sin despedirse de mí.

Mi abuela hizo una pausa antes de continuar hablando. Se la veía muy cansada después de su larga narración. Cerró los ojos antes de continuar, como para recobrar el aliento. Tomé sus manos entre las mías: estaban heladas a pesar del calor que hacía aquella tarde.

—Quiero que me lleves a verla —dijo al fin.

Intenté persuadirla para que cambiara de parecer apelando a su avanzada edad. Su fragilidad se vería resentida si emprendía un viaje hasta una ciudad tan lejana. Pero mi abuela era testaruda y una vez tomada una decisión, ya no daba marcha atrás.

Partimos unos días más tarde. Tuve que pedir una semana de mis vacaciones pues quería hacer el viaje en varias etapas. Durante el trayecto, mi abuela no nombró ni a Elena ni a Eduardo, pero yo sabía que no dejaba de pensar en ellos. A veces, permanecía contemplando abstraída los paisajes que se sucedían por la ventanilla del coche y dejaba escapar un suspiro.

Cuando llegamos a la casa de Elena, nos recibió el hijo con el que vivía: un señor de edad madura algo mayor que mis padres. Nos acompañó al dormitorio donde pasaba sus últimos días la antigua amiga de mi abuela: Una coqueta habitación en tonos blancos y rosas con un gran ventanal por el que entraba la luz del sol. Desde el butacón en el que estaba sentada, Elena parecía una niña, tan menuda era. Tenía una apariencia tan vulnerable, que mi abuela a su lado parecía robusta y plena de salud. Se sentaron juntas y, tras unos momentos de conversación cortés, las dejamos solas para que pudieran cruzar el puente de los años sin que nadie las importunase.

Dos horas después, el hijo de Elena y yo volvimos a entrar en la habitación. Los rostros de las dos ancianas mostraban la fatiga de la emoción pero estaban radiantes de dicha. Mi abuela no pronunció una palabra hasta que nos pusimos en camino. Entonces me miró con lágrimas en los ojos, con una sonrisa en los labios, y me dijo:

—Ya cumplí mi misión, hija mía.

Hasta una semana después, mi abuela no encontró las fuerzas suficientes para hablarme de su encuentro con Elena y tampoco entonces me contó mucho. Se sentía dichosa por saber que Eduardo no había tenido nada que ver en la partida de la familia de su amiga durante la guerra. Su padre andaba enredado en asuntos políticos y la inminente llegada del ejército contrario hacía temer por la seguridad de la familia. Salieron de su casa casi solo con lo puesto unos días antes de Navidad y asumiendo un gran peligro, tuvieron que cruzar el frente hasta llegar a una ciudad tomada por el bando contrario. Hubieron de pasar muchas noches al raso y sortear la siempre amenazante posibilidad de encontrarse con el ejército enemigo o caer en medio del fuego cruzado. Mas Elena no era consciente del todo del peligro que corrían pues su pensamiento y su corazón estaban puestos en el recuerdo de Eduardo. Se sentía culpable por abandonarlo sin poder darle una explicación de su marcha y sufría por no saber si volvería a verlo. Cuando llegaron a su destino, se alojaron en la casa de un pariente lejano hasta que finalizó la guerra y, después de la contienda, pasaron la frontera y se establecieron en Francia. Allí Elena conoció al que sería su esposo. Durante muchos años, no se permitió a sí misma ni siquiera un minuto para recordar. Nunca pensó regresar a España: había dejado demasiado dolor en este país. Mas hacía quince años había enviudado y fue entonces cuando quiso volver. Cuando su salud empezó a declinar, nació en su pecho un anhelo que le robó el sosiego: Antes de morir, tenía que ponerse en paz con su pasado. Fue entonces cuando escribió a mi abuela. No se atrevió dirigírsela a Eduardo pues no quería perturbar la paz con su familia. Pensaba que estaba vivo, disfrutando de sus hijos y sus nietos. Apenas escribió unas líneas y las envió a la casa donde recordaba residían su amiga y su prometido en su juventud: la misma casa en la que siempre vivió mi abuela.

Con la llegada del otoño, mi abuela cogió un enfriamiento que degeneró en una neumonía. Su salud era tan frágil, que en menos de un mes tuvimos que decirle adiós. Y el mismo día que la enterramos, encontré medio oculta en la esquina de una página del periódico la esquela que anunciaba el fallecimiento de Elena. Las dos amigas habían emprendido el ultimo viaje de la mano.



domingo, 16 de agosto de 2015

Misa de Difuntos








Entró en el templo por una puerta lateral y permaneció unos instantes, sin atreverse a moverse, junto a las velas que prendían los fieles bajo la imagen de Santa Rita. Era alta y muy delgada, como también lo había sido su hijo. Llevaba el rostro oculto bajo un sombrero oscuro del que caía un pequeño velo del mismo color. Sus hombros ligeramente inclinados hacia delante revelaban su deseo de pasar desapercibida. No conocía a nadie de los allí presentes ni nadie la conocía a ella y, sin embargo, su mayor temor era que alguien advirtiera su presencia.

Sus ojos recorrieron la iglesia como si buscase un rostro amigo, aunque solo deseaba encontrar un lugar desde donde asistir a la ceremonia sin ser vista, ocultándose de los entrometidos hambrientos de su ración diaria de curiosidad malsana. Su mirada voló por encima de las cabezas de los asistentes. El templo ya estaba lleno pese a faltar aún veinte minutos para que diese comienzo el funeral. Planeando por encima de la gente, sus ojos se posaron en el altar. Abiertos, dos féretros mostraban a los fieles la quietud de la muerte: uno de color caoba y otro blanco, pequeño, casi una miniatura. Dos cajas que parecían interpelarla de manera acusadora. Carmen apartó la mirada y dirigió sus pasos hacia el final de los bancos, donde encontró un sitio vacío que permanecía oculto por la penumbra. Se arrodilló y, tras santiguarse, escondió su rostro entre las manos, como si rezase, a pesar de que su alma llevaba muda desde que ocurriera la tragedia. O tal vez fuese Dios el que se negaba a escuchar sus plegarias. Un señor elegantemente vestido y sentado al final del banco posó sus ojos en ella, como si quisiera buscarla entre las brumas de su memoria, mas, al no encontrarla, desistió en sus pesquisas y desvió la vista hacia el altar.

—Queridos hermanos, nos hemos congregados para honrar la memoria de Marisa y Raquel.

La potente voz del sacerdote la sobresaltó. Carmen se sentó en el banco y dirigió su mirada hacia delante hacia donde intuía que estaban el viudo y el hijo mayor: el adolescente que había sobrevivido a la tragedia, testigo impotente de la muerte de su madre y de su hermana de cinco años. El dolor de Carmen no era menor que el de aquellos dos sufrientes. ¿Cómo no iba a sentir su dolor cual si fuese suyo?, ¿no era ella también una madre que había sido golpeada por la brutal muerte de su hijo? Y en ella se unía la culpa al dolor de la pérdida. Si no lo hubiese animado a dar aquel paseo, tal vez hubiera evitado el océano de sufrimiento que se había llevado por delante tantas vidas: la suya, la de su hijo, la de la mujer que descansaba en su féretro, la de la niña, la del viudo...

Como tantas veces en los últimos días, los pensamientos de Carmen volvieron a Dani; de nuevo la memoria se llenó de mil y una imágenes que no hacían más que asediarla una y otra vez. No pudo evitar acordarse de los momentos en los que su hijo derramaba sobre los demás su bondad. Desde que fue capaz de hablar, demostró una sensibilidad exquisita muy alejada de los trágicos acontecimientos que los habían arrasado a todos una semana antes. A diferencia de otros niños, él estaba pendiente de los sentimientos de los demás y sabía qué pequeños detalles disipaban la tristeza de las personas a las que amaba. Recordaba como, con seis, siete, ocho años, al llegar de la escuela enseguida se daba cuenta cuando Juan, su padre, después de haber bebido, derramaba toda su frustración sobre ella con gritos y golpes que la dejaban más dolorida por la humillación que por los moratones que tatuaban su piel. Su hijo entonces no decía nada, pero la hacía sentar y se ocupaba de ayudarla con la cena, mientras le arrancaba una sonrisa con las historias que le contaba sobre la escuela. Y luego ella, le daba todo lo que le pedía. ¿Cómo no había de colmarle de mimos?, ¿cómo no iba a satisfacer sus deseos? Con su encantadora sonrisa conseguía que le prometiera la luna. ¿Cuántas veces se dejó convencer con besos, abrazos y hasta con cosquillas y lo llevó a ver los delfines del zoo en vez de ir a la escuela? Y es que, con sus ricitos castaños y el hoyuelo en la barbilla, Dani era irresistiblemente encantador. Hasta las vecinas lo decían.

—Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor más que el centinela a la aurora.

Una mujer joven leía el salmo ciento veintinueve mientras intentaba contener la emoción. Probablemente se trataba de una amiga de la madre que descansaba en el féretro. Todos los asistentes a la ceremonia podían ver el esfuerzo que hacía para no quebrarse en llanto. De vez en cuando la joven miraba a la niña que yacía junto a su madre: a Raquel, que no llegaría nunca a deleitarse con las mieles de la juventud ni probaría las alegrías y los sinsabores de la madurez ni descansaría en las cumbres nevadas de la vejez. Carmen suspiró e intentó atender a la joven que estaba leyendo pero los recuerdos la asediaban sin piedad.

En el colegio, Dani fue un niño solitario. No le gustaba formar parte de los juegos en los que tenía que depender de un equipo, prefiriendo mantenerse apartado mientras dibujaba coches y aviones que, durante su adolescencia, se convirtieron en maquetas de madera que causaban la admiración de sus profesores. A lo largo de los años del instituto, tuvo dos o tres amigos, no más: uno detrás de otro. Su concepción de la amistad era tan exclusiva y absorbente que vivía como una traición que el amigo de turno buscase compañía en otros compañeros de clase. A cambio, él tampoco derrochaba su afecto en otros jóvenes que le distrajeran de su amistad. Mas con todos los amigos que tuvo le ocurrió lo mismo: Cuando conocía a uno, se entregaba por entero. Lo ayudaba con las tareas escolares, lo invitaba a pasar unos días en la casa de la playa y estaba siempre dispuesto a prestarle cualquier servicio que precisase. Como contrapartida, exigía una lealtad férrea en la que no cabían otras lealtades. Si creía advertir un indicio de traición, por ínfimo que fuese, abandonaba al amigo y le retiraba la palabra para siempre sin darle ninguna razón de ello. Carmen sabía que aquel comportamiento de su hijo que a todos extrañaba no era sino la consecuencia de su corazón sensible y entregado. Aun así no podía evitar sufrir al ver a Dani, que, con el paso de los años, se iba quedando cada vez más solo.

La joven proseguía su lectura encogida tras el atril, aclarándose la voz que sonaba más y más ronca según se iba acercando al final del salmo. Carmen la escuchaba con el corazón afligido, conteniendo su propio dolor, reprimiendo sus lágrimas, sin comprender muy bien las palabras que salían de los labios de la lectora.

Con el paso de los años, su hijo se convirtió en un joven, alegre y divertido, igual que la madre que ya descansaba en su féretro: un joven que disfrutaba de la música tecno y de los deportes de riesgo.  Al terminar el instituto, no quiso seguir estudiando. Como se le daba bien trabajar con las manos, consiguió entrar en un taller de coches en calidad de mecánico. Pronto se hizo amigo de Rubén, el hijo del dueño, que también se manchaba las manos con la grasa de los automóviles que reparaba. Compartían el gusto por los coches y por las cervezas heladas que tomaban en un bar cercano a la salida del trabajo. Allí sus ojos se perdían entre las alegres muchachas que acudían con el buen tiempo a tomarse un refresco y, tal vez, alguna bebida algo más fuerte. De vez en cuando, cruzaba con alguna una pícara mirada, un guiño, o les lanzaba por los aires un beso. Al principio, sólo lograba ruborizarlas de vergüenza, pero su insistencia tuvo su recompensa y más de una dejó su teléfono anotado en las servilletas de papel.

Los fines de semana Carmen lo veía salir de casa lleno de contento al caer la noche en busca de su amigo para después recorrer una tras otra las discotecas de la ciudad hasta más allá del amanecer. Rubén había conseguido por un precio ínfimo un Mustang de mil novecientos cincuenta y tres, no de segunda, sino de cuarta o tal vez quinta mano. Entre los dos, lo compraron, pusieron a punto el motor y lo pintaron de color negro como homenaje a las antiguas películas americanas de gangters. Para ponerse a tono, le instalaron un equipo de música de gran potencia y sorprendieron a unos y a otros con canciones de Elvis y de Johnny Hallidays, que, pese a su aire retro, hechizaban a toda la ciudad. Pronto se hicieron conocidos entre los jóvenes que encontraban a su paso. Ellas se volvían locas por dar una vuelta en tan flamante automóvil; ellos disfrazaban la envidia con gestos despectivos hasta que eran invitados a conducirlo. En poco tiempo llenaron sus agendas con cientos de conquistas y se bebieron su juventud a largos tragos. Aquella vida se hubiera prolongado durante años y años de no ser porque Rubén se enamoró de una chica y, en menos de siete meses, se casó con ella.

La música del órgano llenaba el templo. Una vez más, Carmen hizo un esfuerzo por concentrarse en la ceremonia y dejar de lado sus recuerdos, su culpa y su dolor. Miró a su derecha y vio a una anciana que se había quedado dormida. Apenas se podía oír su respiración tranquila que, cual un susurro, se confundía con las notas de la Tocata y Fuga en re menor de Bach. En los bancos delanteros, se podía percibir cómo iba creciendo la emoción de los asistentes a la ceremonia. De cuando en cuando, el eco de un sollozo a duras penas ahogado resonaba en la bóveda de la nave principal y una cabeza se inclinaba avergonzada por su falta de pudor. En cambio Carmen hubiese querido poder llorar. Las lágrimas le ardían en su pecho pero se negaban a asomarse a sus ojos. Un joven volvió la cabeza desde la primera fila. Pese a la distancia, reconoció en él al hijo mayor de la mujer difunta. Por un momento Carmen creyó que el adolescente también la había reconocido, pese al velo que ocultaba su rostro, y el corazón le empezó a palpitar a gran velocidad. Desvió la mirada para esconderse aún más. Cuando el diácono comenzó la lectura del capítulo once de Juan, intentó poner toda su atención en las palabras evangélicas, pero los recuerdos no dejaban de acecharla.

Apenas mediaba la quinta década de vida, cuando el padre de Rubén sufrió una angina de pecho. Salió del hospital con el corazón maltrecho y el alma encogida, por lo que, en cuanto pudo arreglar los papeles, le traspasó el taller a su hijo. Dani creyó entonces que su amigo le iba a ofrecer participar en el negocio y así se lo decía a sus padres. Durante años, los dos amigos habían estado trazando miles de planes en los que se asociaban para abrir juntos un taller de reparación de coches. En aquel tiempo Rubén había formado unas familia y comprado una casa en el centro de la ciudad, en tanto que Dani había podido reunir un pequeño capital con el que esperaba poder comprarle la mitad del taller. Pero, cuando se produjo el traspaso de titularidad, Rubén no sólo no contó con él, sino que se negó a escuchar su oferta.

Después de aquello las cosas no volvieron a ser como antes. Carmen tenía la sospecha de que fue entonces cuando se fraguó la tragedia. La decepción colmó de amargura el corazón de Dani, que a punto estuvo de dejar el empleo al que había dedicado doce años de su vida, pero el miedo a tener que empezar de nuevo desde cero hizo que fuese demorando mes tras mes su decisión, hasta que llegó a olvidar que un día quiso irse.

El cambio de dueño trajo muchas novedades al taller: se ampliaron y modernizaron las instalaciones, se contrataron a tres mecánicos nuevos y, lo más doloroso para Dani, se enfrió la amistad entre los dos amigos.  Es cierto que Rubén le consultaba cada una de las innovaciones que iba introduciendo, también es cierto que le dio la misma autoridad que él, el dueño del taller, tenía con los demás empleados, pero las ocasiones en las que se veía fuera del trabajo eran más y más extrañas. Ni siquiera asistió a la primera comunión del hijo de su amigo pese a haber sido invitado y se excusó con un pretexto absurdo que sabía que no iba a creer Rubén.

—Entonces Jesús les dijo claramente: Lázaro ha muerto...

Al término de las lecturas, el sacerdote comenzó la homilía. Con voz cautivadora, fue desgranando las bellas cualidades que habían adornado la esencia de Marisa. Habló de su carácter cariñoso; de su dedicación al trabajo, a su hijo, a su hija, a su esposo; de su alegría, de cómo repartía dicha a todo el que se acercaba a ella. Pese a la sobriedad de sus palabras, los asistentes, y con ellos Carmen, no pudieron evitar que se les derramara la emoción. Apenas dijo nada de la horrible muerte que le había sorprendido dos semanas antes al volver del colegio con la pequeña Raquel. Mas todos los asistentes al funeral pudieron entender las palabras que el sacerdote silenciaba. Un grito ahogado de alguien de los bancos centrales cortó la respiración del sacerdote, al que le costó por unos instantes seguir predicando. Después continuó hablando, aunque Carmen volvió a perderse entre los recovecos del pasado para ahuyentar el recuerdo de la trágica muerte de su hijo.

A Dani nunca le gustó la mujer de Rubén. Y sabía que ella tampoco le miraba con buenos ojos. Nunca la vio sonreír más que cuando se sabía el centro de atención. El joven estaba convencido de que contemplaba a todos, incluido a su marido, por encima del hombro, creyéndose alguien por haber estudiado magisterio mientras los demás no habían ido más allá del instituto. Dani la culpaba del distanciamiento de su amigo y de su traición cuando se quedó con el negocio de su padre sin ofrecerle siquiera la posibilidad de participar en él. Sabía que temía la influencia que siempre había tenido sobre su marido, su habilidad para convencerlo para emprender mil y un proyectos. Sólo Dani sabía envolver con palabras un plan que, por absurdo que fuera, se tornaba maravilloso en la imaginación de Rubén. Así habían recorrido media Europa un verano haciendo autoestop con apenas un puñado de pesetas en la mochila dos años antes de que Rubén conociese a su temerosa esposa. O habían participado en la bajada en piragua del río Sella. O... Siempre había sido Dani el que, con pícara astucia, había sabido vencer las reticencias de su amigo a las aventuras más fabulosas. Y era este don de convicción lo que más temía la mujer de Rubén, como si creyera que él, Dani, tenía el poder de colarse por las rendijas de su casa e interponerse en su vida familiar.

En aquel momento, mientras los fieles entonaban el Santus, Carmen se reprochaba una vez más por haber animado a su hijo a dar aquel paseo que precipitó la tragedia que le había arrasado el alma. Y la angustia que atenazaba su espíritu maltrecho estuvo a punto de ahogarla.

En los últimos meses, Dani se mostró inquieto y ansioso. Andaba por el mundo taciturno y cabizbajo sin dirigir apenas la palabra a quienes se cruzaban con él. En poco tiempo, perdió casi quince kilos de peso y sus hombros se encorvaron como si los de un anciano se tratasen. De la misma manera que cuando era un niño solitario sin más amigos que las maquetas de aviación que él mismo construía, se encerró en su mundo sin percatarse de lo que ocurría a su alrededor. Al llegar del taller, apenas daba las buenas tardes. Se dirigía a su habitación, donde permanecía sabe Dios haciendo qué hasta la hora de la cena. Carmen no se atrevía a decirle nada, temiendo despertar su ira, que no hacía su aparición sino en contadas ocasiones, pero que cuando estallaba, dejaba pequeña la furia de Ares en tiempos de guerra.

Un domingo Carmen le pidió que la ayudase a ordenar los armarios de la cocina. Sabía que, por muy mal que se encontrase, nunca se negaba a emprender una tarea que ahorrase un esfuerzo a su madre. Estuvieron toda la mañana faenando entre cazuelas, peroles y sartenes mientras ella le iba contando insignificantes historias de la vecindad. Cuando se le terminó el repertorio, un denso silencio se posó entre ellos que llenó de inquietud a la afligida mujer. Tras unos minutos, Dani empezó a quejarse del trabajo. Decía que Rubén nunca estaba contento de su desempeño, que siempre encontraba alguna pega a lo que él decía o hacía; que, desde que se había casado, no era el mismo y que la culpable de aquel cambio no era otra que su esposa. Ella intentó apaciguarlo, quitando importancia a lo que le estaba contando, mas aquello sólo sirvió para enfurecerlo. Salió de la cocina con un fuerte portazo y la dejó sola con su pena y sintiéndose culpable no sabía de qué.

A partir de aquel día, Rubén y su mujer se convirtieron en una obsesión para Dani. Aparecían en todas las conversaciones en las que intervenía sin importarle si venía o no a cuento para responsabilizarlos de haber destrozado su vida. Él, decía una y otra vez, les había ayudado a llevar adelante el taller de reparaciones de coches sin ganar con ello más que unos míseros euros. Y aquella idea que rumiaba su mente fue creciendo cual un alud en lo alto de las montañas y se precipitó con violencia y estrépito por las laderas del alma.

Dani no llegó a contar a su madre que Rubén había decidido poner en venta el taller. En los últimos años las pérdidas superaban con mucho a las ganancias y el joven dueño no podía hacer frente a las deudas que había ido contrayendo. El destino quiso que, poco antes de la venta, Dani hubiese comprado un piso gastando en ello todos los ahorros que había ido atesorando en los casi veinte años de trabajo. Que Rubén vendiese el taller cuando él ya no tenía medios para comprarlo, fue para Dani una nueva traición y le hizo caer en un estado de abatimiento del que apenas empezó a salir después de someterse a un tratamiento contra la depresión.

La mañana en la que ocurrió la desgracia, amaneció luminosa. El viento había soplado durante toda la noche barriendo el cielo de nubes. Atrás quedaron las lluvias de marzo, que dejaron el aroma a tierra mojada y a azahar. El sol llenó de luz el corazón de Dani, que aquel día se levantó radiante de alegría. Viéndolo contento por vez primera en muchos meses, Carmen le regaló con un suculento desayuno y, cuando terminó de degustarlo, casi con obstinación, lo animó a salir a dar un paseo: nunca llegaría a perdonarse haber insistido tanto para que saliera de casa aprovechando el tiempo templado; nunca se desprendería de la carga de la culpa que ahogaba su alma.

Durante la eucaristía, el coro entonó el “Lacrimosa” del Réquiem de Mozart. Los fieles se fueron levantando de sus asientos para acercarse al sacerdote a recibir la comunión. Carmen no se atrevió a ponerse en la fila. Le horrorizaba la posibilidad de ser reconocida y señalada con el dedo. Sabía que no tendría las fuerzas suficientes para enfrentarse a los murmullos que se oirían a su paso, a las miradas acusadoras de quienes no veían en ella sino al cómplice, involuntario, sí, pero cómplice al fin de lo ocurrido; las miradas de odio por haber engendrado a su hijo. Aprovechando que los fieles estaban distraídos mientras recibían la eucaristía, salió sigilosa del templo por la misma puerta lateral por la que había entrado. La luz del sol la deslumbró después de la penumbra que la había cobijado en la iglesia, por lo que dio un traspiés que casi la lleva al suelo. Una mano la sostuvo por detrás para evitar la caída. Carmen levantó la mirada para agradecérselo. Nada más verlo lo reconoció, a pesar de ir vestido de paisano. Se trataba del mismo agente de policía que una tarde, quince días antes, llamó a la puerta de su casa para decirle que su hijo se había suicidado tras matar a una mujer y a su niña de cinco años: la mujer y la hija de Rubén.








viernes, 14 de agosto de 2015

Luz de noviembre III







Viene del Capítulo II


III. Salvador
Abandoné la población de*** con el corazón hecho añicos. Atrás quedaron mis esperanzas de compartir los días y las noches con Camila. Pero también dejé roto en mil pedazos el espejo en el que me había estado contemplando casi desde la niñez. El traqueteo del tren era como una voz que me dictaba al oído palabras insidiosas para robarme la esperanza. Cada vez que nos deteníamos en alguna estación, tenía que recordarme a mí mismo la promesa que le había hecho a mi amada para no saltar al andén y coger un tren de regreso. Mas, antes de que el deseo se impusiese a la voluntad, venía a mi memoria el dulce rostro de Camila suplicándome que confiase en ella y esperase su llamada.

Vagué en los meses siguientes sin darme cuenta de lo que sucedía a mi alrededor, aguardando una carta que nunca llegaba. En “El Búho Avizor” me esperaba la silla, la mesa y el fabuloso artículo sobre Don Agapito de la Vera que no me atreví a escribir por no ser desleal a Camila. A las pocas semanas de mi regreso, mi gris existencia se confundía con la gris monotonía de lo que allí nos ocupaba a unos y otros. Ahogaba mi tristeza en aguardiente cuando acudía con los pocos amigos que tenía al café donde en otro tiempo floreciera la excelsa tertulia de los mejores hombres que había dado la ciudad y donde en vano había intentado hacerla revivir cuando mi espíritu aún rebosaba de ilusiones.  En el escritorio de mi casa se secaba la tinta con los versos que no llegaba a escribír.

Llegó noviembre y Camila no había dado razón de su existencia. Apenas sin una brizna de paciencia, a punto estuve de romper mi promesa y enviarle unas letras para recordarle lo vivido justo un año atrás. Mas, en el último momento, me arrepentí y en vez de sorprenderla con mi inesperada visita, le compré un libro de versos, que le envié en un paquete sin remitente.

El año murió sin noticia alguna y el invierno dio paso a la primavera. Un verano excesivamente cálido agostó las cosechas y de nuevo el otoño tiñó de carmesí las hojas de los árboles. Y al llegar noviembre sin traer otra cosa que su silencio, le envié otro libro de versos. Veía pasar las hojas del calendario con el corazón dividido: una voz me decía “ve en su búsqueda si no quieres perderla”;  mientras otra me susurraba “confía y espera”. Y, según pasaban los meses, la tristeza se tornaba en melancolía y ésta en añoranza, esperando y esperando una carta que no llegaba, atado a un juramento que me desgarraba por dentro. Sólo al llegar otro noviembre le enviaba un libro de versos, confiado en que ella recorrería con sus ojos las palabras que en él se guardaban, esperando que los versos le hiciesen recodar su promesa y me llamase a su lado.

Cubría la nieve mis cabellos cuando por fin llegó una carta. Pese a no haber recibido nunca una misiva de Camila, nada más ver la letra picuda y elegante del sobre, supe que era de ella. Me demoré unos instantes antes de decidirme a abrirlo, como si temiese el poder de sus palabras para matar la esperanza. Al fin me decidí a rasgarlo esperando encontrar su llamada. Mas la carta no era una llamada sino una queja expresada en mil palabras. En apenas dos pliegos me hablaba del cansancio que le causaban los constantes cuidados que requería la grave enfermedad de su padre. En una línea tras otra desgranaba con ácidas palabras cada una de las tareas que había de atender pues Don Agapito no quería que nadie más que ella se ocupase de él. En el momento en que escribió la carta que tenía en mis manos, el médico le había asegurado que le quedaban días, semanas tal vez, para abandonar este valle de lágrimas y ella no se sentía con fuerzas para enfrentarse sola a la muerte de su padre. Esa era toda la carta: la carta más esperada. Ni una palabra de afecto, ni una alusión al pasado. Sólo la orden prerentoria de que acudiese a ayudarla a sobrellevar el tránsito de esta vida a la otra de su padre. Y, aún así, sus palabras supiéronme a ambrosía y al día siguiente, tomé el tren que me llevó a su lado.

Me apeé en una vieja estación de una ciudad lejana y no tuve que hacer ningún esfuerzo para reconocer en la mujer que esperaba junto al andén a Camila. El tiempo había sido más generoso con ella que conmigo y sólo unas hebras plateadas en su pelo delataban el transcurso de los años. Y sin embargo, no era la misma que dejé. Un rictus de amargura sobrevolaba sus labios y en sus ojos se asomaba una mirada de hielo. Pensé que aquellas señales no eran sino consecuencia del cansancio por las muchas noches velando a su padre y me dejé llevar por la alegría del reencuentro. Tomé sus manos en las mías y quise besar sus labios, mas ella volvió la cara y mi boca apenas rozó su cabello.

En el camino a la casa en la que vivía con su padre quise recordarle los dulces momentos que habían deleitado nuestro primer encuentro, pero ella no parecía oírme y volvía una y otra vez sobre la dureza del cuidado de un anciano que había olvidado el significado de la palabra amabilidad. Aún así no permití que me invadiese el desaliento y me dispuse a esperar que el momento me fuera propicio.

Encontré un Don Agapito consumido por los años al que el velo de la edad le había nublado el entendimiento. Yacía en una pequeña alcoba en la que apenas entraba la luz. Como un anticipo de la muerte, las pesadas cortinas de terciopelo estaban cerradas y sólo una vela junto al lecho permitía distinguir vagamente su rostro. Allí pasaba las horas Camila, sentada en una silla a los pies de la cama devanando madejas de lana y, sin atreverse a confesárselo, esperando la llegada de la Parca. Y allí también permanecí yo sin atreverme a moverme siquiera durante tres largos días y tres largas noches hasta que se produjo el triste desenlace.

En esos días, el alma del antiguo genio de las letras vagó por lejanos lugares sin dar muestras de conocer ni siquiera a su hija. Ésta, cual si no creyese en la posibilidad de una recuperación del sentido de su padre, vertía sobre mí toda la hiel que albergaba su corazón. Estaba llena de resentimiento contra su padre, al que acusaba de haberle truncado la vida. Sus palabras volvían una y otra vez a su primera juventud, cuando hubo de romper su compromiso matrimonial con un hombre que no era yo. Oyéndola, añoraba la dulzura de otro tiempo, la ternura con la que nos regalaba a Don Agapito y a mí.

Las comidas eran aún más tristes. En la mesa acostumbraba a permanecer en silencio y sólo de vez en cuando dirigía alguna reprimenda a la criada por no estar el guiso a su gusto. Yo la contemplaba sin atreverme a pronunciar una palabra intentando vislumbrar en la mujer resentida a la Camila que en otro tiempo amé.

Cuando murió el que antaño fuese un genio admirado de todos, no le acompañó a su última morada más que su hija y yo. El sacerdote leyó un frío responso a los pies de su sepultura y nos dejó solos para que le dijésemos el postrero adiós. De regreso a casa, nos sentamos en la sala mientras un denso silencio gritaba a nuestro lado. Quise preguntarle cuándo lo tendría todo dispuesto para partir conmigo. Mas no me dejó terminar. Para mi asombro, me reprochó el abandono al que la había condenado durante aquellos años en los que había consumido su juventud esperando. Intenté recordarle la promesa que nos hicimos años antes al despedirnos, hablarle de los libros de poemas que cada noviembre le enviaba y que nunca llegó a recibir. Mas ella no atendía a razones y toda la amargura que antes mostrase hacia su padre, era aquella tarde resentimiento contra mí. Sólo cuando recuperó la calma pudo contarme lo que escondía su corazón.

Después de nuestra despedida siete años antes, dejaron la casa donde parecía que habían encontrado su hogar definitivo. Su padre temía que una palabra mía indiscreta se deslizara en alguna conversación que llegase a oídos de periodistas y curiosos ansiosos por hacerse con su historia, como era mi intención cuando los visité por primera vez. Así que la arrastró de nuevo a través de una huida sin sentido. Recorrieron pueblos, ciudades y villas sin que Camila supiese si era de día o de noche, sumida como estaba en la melancolía. Desde la ventana del tren, veía pasar campos arrasados por una pertinaz sequía que parecían ser reflejo de su corazón asolado. Cuando al fin se establecieron en la ciudad, ya había enfermado de tristeza y nada de lo que la rodeaba conseguía despertar su curiosidad.  Don Agapito se asustó al verla y, temeroso al imaginar una nueva pérdida, claudicó en su obstinación. La animó a escribirme y dio su consentimiento a nuestro matrimonio, sin poner más condición que no lo abandonase y le permitiese seguir viviendo con ella. Mas, por razones que escapan a nuestro entendimiento, la carta tanto tiempo esperada por mí nunca llegó a mis manos. Tal vez se perdiera por los caminos de hierro que unían su ciudad y la mía; tal vez el destino se disfrazó de ráfaga de viento y confundió la senda que había de tomar la misiva. Nunca sabremos lo sucedido. Lo cierto es que Camila, mi amada Camila, no se apartó durante meses del balcón de su casa acechando mi llegada. A medida que pasaban las semanas sin que diese señales de vida, la esperanza se le iba muriendo. Perdido el miedo a malograr la salud de su hija, Don Agapito la azuzaba con insidiosas palabras hasta hacer anidar en su corazón la sospecha de que había sido engañada por mí. El desencanto la tornó rencorosa y su corazón se colmó más y más de amargura hasta que desaparecieron sus ilusiones y esperanzas. Se juró a sí misma borrarme de su recuerdo y lo cumplió: no volvió a pensar en mí hasta que, al enfermar su padre, se sintió sin fuerzas para ayudarle ella sola a emprender el último tramo del camino y su hermano se negó a hacer un viaje tan largo.

Cuando terminó de hablar, un inmenso dolor me atravesó el alma impidiéndome decirle nada. La imaginé sentada en el balcón aguardando mientras pasaban los días, las semanas, los meses... Con el llanto atravesado en la garganta, le conté mis años de espera y evoqué los libros de versos que cada noviembre le enviaba. Se deshizo en lágrimas por el tiempo malogrado, que intenté enjugar renovando mis antiguas promesas. Mas Camila no quiso escucharme y, levantándose, salió de la sala dejándome solo con mis ilusiones rotas.

Al día siguiente dejé para siempre aquella casa. Partí poco antes de que el sol asomase su cabeza por el horizonte sin esperar a que Camila se despertase. El día anterior nos lo habíamos dicho todo y una despedida sólo hubiese servido para poner ante nosotros el abismo que nos separaba. Aunque me produjera un dolor reconocerlo, una noche en vela me había mostrado que la mujer que un día amé ya no existía, que el uno para el otro no era sino un extraño. Aún así, al abandonar aquel lugar, llevaba sobre mis espaldas el peso de la tristeza y la decepción.

Los años han cubierto ya toda mi cabeza de nieve y mi paso se ha vuelto vacilante. Cual un infante, necesito ayuda para vestirme y sostener la pluma con la que trazo estas líneas. También mi memoria se ha vuelto frágil y de un día para otro olvido cosas que, por otra parte, ya no tienen importancia para mí. Mas cada noviembre acuden a mi memoria las palabras de Camila: "espera y confía" y no olvido de enviarle un libro de poemas recordando la promesa que un día nos hicimos.