lunes, 28 de septiembre de 2015

La joven de la ventana





A pesar de que no quiera reconocerlo ante mi marido, fui yo la que insistí en comprar la casa de la colina. Me enamoré nada más verla. Y sé, aunque ahora diga lo contrario, que a él también le encantó. Estaba situada a catorce kilómetros de la ciudad y se accedía a ella a través de un camino de tierra sin asfaltar escondido tras unos robles que impedían su vista desde la carretera. Se trataba de una casa revestida de piedra y estuco que se alzaba sobre un altozano desde donde se divisaba el valle de los cerezos. No era muy grande pero, bastaba para una familia como la nuestra, con un solo hijo de siete años. Estaba coronada la casa por una especie de torre que le otorgaba cierto aire medieval; y en lo más alto de la atalaya, una amplia habitación con dos grandes ventanales que, al asomarse a ellos, parecía como si se flotase en el cielo. El agente inmobiliario nos contó que el dueño anterior tenía la biblioteca en aquella estancia, pero a mí me pareció ideal para nuestro dormitorio. 

Toda la casa parecía un sueño. Sólo cuando nos dijeron su precio, Diego, mi marido, pareció dudar. Una casa tan fabulosa no podía costar tan poco. Algún defecto importante debía de esconder para que nos las vendiesen por menos de la mitad de lo que costaban en el mercado otras mucho peores que aquélla. Pero para mí su precio era un acicate más. Logré persuadirlo y, un mes después de la primera visita, la casa de la colina ya era nuestra. 

Como era de reciente construcción, no tuvimos que hacer otro arreglo que pintar las paredes de los dormitorios: más para cambiar los horribles colores que a causa de inexistentes desconchones. He vivido en otras casas antes y después, pero en ninguna otra puse tanta ilusión como en aquélla. En cuanto salía de la oficina, me recorría todas las tiendas de decoración y de muebles que encontraba a mi paso. Con frecuencia me acompañaba Diego o me llevaba conmigo a Edu, mi hijo, que bostezaba sin disimulo mientras yo hablaba con hábiles vendedores. Pero la mayoría de las veces me iba sola. Durante tres meses, me embriagué entre exquisitas cortinas de encaje, sofás tapizados de terciopelos, cabeceros de madera con lirios tallados; y me perdí entre delicados objetos que ni tan siquiera sabía antes de su existencia. Durante tres meses, subí a las más elevadas cimas del entusiasmo cuando las piezas del puzzle que estaba formando dejaban entrever su primoroso dibujo y caí en el más profundo desaliento cuando, al llevar a la realidad lo que mi imaginación forjaba, mi fantasía quedaba desmentida por el resultado.

Si vuelvo la vista atrás y recuerdo nuestro primer año en la casa de la colina, no puedo por menos que admitir que fue, si no la mejor, una de las mejores épocas de mi vida. No me importaba tener que madrugar cada mañana para recorrer la distancia que me separaba de la oficina, ni siquiera cuando me tocaba a mí llevar a Edu al colegio y tenía que levantarme media hora más temprano para llegar a tiempo a mi destino. Por aquel entonces, Diego viajaba muy a menudo y me dejaba durante días sola en la casa con el niño. Pero, pese a estar mi hogar apartado de la ciudad, nunca me sentí invadida por la soledad ni temí que nos pudiese ocurrir nada malo en tanto mi marido estaba ausente.

Me sentía tan dichosa en mi casa nueva que me deleitaba con cada momento que pasaba en ella. En invierno, buscábamos cobijo junto a la chimenea del salón. A Edu le encantaba que, en las frías noches, le contase historias misteriosas mientras asábamos castañas en el hogar. Al florecer los cerezos, el tiempo nos invitaba a pasar casi todo el día en el jardín regalándonos con la belleza que revestía el renacimiento de la primavera. Y los fines de semana, Diego ya con nosotros, organizábamos comidas y meriendas en la barbacoa bajo el acogedor abrigo de los robles que circundaban nuestro hogar.

Como te digo, aquel año fuimos muy felices y todo se lo debíamos a la casa de la colina. Sin embargo, cuando el pelirrojo otoño volvió, todo empezó a cambiar. No fue desgracia alguna que irrumpiera en nuestras vidas de forma repentina; más bien debería decir que el desasosiego se fue colando poco a poco por las rendijas de las paredes.

Al principio, fue una extraña cefalea la que se apoderó de mí. Me atacaba cuando llevaba un rato en la casa, después de una hora o dos de regresar del trabajo. No se trataba de un dolor continuo, ni tampoco del pulsátil latido que acompaña a las migrañas que tan a menudo sufría mi madre cuando yo era niña. Era como si alguien me golpease con un objeto contundente una y otra vez. Los dolores iban precedidos de una sensación de pánico, como si temiese el advenimiento de alguna tragedia. Un frío intenso me hacía estremecer pese a la cálida temperatura que reinaba en la casa. Otras veces, cuando me quedaba sola en mi habitación, creía oír a mis espaldas los pasos de una persona; tenía la extraña sensación de que alguien me acechaba por detrás, pero, al volverme, no veía a nadie. Mi percepción de la realidad se alteraba cual si lo viese todo a través de un cristal esmerilado hasta que, de repente, todo volvía a la normalidad. El dolor desaparecía con la misma premura con la que había surgido sin dejar rastro y, con él, se desvanecían las inquietantes sensaciones que lo acompañaban. 

Pensé que los dolores eran debidos a la tensión que estaba viviendo en el trabajo. Coincidieron los primeros con el anuncio de una reducción de personal en mi empresa; cuando todos en la oficina andábamos temerosos de que nos llamasen del departamento de personal para informarnos del despido. Reforzaban mi sospecha los resultados negativos de las pruebas médicas a las que me sometí. Con cada uno de los exámenes que me hicieron se iba descartando una causa física. Pero, cuando la tensión en el trabajo se redujo y me confirmaron en mi puesto, los síntomas no sólo no desaparecieron sino que se hicieron más y más persistentes.

Tardé mucho tiempo en percatarme de que el dolor no se hacía dueño de mí más que cuando me encontraba sola en la casa. Bastaba con que traspasase el umbral de la puerta y saliera al jardín, para que se despejara mi cabeza y desapareciera la desazón que me atormentaba. Temía la llegada del atardecer, que era cuando con mayor frecuencia me atacaban mis fantasmas, pero pensaba que la causa de mis males era el cansancio o la llegada del frío o la persistente lluvia que durante semanas nos asedió aquel otoño o las comidas rápidas que hacía al mediodía. Pero ni la llegada del buen tiempo ni las escapadas a la casa de mi madre, que me esperaba a la hora de comer con mis platos favoritos, hicieron desaparecer los dolores y el pánico que fue haciéndose dueño de mi persona.

Pasamos las fiestas de Navidad con los padres de Diego, que vivían en una pequeña localidad costera. Durante diez días, me abandonó el malestar y me olvidé de lo que mi marido llamaba aprensiones. Creí que había dejado atrás mis problemas de salud, si es que se pueden llamar de ese modo; pero a mí regreso a la casa de la colina, me estaban esperando para acecharme con mayor intensidad.

A los pocos días de nuestra llegada, empecé a sentir una presencia extraña en la casa. A veces no era más que un leve toque en la mejilla, como la suave caricia de una pluma, o cosquillas en el dorso de la mano que me hacían estremecer. Otras veces creía oír un sollozo, como si alguien quisiera reprimir el llanto. Tan breve que yo misma dudaba si no había sido todo una broma de mi imaginación. Ocurría esto, como te he dicho, en los momentos en que me encontraba sola en la casa: cuando Diego jugaba en el jardín con el niño o los domingos cuando se lo llevaba al estadio a presenciar algún partido de fútbol. En ocasiones, creía oír un susurro a mis espaldas y me volvía lentamente esperando encontrar a Edu detrás de mí con su sonrisa picarona ufano de haberme asustado: ya sabes cómo le gustan a los niños despertar el miedo de los demás. Pero, en la casa no había nadie: sólo estaba yo con mis temores. Más y más asustada, no me atrevía a contárselo a Diego no fuera a creer que me estaba volviendo loca, como yo misma empezaba a sospechar. ¿Qué si no podía ser que sintiera la presencia de alguien a mi lado cuando la casa estaba vacía? Nunca he creído en fantasmas ni en aparecidos pero entonces empecé a tener dudas acerca de su existencia. Procuraba no quedarme sola mucho tiempo y, cuando no tenía alternativa, intentaba distraerme con alguna novela mientras encendía el televisor con el volumen al máximo. Entonces, sentía que un extraño se sentaba junto a mí y toda la habitación se teñía de angustia.

Cuando comenzaron los ataques de pánico, Diego me llevó a la consulta de un psiquiatra. Y digo que me llevó porque ya hacía tiempo que yo sospechaba que mis males no los causaba mi estado mental y creía inútil cualquier prueba a la que me pudieran someter. He de decir que nunca le conté al doctor que me vio todo lo que estaba viviendo. ¿Cómo hacerlo sin que me creyera loca?, ¿cómo contarle que, cuando entraba en mi dormitorio me encontraba con una joven sentada en el alféizar de la ventana ocultando el rostro entre sus manos?, ¿que la primera vez que la vi la tomé por una intrusa pero al acercarme a ella la imagen se desvaneció cual si fuese humo? El psiquiatra me recetó unos antidepresivos que no probé y me recomendó un psicólogo conductista al que nunca llamé. Diego, preocupado, insistía una y otra vez en que me sometiese a los tratamientos indicados. Huyendo de su testaruda persistencia, guardé silencio sobre las visiones cada más y más frecuentes, soportando sin quejarme los terribles dolores de cabeza.

Me es imposible describir la angustia que sentía. Procuraba pasar el mayor tiempo posible fuera de la casa, pero una extraña fascinación apenas me permitía estar alejada del lugar de mis tormentos. Cuando traspasaba el umbral, sentía una gran desazón que no desaparecía hasta que no me encontraba de nuevo en la casa. Me volví negligente en el trabajo, esperando con impaciencia el momento del regreso; mis pensamientos volaban distraídos cuando le contaba cuentos a Edu antes de dormir y él me miraba asustado sin saber lo que sucedía. Buscaba pretextos para quedarme sola, enviando a Diego con el niño a mil inútiles recados. Vivía escindida entre el terror por ser asaltada por lo desconocido y el deseo de encontrarme con la joven de la ventana. La veía con su melena cobriza, sus vaqueros desgastados o un vestido vaporoso, sentada muy recta, tensa diría yo, con la mirada asustada mientras contemplaba la puerta del dormitorio como si temiese la entrada de alguien que le fuese a hacer daño. Alguna vez creí que me veía e intenté hablar con ella, pero pasaba junto a mí sin advertir mi presencia. Y si era yo la que me acercaba, desaparecía en el aire sin dejar rastro de su existencia.  

Cada vez más fascinada, esperaba con impaciencia el momento del encuentro. Leí, mejor diría devoré, cuanto cayó en mis manos sobre apariciones del más allá, me registré en los foros de Internet más extraños y me puse en contacto con médiums y videntes de todo el país. Un día que Diego tuvo que partir de viaje organicé una sesión de espiritismo. Llevé a Edu a casa de mi hermana por miedo a que algo no saliera bien y le pudiera causar algún daño. Pero poco mal podía salir de aquella velada pues los expertos en ciencias ocultas que se dieron cita en mi dormitorio estuvieron de acuerdo en que no había ninguna presencia de otros mundos en la casa. Pasaron toda la noche invocando a los espíritus mientras yo me sentía ridícula por los estrambóticos ritos que tenían lugar en mi dormitorio. No podía evitar mirar de soslayo de vez en cuando a la puerta temiendo la llegada repentina de Diego. ¿Qué podía decirle si encontraba la casa llena de gente tan extraña, el suelo de nuestro dormitorio cubierto de cirios y toda la estancia impregnada de la fragancia que desprendían los incensarios desperdigados entre los muebles? Pero mi marido, como cabía esperar, no apareció. Y la joven de la ventana tampoco. Sentados en el suelo, nos tomamos de las manos e invocamos su presencia. Pero no había ni rastro de ningún alma del mundo de ultratumba. A las tres de la mañana desistieron sin hacer caso de mi insistencia para que lo intentasen una vez más. Se despidieron de mí con fría cortesía y en más de uno sorprendí una mirada de desconfianza.

Entonces, ¿si no era un ser del otro mundo, quién era la joven de la ventana?, ¿después de todo, estaba siendo víctima de alucinaciones? Sabía que no era así, aunque no pudiese demostrarlo.

La joven se hacía presente cada vez con más frecuencia. Su tristeza se iba acrecentando a medida que pasaban los días. La veía llorando sin consuelo junto a la ventana de mi dormitorio; otras veces estaba absorta, con la mirada perdida, hasta que de pronto volvía sus ojos aterrorizados hacia la puerta sin verme. En alguna ocasión sentí una inmensa compasión por ella, pena por no poder ayudarla, por no saber lo que tanto la afligía, pero casi siempre era el terror el sentimiento que me dominaba. El temor que expresaba su mirada se fue adueñando de mi espíritu. Temía los pocos momentos en los que me encontraba sola en la casa. Dejé de entrar en mi maravilloso dormitorio salvo cuando estaba Diego conmigo. Los días que mi marido salía de viaje me iba con el niño a casa de mi madre. Me volví temerosa como nunca antes lo había sido. Un ruido, una ráfaga de aire lograban sobresaltarme y dejarme temblorosa.

La primera vez que le hable a Diego de la joven de la ventana rompió a llorar. Intentó persuadirme de que volviera a ver al psiquiatra convencido de que sufría alguna grave enfermedad mental. Gritó, lloró, me amenazó... ¿Cómo iba a creer que lo que yo veía no era fruto de un trastorno si no se manifestaba más que cuando estaba sola en la casa? Ni ante Edu, afortunadamente, ni ante mi marido había hecho acto de presencia aquel ser sufriente. Intenté en vano explicarle que todos los síntomas que me aquejaban desaparecían tan pronto me alejaba de la casa. Durante meses entablamos una férrea lucha: él combatía para que acudiera a la consulta de un especialista y yo trataba de convencerlo de que abandonásemos la casa de mis tormentos. Fui yo la que gané la contienda y casi tres años después de la primera vez que cruzamos su umbral, cerramos la puerta y nos fuimos de la casa de la colina para no volver más.

Hace cinco años que recuperé mi vida. Ningún fantasma me ha asediado desde entonces  ni he vuelto a sentir los terribles dolores de cabeza que me partían el alma. Ya no tengo miedo de las sombras ni de las ventanas que recortan la belleza tornadiza del cielo. Mi hijo Edu tiene una madre alegre y cariñosa que no huye asustada de los fantasmas y Diego, una esposa cuerda y serena que lo colma de dicha. Así ha sido durante cinco años y así es mi vida hoy; aunque debería decir mejor que así ha sido hasta hace una semana.

Llegué del trabajo pasado el mediodía a la casa en la que vivo ahora con mi familia, a una hora más temprana que de costumbre. En la cocina me serví una copa de vino y, mientras preparaba un plato especial para Diego y para mí, encendí el televisor para ver las noticias de las dos. Como viene siendo habitual en los últimos tiempos, el informativo abrió con la noticia de un caso de violencia doméstica. El presentador estuvo hablando de una joven pareja que unos años atrás se había trasladado a una bella casa situada a las afueras de la ciudad. Ella se llamaba Gabriela y pasaba el tiempo pintando cuadros naïf donde mariposas de colores revoloteaban entre las margaritas mientras el sol tomaba su pincel para esbozar el arco iris; cuadros de vistosos colores que, con el tiempo, se fueron tiñendo de gris y violeta.

Te imagino Gabriela como las jóvenes alegres que pasan bajo mi balcón camino de la universidad. Lo dejaste todo: padres, hermanos, estudios, amigas de la niñez y de la primera juventud. Lo dejaste todo para seguir a un chico que te conquistó con una guitarra eléctrica que llevaba de un sitio a otro colgada al hombro. Él escribía versos que rimaban con tu nombre, Gabriela, y les ponía música que te arrancaban lágrimas de emoción. Te llevó con él por medio mundo. Pero el miedo a que alguien le arrebatara tan delicada flor lo volvió irascible. No te dejaba salir de casa si no ibas acompañada por él. Era él el que debía dar el visto bueno a la ropa que te ponías, a los libros que leías, a la música que escuchabas... Un día te sorprendió con una casa de ensueño: la casa de la colina. Nos la compró sin enseñártela, Gabriela, y, sin decirte nada, creó para ti un estudio de pintura en el que fuera nuestro dormitorio de la torre. Te colmó de ternura, de soledad y de terror. No te dejaba traspasar los confines del jardín. Golpes y gritos te esperaban por infringir su mandato. Tú, Gabriela, te ibas marchitando más y más. Veías cómo se alejaba tu alegría, tu juventud, mientras contemplabas el valle de los cerezos sentada en el alféizar de la ventana. Nada te hacía sospechar que cinco años antes, cuando ni siquiera conocías a tu torturador, yo ya te había visto cómo intentabas apagar tu dolor en la ventana de tu estudio, en la ventana de mi dormitorio: aterrorizada por no saber quién eras, qué querías, entristecida por no saber cómo aliviar tu tristeza.  

Ahora te recuperas en un hospital de tus hondas heridas físicas: las del alma tal vez tarden más en sanar. Mientras aquel que te juró amarte hasta la muerte yace en una sepultura después de quitarse la vida por creer que había acabado con la tuya.








lunes, 21 de septiembre de 2015

Ocho picas rojas






Desde niña no había vuelto a ver una máquina tragaperras como aquélla. A María le trajo el recuerdo de su abuelo, cuando éste le pedía que lo acompañase a la tasca que había al otro lado de la calle de su casa para comprar un paquete de tabaco. En un rincón del local se encontraba la máquina: reclamo de adolescentes tempranos y tardíos que buscaban un golpe de suerte. A ella le llamaban la atención las luces de colores: rojas, amarillas, azules, verdes; el sonido de la campanilla que anunciaba un premio y el clong, clong del máximo galardón. Casi siempre la contemplaba desde lejos, unos minutos apenas, en tanto su abuelo compraba el ansiado paquete. Pero a veces la visitaba la Fortuna y podía escabullirse para acercarse a la máquina. Ocurría esto cuando el abuelo se encontraba con alguno de sus amigotes y se entretenía con la charla mientras se tomaba una o dos cervezas. Entonces ella daba unos cuantos pasos, muy lentamente, y, poco a poco, se iba aproximando a aquel armatoste. Poniéndose de puntillas, se agarraba al borde de la máquina y no se perdía ni una jugada. Con los ojos muy abiertos, miraba las luces de colores y su corazón saltaba con el tintineo de la campanilla. Sufría con cada pérdida; se entusiasmaba con cada ganancia. Su abuelo tenía que llamarla con insistencia para apartarla de allí, pues el tiempo parecía detenerse junto a la fabulosa máquina.

Ahora los videojuegos y las video consolas habían retirado de la circulación aquellas máquinas recreativas. Por ello atrajo tanto su atención la que vio en un bar años después.

María hacía muchos meses que había perdido su empleo de dependienta en una zapatería. Desde entonces, su vida giraba en torno a una rutina a la que no le veía ningún sentido. Cada mañana llevaba a sus hijos a la escuela y, después, se perdía entre las calles del barrio antes de volver a su casa. Se le caía el alma a los pies, le decía a sus vecinas, al entrar por la puerta y encontrarse con el mismo desorden que había dejado unas horas antes. Con sólo treinta y dos años era muy joven para encerrarse entre cuatro paredes con el único objeto de luchar con el polvo y la suciedad. Desde que cerró la zapatería, Antonio, su marido, apenas la ayudaba en casa pues pensaba que tenía tiempo más que suficiente durante el día para arreglarse ella sola. Pero a María le costaba más y más enfrentarse a las tareas domésticas y le causaban una inmensa tristeza los pensamientos que le venían una y otra vez sobre su juventud desperdiciada. Así que se perdía por el laberinto de calles que circundaban la escuela de sus hijos intentando acallar el sentimiento de inutilidad que, con tanta insistencia, la perseguía.  

Aquel día, oyó el sonido de la campanilla que tanto la seducía de niña mientras deambulaba sin rumbo fijo. Clong, clong: se anunciaba el máximo galardón. El sonido procedía de un bar del que salía un intenso olor a aceite refrito. Vaciló unos instantes antes de entrar. Después de todo, pensó, nadie la esperaba en casa. El local estaba medio en penumbra. Un hombre limpiaba unos vasos en la barra, mientras un chico de dieciséis o diecisiete años pasaba la escoba entre las mesas y una mujer salía de lo que debía de ser la cocina con unas fuentes de ensaladilla rusa que iba dejando en el expositor. En la pared adyacente a la puerta se hallaba la máquina recreativa: más pequeña de la que se guardaba en la memoria pero tan imponente como la de su infancia. Un hombre remoloneaba junto a ella en tanto se guardaba en el bolsillo trasero del pantalón unas monedas.

—¿Todavía funciona? —le preguntó María.

—¡Oh! Sí. Perfectamente, si no te importa perder un montón de euros para ganar un puñado de chatarra.

 —¿Por cuánto se juega?

—Por un euro ya puedes jugar una partida. Es la apuesta mínima que acepta este trasto —le respondió el hombre tras tirar al suelo la colilla del cigarrillo que bailaba en la comisura de sus labios. Luego, inclinó hacia un lado la cabeza a modo de saludo y salió a la calle.

A María le pareció que hacer realidad un sueño de la infancia le traería un poco de alegría a su tediosa vida. Rebuscó en el monedero pero no encontró ninguna moneda de un euro. Ya iba a salir del bar, cuando se lo pensó mejor. ¿Por qué no había de darse un capricho? Le pidió al hombre de la barra que le cambiase un billete de cinco euros y con las monedas en la mano, se dirigió a la máquina. Una gran emoción la invadió cuando, tras introducir una de ellas en la ranura, oyó el timbre que indicaba el inicio de la jugada. El joven adolescente que momentos antes barría el local dejó la escoba para orillarse junto a ella y le estuvo explicando las sencillas reglas del juego. En la parte frontal de la máquina había tres filas en las que iban apareciendo ocho figuras distintas entre las que destacaban los símbolos de los palos de la baraja francesa pero con los colores invertidos: los corazones y los diamantes aparecían en negro mientras que los tréboles y las picas lo hacían en rojo. Y eran estos cuatro símbolos los que tenían premio: diez euros, una fila del mismo palo; cinco, dos filas; diez, tres filas; y el máximo galardón, veinte euros por tres filas de picas.

Una campanilla le anunció su primer premio: ocho picas rojas. La emoción la hizo saltar de alegría. ¡No podía ser! Al primer intento, había obtenido un premio de cinco euros. Guardó un euro para no gastar más de lo que había traído y lo volvió a intentar: esta vez, dobló la apuesta. Las luces de colores y las campanillas parecían heraldos de la Fortuna. Otra fila más del mismo palo y otra más. El chico que estaba con ella mostraba el mismo entusiasmo que ella y el hombre de la barra, que debía de ser el del dueño del bar, tal vez viendo en ella una posible cliente, la invitó a un café. A la quinta jugada, perdió los tres euros que acababa de apostar, por lo que pensó que sería mejor retirarse para no tentar a la suerte.

De camino a casa, con el contento por las ganancias, entró en una pastelería y compró una bandeja de éclair de crema, los dulces que tanto le gustaban a la pequeña Julieta. Un sentimiento de optimismo la acompañó todo el día. Abrió las pesadas cortinas del salón para que la luz de abril se llevarse la pesadumbre que desde hacía meses invadía la casa. ¡Con qué poco podemos ser felices!, pensó. Apenas unas monedas y un grato recuerdo del pasado bastaban para que la tristeza se esfumase. Arregló la casa y preparó con esmero un guiso de carne para contentar a sus dos Antonios: su esposo y su hijo. Sabía que últimamente no había sido muy amable con su marido. La desazón por no encontrar un empleo la volvía impaciente y pronta al enfado. Pero lo compensaría en cuanto regresara de su trabajo. Aquella mañana ni siquiera le pareció tan tediosa la búsqueda por internet de un trabajo acorde a su experiencia.

Así que, tras muchos meses de malhumor, su marido y sus hijos se encontraron esa tarde con una María alegre y complaciente.

No volvió a probar suerte hasta semanas después. La noche anterior había reñido con Antonio porque había ido a casa de un amigo a ver un partido de fútbol y se había olvidado de llevar consigo las llaves de casa pese a saber que no regresaría hasta bien entrada la noche. Despertó a los niños con estruendosos golpes en la puerta y con su vozarrón ronco de la ebriedad. No hubo manera de hacerlo callar y los dos esposos acabaron enzarzados en una pelea que se alargó hasta poco antes del amanecer. Así que, al día siguiente, agotada por la frustración, María volvió al bar en busca de unos momentos de evasión de la realidad.

El dueño la reconoció nada más verla entrar en su local. Le preguntó si quería un café, que María se apresuró a pagar para que no la tomaran por una mujer que se aprovechaba de la generosidad de los demás. Después, como la vez anterior, se dirigió a la máquina recreativa seguida del muchacho, que aquel día estaba limpiando las mesas. No tuvo mucha suerte en el juego. Permaneció junto a la máquina hasta el mediodía llamando a la Fortuna, que se hizo esperar. Perdió una y otra vez los euros que iba apostando. Sólo al final de la mañana los pudo recuperar y aún ganó uno o dos euros más antes de dar por finalizado el juego. Salió del bar con menos alegría que la primera vez que franqueó su puerta y con la vaga sensación de que aquel juego entrañaba más peligros que la simple evocación del pasado para huir del presente.

Pero unos días más tardes tomó de nuevo el camino hacia el bar. Dejó a los niños en la escuela y entró en un Ahorra Más a comprar una docena de huevos y el pan para la comida. Pagó con un billete de diez euros y, cuando le devolvieron el cambio, se quedó mirándolo con aire ausente. No fue consciente de su decisión hasta que no se vio ante la máquina recreativa con una taza de café con leche en una mano y las monedas en la otra. Aquel día había un grupo de hombres sentados en una mesa. Cuando la vieron iniciar el juego con el muchacho pisándole los talones, ellos también la rodearon para ver como cautivaba a la suerte. Cada jugada ganada era recibida con ruidosas carcajadas y las pérdidas con no menos ruidosos silbidos. La alegría reinante le hizo olvidar el paso del tiempo y sólo cuando miró a su alrededor y vio el bar medio lleno de comensales que habían llegado para hacer su almuerzo, se percató de que debía salir corriendo si no quería que su marido y los niños se presentaran en casa antes que ella.

Después de aquel día, casi todas las mañanas acudía a su cita con la máquina recreativa tras dejar a los niños en la escuela. Unas veces, para sacudirse de la frustración de la vida diaria. Como aquella vez que Julieta vomitó sobre la alfombra del salón recién estrenada. La pequeña de cinco años se había empeñado en comer una croqueta tras otra sin hacer caso de las advertencias de María y el revuelto de besamel, atún y rebozado acabó entre las flores azules y malvas de la alfombra comprada unos días antes para el hueco que había junto al sofá. Hubo de pasar dos horas frotando con una bayeta impregnada de detergente y amoniaco hasta que la mancha se confundió con el dibujo del tapiz mientras aspiraba el fuerte olor del preparado de limpieza, que le causó un fuerte dolor de cabeza. O cuando su hijo de diez años se peleó con el más robusto de la clase y tuvo que ir a recogerlo al colegio para llevarlo al centro de salud a que le curasen la brecha que le hicieron en la cabeza. O cuando...

Pero también se presentaba ante la recreativa cuando quería celebrar pequeñas alegrías. Así lo hizo al día siguiente de su aniversario de bodas. Antonio la sorprendió con una cena en un restaurante que semanas antes habían inaugurado no muy lejos de donde vivían. Antonio había contado con la complicidad de la hermana de María, que recogió a los niños y se los llevó a su casa hasta el día siguiente. Esa noche, olvidaron los problemas que acechaban sus vidas, como las dificultades para que María encontrase un empleo o las que tenían para pagar la hipoteca del piso. Como si de una cita amorosa se tratase, no hablaron sino de ellos mismos y, después, ya en casa se amaron hasta bien entrada la noche con una pasión que hacía tiempo que parecía haberlos abandonado.

Al principio, después de sus visitas a la máquina recreativa, se sentía invadida por un sentimiento de euforia. Las ganancias nunca fueron tan suculentas como las del primer día, pero bastaba con ver una sola vez las ocho picas rojas para recuperar el optimismo, que permanecía junto a ella hasta la llegada de la noche. Incluso las pérdidas eran para María un acicate para volverlo a intentar. Cuando llegaban los niños del colegio, se encontraban con una madre contenta que se sentaba con ellos en la mesa de la cocina para ayudar al pequeño Antonio a hacer las tareas escolares mientras le probaba artísticos peinados a Julieta, niña presumida desde que nació. Mas, con el tiempo, el trébol, el diamante, la pica y el corazón se fueron apoderando de sus pensamientos hasta el punto que, en muchas ocasiones, tenían que llamarla una y otra vez para que volviera a la realidad.

A menudo, se sorprendía a sí misma recordando las combinaciones de símbolos y colores mientras preparaba la comida. Su falta de atención fue la causa de que se le quemase el guiso en más de una ocasión: afortunadamente su torpeza nunca llegó a males mayores. Aún asustada, lograba arreglar el destrozo antes de que hiciesen acto de presencia su marido con los niños.

Con el tiempo, empezó a acudir al bar también por las tardes, después de que Antonio regresara al trabajo y ella dejase de nuevo a los niños en la escuela. Tenía entonces ante sí dos horas, suficiente para embarcarse en tres o cuatro partidas hasta el momento en que debía recoger a los pequeños a la salida de su última clase. Un sentimiento cercano a la ansiedad se iba apoderando de ella a medida que se aproximaba al bar. La boca se le secaba, un sudor frío le humedecía la nuca y las manos le temblaban ligeramente. Pero el malestar desaparecía con el solo sonido de la campanilla.

Perdió la prudencia que al principio no le permitía gastar más allá de un puñado de monedas. Y con la prudencia, perdió la sensación de peligro. Empezó a arriesgar cantidades más y más elevadas. Un día vació su monedero y, sin fijarse en su valor, fue sacando de su cartera un billete tras otro para cambiarlos en monedas de un euro. Cuando se dio cuenta de que había gastado todo el dinero que tenía para la semana, se asustó. Extrajo una cantidad similar de un cajero automático y se prometió a sí misma que no pisaría más el peligroso bar. Pero, al día siguiente volvió. Tal vez la Fortuna la estuviera esperando a la vuelta de la esquina para devolverle lo que antes le quitara.

A María la abandonó la alegría cuando el juego se hizo dueño de su vida. Tuvo que pasar mucho tiempo para que se diese cuenta de que sus hijos temían su presencia. Sus gritos se oían desde el otro lado del descansillo de la planta donde se encontraba su piso. Los niños, asustados, bajaban la cabeza y no se atrevían a pronunciar una palabra que soliviantara el genio de su madre. Julieta temblaba cuando oía su voz y, paralizada de espanto, era incapaz de hacer o decir nada. La torpeza de María para llevar a cabo las tareas más sencillas, la tornaron descuidada. Cuando al mediodía llegaba Antonio con sus hijos, se encontraban con la comida sin hacer, la casa revuelta y, en más de una ocasión, el único rastro que quedaba de ella eran sus zapatos campando por la habitación.

Lo peor eran los fines de semana. No podía ir al bar a jugar sus partida y la devoraba la inquietud. Su atención volaba si tenía que concentrarse en alguna cosa, mientras sus pensamientos se volvían supersticiosos: "Si jugara hoy, estoy segura de que sería mi día de suerte", se decía a sí misma. Así que inventaba mil excusas para salir de casa. Un litro de leche que le hacía falta para la cena, la llamada de una amiga... Y lograba escabullirse media hora, el tiempo de apenas una jugada que calmase la ansiedad. En alguna ocasión se llevó a Julieta diciendo que había organizado un plan sólo para chicas y sobornaba a la niña con helados de fresa para que no contara lo que habían estado haciendo. Pero, con el tiempo, le costaba más y más zafarse de la vigilancia de Antonio que fue perdiendo la confianza en su esposa. Y cuando no encontraba la manera de salir de casa, una fuerte migraña la torturaba hasta hacerla enloquecer. Latidos persistentes le golpeaban la sien, mientras se sentía martirizada por unas tenazas que le presionaban con inquina a los lados de la cabeza.

Pero ella no se daba cuenta de cómo se iba desmoronando su vida. Las cada vez más frecuentes discusiones con su marido eran, según decía, por culpa de Antonio, que le exigía ser perfecta sin darle nada a cambio; con los gritos a los niños sólo quería arrancar las malas influencias de la escuela, que los había vuelto indómitos; si se le quemaba la comida era porque la cocina vitrocerámica no funcionaba bien; y las mentiras no eran sino un modo de preservar la paz familiar. Así se justificó ante sí misma cuando le dijo a su marido que la habían robado en la calle ocultando que se había jugado el dinero que tenían para pagar la luz.

Hasta que, un día, estalló la crisis.

El pequeño Antonio formaba parte del equipo de balonmano del colegio. En junio, unos días antes de finalizar el curso, se organizó un campeonato entre varios colegios. El niño estuvo varias noches sin dormir debido a la emoción que le causaba haber sido elegido para jugar como titular. El partido iba a jugarse un miércoles al mediodía en un colegio situado al otro lado de la ciudad. El marido de María, orgulloso de su hijo, pidió permiso en la gasolinera en la que trabajaba para poder presenciar el partido. Y ella se comprometió en recoger del colegio a Julieta a la una para llevarla a casa a comer. Mas la buena Fortuna hizo que se olvidase de todo lo que no fueran picas, corazones, diamantes y tréboles.

La mañana comenzó con un mal augurio: los tres primeros euros los perdió en tres jugadas. Pero, de pronto, la Fortuna la regaló con una racha de buena suerte: una fila de ocho picas rojas, que le hicieron recordar la primera vez que degustó el sabor de la victoria. Después, una y otra y otra fila del mismo palo. El tiempo se detuvo de nuevo; dejó de ver y oír lo que sucedía a su alrededor. Acostumbrados a verla cada día absorta en su juego, ya nadie se acercaba a corear sus ganancias y a silbar sus pérdidas; por eso nadie la avisó de que su teléfono móvil no dejaba de sonar. Y nadie le dijo tampoco que hacía tiempo que había pasado la hora de cierre del colegio. Frenética, sólo atendía al tintineo de las campanillas que le anunciaban una victoria más.

Hasta que un cliente se percató de la quincuagésima llamada al móvil. Cuando el joven la llamó, María se sobresaltó como quien despierta del más profundo sueño. Le costó dar con el móvil que tenía guardado en lo más profundo del bolso, pues aún la dominaba el aturdimiento. Sólo cuando vio las llamadas perdidas de la escuela y las de su marido, se acordó de Julieta. Con la angustia atenazándole la garganta, echó un vistazo al reloj antes de responder la llamada de Antonio: eran las cinco y media. Hacía más de cuatro horas que tenía que haber recogido a la niña. El corazón enloquecido le martilleaba el pecho. Apenas fue capaz de pulsar el icono que le ponía en contacto con su marido y, cuando logró hablar con él, no pudo entender las palabras que, entre gritos y llantos, le dirigía.

En la escuela, le gritaba Antonio, la estuvieron esperando durante horas después de que cerraran las puertas del centro educativo. La maestra que se quedó con Julieta la entretuvo con cuentos y canciones para que no se diese cuenta de la falta de su madre, mientras en la secretaría intentaban, en vano, ponerse en contacto con ella. Pero María no respondía a las llamadas. Ante la imposibilidad de localizarla, probaron con el teléfono de Antonio, que acudió sin demora al colegio. Él también había intentado hablar con su esposa. Había llamado a su madre, a la de María, a las amigas... sin que ninguna le supiera decir cuál era su paradero. Desesperado, preguntó en el centro de salud y en el hospital central, sin poder dar con ella. Y, mientras tanto, llamaba una y otra vez al teléfono de María, que perdida entre las picas rojas, no oía la sintonía del móvil.

Aquella noche, María lo contó todo. El miedo a caer en el abismo se había despertado al darse cuenta de que su vida estaba prisionera de ocho picas rojas. Habló de la fascinación que le causaba una máquina recreativa cuando, de niña, acompañaba a su abuelo a comprar tabaco a una tasca; de lo inútil que se había sentido tras perder el trabajo; del hastío que presidía su vida; de la emoción que sentía en los momentos en los que dejaba atrás sus problemas para hacer algo que le gustaba, para ser ella misma, no sólo la esposa de Antonio, la madre de dos niños. Pero también habló de la manera en la que el juego iba devorando su vida hasta convertirla en nada; le habló de las mentiras que inventaba para engañarle, las que inventaba para engañarse a sí misma. Le habló hasta que se quedó sin palabras y se vació de sí misma. Le habló hasta que se deshizo en lágrimas y sintió como la amparaban los brazos de su marido, que también lloró con ella, como si no creyese que aquello le estaba ocurriendo a su familia.

Al día siguiente, Antonio la acompañó al centro de salud para que el médico de familia los orientase sobre los pasos que debían seguir para salir de aquel abismo. La senda trazada fue sinuosa y escarpada. Abrir el corazón ante extraños violentaba el elevado sentido del pudor de María. A lo largo de meses y meses, hubo avances que la colmaron de dicha y retrocesos que la cubrieron primero de vergüenza y de desesperación, después. Pasó por un tratamiento tras otro; conoció a médicos, psicólogos, jugadores empedernidos y ex jugadores temerosos de una nueva recaída; profesionales de célebre prestigio y charlatanes que jugaban con las esperanzas de sus pacientes. Y transcurrió mucho tiempo antes de que pudiera decir que estaba en camino de dejar atrás la pesadilla del juego.

Era una mañana de abril. El sol había hecho su aparición después de muchas semanas en las que el viento y la lluvia se habían enseñoreado de la Tierra. La gente había abandonado el abrigo de las casas para pasearse por las aceras de la ciudad. Los niños correteaban por el parque sin que pareciese importarles ensuciarse con el lodo de los charcos; los ancianos volvieron a sentarse en los bancos y en las puertas de los comercios se arremolinaban hombres y mujeres comentando los precios de los artículos que en ellos vendían. María se dejó llevar por el alborozo de la mañana. Conociendo lo coquetuela que era Julieta, le propuso un día de compras. A sus diez años, la niña ya gustaba despertar la admiración con sus vestidos. En la calle, les salieron al encuentro el aroma de la tierra mojada y la fragancia de los lirios. Anduvieron por las calles perezosas antes de decidirse a entrar en una tienda. Se probaron pantalones, faldas y blusas de vistosos colores. María levantaba una ceja cuando Julieta elegía alguna prenda que la hacía parecer mayor y la niña protestaba si su madre le mostraba ropa demasiado infantil. Salían de una tienda para entrar en otra que estaba más allá y doblaban una calle para desembocar en una avenida.

En una callejuela cercana a la escuela a la que asistía Julieta, María se detuvo. El aire le trajo el olor a aceite refrito. Desde la otra acera se oía una campanilla que anunciaba un premio. El sonido la embrujó sin dejarla atender las palabras de su hija. Como si su voluntad se escondiese agazapada en lo más profundo de su ser, sus pasos tomaron el camino hacia la puerta del bar. Entonces, una mano le tocó levemente el hombro. Volvió la vista atrás justo en el momento en que una lágrima se deslizaba por la mejilla de Julieta. Secó la gota rebelde con un beso y, tomándola de la mano, siguió su camino dejando a sus espaldas las ocho picas rojas.


lunes, 14 de septiembre de 2015

Verano en París




Al finalizar mis estudios de Filosofía y Letras, mis padres quisieron hacerme un regalo especial: un viaje a París. Sólo pusieron como condición que fuese acompañada de una persona de confianza. Yo, conociendo las ideas románticas de mi amiga Paloma, le pedí que fuese conmigo. En el alba de los veinte años, andábamos enamoradas de las canciones de Charles Aznavour y creíamos que detrás de cada esquina de la capital francesa íbamos a encontrar a un joven dispuesto a “mourir d'aimer” por nosotras. Así que, desde que a mediados de junio tuvimos el último examen hasta el día que subimos al avión rumbo a París, vivimos en un mundo de fantasía construyendo castillos en el aire mientras veíamos girar vinilos en el tocadiscos.

Llegamos al recién estrenado aeropuerto “Charles de Gaulle” a principios del mes de julio. Al pie de la escalerilla del avión nos dio la bienvenida una tarde soleada que derrochaba para nosotras sus mejores galas. Así nos pareció a Paloma y a mí, cuando en el trayecto en taxi hasta el hotel, nos encontramos ante el majestuoso Arco del Triunfo. No sé si el conductor al vernos tan jóvenes se compadeció de nosotras y quiso mostrarnos lo más típico de París o si lo que pretendía era aprovecharse de nuestra inexperiencia alargando el viaje para ganarse unos francos más, lo cierto es que dio un largo rodeo antes de dejarnos en nuestro destino. 

Había que habernos visto en aquel primer encuentro con la ciudad tantas veces soñada. Los ojos abiertos hasta hacernos casi daño mientras avanzábamos por los Campos Elíseos, dejando atrás la Torre Eiffel y el Obelisco, hasta que la Madeleine apareció ante nosotras. Paloma no hacía más que saltar en su asiento y darme golpecitos con el codo al tiempo que iba señalando todo lo que le llamaba la atención. Al llegar al hotel, estábamos tan entusiasmadas, que no reparamos en lo elevado del importe del trayecto.

Los días siguientes, decidimos recorrer la ciudad a pie para economizar nuestros mermados medios. Nos levantábamos temprano y tras deleitarnos con un suculento desayuno, que muchas veces era nuestro único alimento hasta la noche, salíamos hambrientas por conocerlo todo. Con frecuencia tenía que contener el entusiasmo de Paloma por El Mercado de las Pulgas. Habíamos descubierto un puesto en el que vendían ropa y objetos de segunda mano y a mi amiga le gustaba tanto revolver entre sus cosas, que me era muy difícil alejarla de allí. Le bastaba tropezarse con una pamela de paja o con una falda larga hasta los pies estampada con flores de colores para que ya no quisiera moverse del puestecillo. En más de una ocasión, cansada de esperarla, la dejé entre sus baratijas para irme a recorrer las calles del Barrio Latino o colarme entre los turistas que visitaban el Louvre. Volaban las mañanas mientras yo salía en busca de la belleza que escondía, que aún esconde, París. Pasado el mediodía, como si nos encontrásemos por casualidad, nos volvíamos a encontrar en la terraza de algún café, para tomarnos un tentempié o pasar de largo antes de reanudar nuestra andadura cogidas del brazo por París y acompañadas de nuestras risas e ilusiones. Al caer la tarde, con la fatiga del día sobre nuestros hombros, nos quitábamos las sandalias y, descalzas, vagábamos a la orilla del Sena mientras veíamos cómo se iba extinguiendo la luz del sol por detrás de los tejados.

Fue en una visita al Mercado de las Flores, unos días antes de nuestro regreso a España, cuando me robaron el bolso. Ya a la salida del metro nos dimos cuenta de que la estación Cité estaba más concurrida que de costumbre. Los turistas, con sus vestidos coloridos, parecían un anticipo de la paleta de animadas tonalidades que nos esperaba en el célebre mercado. Y, a pesar de la alegría que transmitían, no pudimos librarnos de algún que otro empujón. Mas, contagiadas de la luminosidad de la mañana, nos importó poco aquella aglomeración. Paseamos entre claveles y rosas; entre prímulas, peonías, pensamientos, petunias y pimpinelas. A nuestro paso por los distintos puestos, pudimos ver cómo la sencilla margarita se codeaba con el vanidoso narciso, y la flor de azahar con el mirto. Rosas, blancas, azules, malvas, fucsias... Recorríamos los puestos embriagadas con los miles de colores y con las dulces fragancias. Nos detuvimos en un puesto a admirar los bouquettes de uno de los puestos y, mientras estábamos entretenidas preguntando los precios, sentí un tirón en el hombro y, seguidamente, vi cómo salían corriendo dos muchachos, casi diría dos niños, hacia la plaza Luis Lepine. 

Pero no me di cuenta de que se habían llevado mi bolso hasta el momento en el que me dispuse a pagar un ramillete de violetas color añil que quería para prendérmelo en la cintura. A pesar de los años transcurridos, si cierro los ojos, aún puedo verlo: siete violetas unidas con un lazo malva. El pánico se apoderó de mí cuando me percaté que no tenía el bolso. En él no sólo llevaba el dinero, sino también mis documentos, incluido el pasaporte. Con nuestro francés apenas balbuciente, conseguimos hacernos entender por la vendedora de flores, que nos indicó dónde se encontraba la comisaría más cercana. No debía de ser la primera vez que ocurría un robo en el Mercado de las Flores, pues parecía que se conocía muy bien el camino hacia la policía. La gente, al oírnos, se arremolinó a nuestro alrededor, sin dejarnos apenas caminar hasta nuestro destino. Una mujer, que iba con un niño pequeño de la mano, se dio cuenta de nuestro apuro y se ofreció a acompañarnos hasta la puerta de la comisaría.

Pasamos lo que quedaba de la mañana y parte de la tarde contando lo ocurrido a un policía tras otro; hablando como podíamos con nuestras grandes lagunas del idioma galo. Con los nervios a flor de piel, apenas nos salían las palabras. Uno de los policías ya entrado en años se apiadó de nosotras y se ofreció para llamar por teléfono al consulado español para que fuera alguno de sus funcionarios a auxiliarnos. Aún hubimos de esperar unos veinte minutos antes de que acudiera alguien a nuestra llamada, minutos que nos parecieron una eternidad en medio del ruido del tecleo de las máquinas de escribir, las voces de los que allí estaban, el entrar y salir de gente de todo pelaje y condición...            

Juan, que así se llamaba el joven diplomático que vino en nuestro auxilio, no llevaba en Francia más de unos meses; y, aun así, a los pocos minutos de hacer su entrada en la comisaría, ya era dueño de la situación. Me ayudó a cumplimentar los documentos que me ponían delante los policías e hizo de intérprete para que pudiéramos completar la declaración sin tropiezos ni malentendidos. O más bien fui yo la que la completó: Paloma poco podía decir sino que al llegar al puesto de flores, yo llevaba el bolso y, en el momento de pagar mi ramillete, ya no lo tenía.

Cuando salimos, ya avanzaba la tarde. Como ya habían cerrado las oficinas consulares, Juan, que debió de percatarse de lo desfallecidas que estábamos, nos invitó a cenar cerca de la Plaza Vendome. Desde la terraza del restaurante, veíamos a la gente caminar por las aceras cargadas con bolsas y paquetes de tiendas lujosas, llenando la calle de aromas a perfumes caros; gente que se cruzaba con turistas de aspecto hippy que llevaban una guitarra colgada al hombro. Juan, intentando que, por unos instantes, olvidásemos la mala experiencia que acabábamos de vivir, nos amenizaba la cena contándonos historias curiosas sobre los edificios aledaños a la plaza y las personas que en ellas vivieron. Pero yo apenas me daba cuenta de lo que decía ni de lo que me ponían en el plato. Todavía sentía la conmoción por el robo que, unida al ambiente suntuoso del restaurante, me hacía sentir aturdida. Después de cenar, nos acompañó al hotel, y allí nos dejó no sin antes asegurarnos que volvería al día siguiente para recogernos y llevarnos al consulado.

Me cuesta recordar la vorágine de acontecimientos que siguieron hasta el despegue del avión que se llevó a Paloma de regreso a España. La tramitación del pasaporte resultó más lenta de lo que esperábamos y los días pasaban sin que me entregasen el preciado documento. A medida que transcurría el tiempo, crecía nuestra inquietud. Se acercaba el momento de nuestra partida y, sin el pasaporte, yo no podía regresar a España. Paloma tampoco podía permanecer en París más allá del día previsto porque sus padres la esperaban para emprender otro viaje. Así que aquellos últimos días los vivimos sin aliento por no saber lo que nos podía suceder. Nuestros peores temores se hicieron realidad cuando llegó el momento de partir y aún no nos habían entregado el documento que me abriría la puerta para abandonar el país. Paloma no quería dejarme sola en una ciudad extraña sin apenas dominar el idioma, pero yo no podía permitir que se quedase varada, como barco encallado, por mi culpa. Después de mucho discutir y de arrancarle a Juan la promesa de que se haría cargo de mí, logré convencerla de que subiera al avión. En el último momento, Paloma me hizo entrega del dinero que le quedaba: no hay que olvidar que todo el que tenía lo llevaba en el bolso el día que me robaron. Nos despedimos con un abrazo que más parecía un adiós definitivo que un hasta pronto. 

Y a pesar de mi insistencia en su partida, cuando la vi ascender por las escalerillas del avión, una mano helada acarició mi corazón: me había quedado sola.  

Sin la alegría de Paloma, París perdió parte de su encanto. Buena parte de la mañana se me iba en conferencias telefónicas con mis padres desde la habitación del hotel al que me trasladé por ser más económico que el que nos alojó a mi querida amiga y a mí. El nuevo hotel, que no era sino un hostal, se encontraba a las afueras de la capital francesa, muy lejos del bullicio del París más conocido. Detrás del mismo, se perdía en la lejanía un bosque que me gustaba recorrer para olvidar mi desazón por la pérdida del pasaporte. Pero el peso de la soledad llenaba mi mente de funestos vaticinios y acababa subiéndome a un autobús que me dejaba a pocas calles del centro de la ciudad. Allí, confundida entre los miles de extranjeros que en verano invaden París, acallaba las voces de la imaginación. En más de una ocasión, me dejé llevar por la marea de turistas hasta Notre Dame y subí los desgastados escalones que separan la calle del dominio de las gárgolas, que parecían estar esperándome: diablos, trasgos, arpías y grifos me miraban con el gesto adusto, mientras que la estirga burlona me sacaba la lengua.  

No hubiera podido soportar los largos días de espera hasta mi regreso a España de no haber sido por Juan. Cuando caía la tarde, al terminar su jornada laboral, me iba a recoger al hotel para llevarme a cenar a un restaurante diferente cada velada. Antes de su llegada, yo había pasado parte de la tarde ante el espejo arreglándome como si me esperase una cita importante, ilusionada por tener a alguien con quien poder hablar. Las horas junto a él corrían sin sentirlas mientras que perdía la noción de dónde me encontraba contándole cómo había transcurrido el día. Confieso que a veces caí en la tentación de inventar historias sobre los turistas que se habían cruzado en mi camino o exageraba el desasosiego que sentía por mi situación viendo la concentrada atención con la que me escuchaba, su risa franca cuando le divertía lo que le contaba y su comprensión si le hablaba de mis temores. 

Juan no solía hablar mucho. De sí mismo no me contó sino que procedía de una familia numerosa de Cádiz. En su tierra natal había dejado a su novia, con quien esperaba contraer matrimonio cuando ésta finalizase sus estudios. A veces me desconcertaba su aspecto severo. Salvo cuando conseguía arrancarle una sonrisa, su semblante permanecía casi siempre serio; mas a medida que pasaba el tiempo, su seriedad no sólo dejó de impresionarme, sino que logró trasmitirme un sentimiento de paz que, el resto del día, estaba muy lejos de sentir.

Al finalizar la cena, me llevaba a algún café-teatro, casi siempre al “Café de la Gare”, a tomar la última copa mientras nos deleitábamos con su espectáculo. Yo, que no estaba acostumbrada a moverme por ambientes tan suntuosos, me dejaba deslumbrar por los destellos de las lámparas y de las alhajas de mujeres hermosas; por el brillo de las copas de champán.

Puede que fuera la soledad que me acompañaba durante el día; la cálida acogida que me brindaba Juan durante la noche; sus manos, que volaban elegantes cual gaviotas cuando me contaba alguna cosa, que me tocaban suavemente el codo cuando íbamos a cruzar la calle; sus ojos amables, que eran capaces de ir más allá de la risa cuando sus labios apenas esbozaban una sonrisa; sus atentas palabras, que hacían desaparecer el desaliento. No podría decir qué fue. Tal vez no fue nada de esto y tal vez lo fue todo, sólo puedo decir que una noche en el que la blanca mano de Selene se colaba por la ventana de mi habitación, el sueño me abandonó mientras evocaba su beso al despedirse de mí en la puerta del hotel. Un beso casto, he de decir, en la mejilla, mas que casi rozó la comisura de mis labios. La aurora me sorprendió inventando historias que yo misma sabía que eran imposibles.

Al día siguiente, cuando me encontré con Juan, mis sentimientos recién estrenados cubrieron mi rostro de un rubor adolescente. El azoramiento me tornó tímida y las palabras morían en mi garganta antes de nacer en mis labios. Afortunadamente para mí, él no pareció darse cuenta de lo que estaba sintiendo y, como cada noche, me hizo hablar de mis andanzas parisinas mientras degustábamos la cena. Yo no sé aún cómo pude sobreponerme a la emoción y hablar con fingida naturalidad. Mis ojos espiaban los suyos buscando una chispa del mismo sentimiento que a mí me invadía, mas no veía en ellos sino la calma apacible de cada noche.

Los días siguientes, fueron un tormento para mí. Unas veces creía atisbar en su mirada el centelleo de la pasión, mas esa luz, si existía, se extinguía antes de que pudiera atraparla y la duda sobre lo entrevisto me llenaba de preguntas que no me atrevía a pronunciar. Otras veces era el roce casual de sus manos, el regalo de una rosa roja, mi nombre pronunciado con dulzura, lo que avivaba mi ilusión; pero bastaba una palabra para que despertara el recuerdo de su novia y todas mis esperanzas se desvanecieran dejándome desolada. Más de una vez me he preguntado cómo no se percató de mi amor; o tal vez sí lo hizo, pero prefirió ignorarlo para que el inoportuno afecto fuese muriendo poco a poco. Aparentemente nada cambió entre nosotros, aunque aquel sentimiento estaba haciendo crecer sus raíces en mi corazón más y más profundas.

La última noche de mi estancia en París, los dioses que custodian la ciudad se burlaron de mí y dejaron que creyera que el velo del amor había caído sobre mi amado. Juan, como de costumbre, me invitó a cenar: conociendo mi precario bolsillo, nunca me dejó pagar ni tan siquiera un bombón helado. En aquella ocasión, me sorprendió con un bistrot en un pueblecito a las afueras de París, muy diferente de los suntuosos restaurantes a los que solía llevarme. Cenamos a la luz de la luna llena, que desde el firmamento parecía guiñarnos un ojo. Nos sirvieron un vino exquisito cultivado en un monasterio no muy lejos de allí. Yo, que entonces no sabía distinguir un licor de otro, lo degusté con verdadero placer. En cada sorbo me parecía percibir el sabor de la ciruela, las moras y la frambuesa flotando en la uva. Juan se dejó llevar por la dulzura del caldo, llenando y volviendo a llenar su copa una y otra vez. Quizás por ello su lengua se mostró charlatana aquella noche. La risa alborozada y las palabras corrían a raudales con la misma alegría con la que escanciaba el vino. Durante la cena, nuestras miradas se cruzaban con tal intensidad que hacían arder mis mejillas.

Al acabar la cena, dimos un paseo por los alrededores. Caminamos por una vereda franqueada de álamos. Mientras me hablaba del amor a su trabajo, de los países a los que le habían destinado, de sus sueños y de sus ilusiones, nuestras manos se buscaban y, antes de llegar a lo alto del camino, se entrelazaron sin nosotros saberlo. El cielo se tiñó de morado, rosáceo y naranja cuando nuestros labios se juntaron en un beso. Y, como si tal beso rompiera el hechizo de la noche, Juan se apartó de mí y se adelantó a paso rápido hacia donde tenía aparcado el coche.

Al día siguiente, como si nada hubiese ocurrido, me fue a recoger al hotel para llevarme al aeropuerto. Por el camino, no me atreví a hablarle de la noche anterior y él tampoco dijo una palabra. Al igual que a mi llegada, el coche discurrió por los Campos Elíseos. Mi corazón se entristeció al dejar atrás la Madeleine, la Torre Eiffel, el Obelisco, el Arco del Triunfo... Al despedirme de París, le estaba diciendo adiós a un sueño, quién sabe si a una parte de mí, y, como la canción, me parecía mourir d'aimer.

Llegamos al aeropuerto con el tiempo justo para embarcar. Antes de partir, Juan me dio un tierno beso en los labios y me entregó una rosa blanca. Este es la última imagen que tengo de él. 

Cuando llegué a Madrid y me sumergí en la rutina del día a día, el recuerdo de París se fue desvaneciendo hasta llegar a dudar si no había sido todo un sueño. En septiembre, siguiendo los consejos de mi padre, me matriculé en una academia que preparaba las oposiciones de segunda enseñanza que me obligaba a someterme a un horario muy riguroso si quería seguir el ritmo de estudios que llevaban en la clase. Después de las vacaciones navideñas, empecé a salir con otro aspirante a profesor como yo. No sé si era porque faltaba la magia de las luces de París o porque los besos no tenían el sabor de lo inalcanzable, lo que sí sé es que, pese a cobrarle un gran cariño, mi novio, pues pronto nos prometimos, no lograba despertar la ilusión que la sola presencia de Juan hacía nacer en mí.

Durante un tiempo, me hizo temblar el sonido del timbre de la puerta. Mi loca fantasía me hacía imaginar que, tras encontrarme, me llevaba con él; mas nunca me envió ni tan siquiera una felicitación de Navidad. Y con el paso de los meses, fui olvidando sus ojos amables, su voz acariciadora, la sonrisa que llenaba de luz su mirada. 

Al año de mi viaje a la capital francesa, me casé. Mi vida se llenó de obligaciones: la casa, mi marido, mi trabajo... Dejé de tener un momento para mí y abandoné mis ensoñadoras fantasías. Atrás quedó la joven casi adolescente que se extasiaba cuando veía un ramillete de violetas color añil. Y, cuando nació mi hijo, me colmó de tanto amor que olvidé mi verano en París.

Han pasado muchos años desde entonces. Hace tiempo que vivo sola. Mi marido y yo nos separamos cuando nos dimos cuenta de que las mismas palabras tenían distinto significado para cada uno de nosotros, que el color de la mañana no nos evocaba las mismas imágenes. Mi hijo ya es un hombre y tiene su familia. Cada vez le veo con menos frecuencia. No me quejo: sé que tiene que ser así. Y es ahora, que mi cabello se ha teñido casi de blanco y me cuesta reconocer mi rostro en el espejo, cuando mi mente vuelve a París. Me despierto en medio de la noche y me parece oír una voz que susurra mi nombre mientras a lo lejos se escuchan los acordes de una canción: “Mourir d'aimer”.
    










lunes, 7 de septiembre de 2015

Voto de Silencio




Cuando murió la madre Marcela fui yo la encargada de recoger los enseres que guardaba en su celda. Era ésta una de las estancias más pequeñas del convento, pese al destacado lugar que ocupaba la madre en nuestra comunidad. Limpia con la misma pulcritud que lucía toda su persona, parecía como si nunca hubiese entrado una mota de polvo en la celda que fue su refugio en los últimos treinta años de su vida. Dios la había bendecido llamándola a su lado mientras dormía, sin que ningún sufrimiento perturbase su último viaje y después de una larga jornada atendiendo a sus deberes con el mismo afán de una joven novicia, a pesar de que hacía tiempo que había dejado atrás los ochenta años. 

Acometí mi tarea casi con veneración. La madre Marcela había sido muy querida no obstante su temperamento hosco. Sabía ofrecernos consuelo sólo con un gesto cuando nos invadía el desaliento y su ejemplo era para nosotras más fructífero que miles de acertados consejos. Pero he de confesar que también me sentía animada por la pícara curiosidad. La madre Marcela había ingresado en nuestra orden ya mayor procedente de otra congregación que, a diferencia de la nuestra, estaba consagrada a la vida activa. Muy misterioso me parecía a mí aquel cambio de hábitos, por lo que esperaba encontrar entre sus pertenencias alguna señal que me explicase las razones de tan extraño proceder. Pero en el minúsculo habitáculo no encontré más que su viejo hábito, un crucifijo, cuya tosca madera estaba desgastada a los pies de la cruz, y dos libros: la Regla de nuestra comunidad y la obra de Kempis “Imitación a Cristo”, que la madre Juliana me entregó por ser éste un libro de mucha edificación.

No volví a acordarme del librito hasta meses después, cuando tropecé con él mientras buscaba mis lentes entre el batiburrillo de papeles que en divino desorden pululaban por la mesa de mi celda. He de decir que entre mis muchas obligaciones en este bendito convento se encontraba llevar mal que bien sus cuentas, de ahí que mi celda pareciera las más de las veces despacho de atolondrado escribano que no lugar de retiro y oración de monja contemplativa. Por ello, eran pocos los días que no extraviase entre el montón de documentos algún papel de importancia transcendental para el cumplimiento de mi labor o, como aquel día, mis lentes. Así que, como iba diciendo, entre aquella mezcolanza de cosas servibles e inservibles encontré el Kempis. Lo abrí y aspiré su aroma a libro viejo. En la sobrecubierta una dedicatoria: “A Águeda, nuestra hija querida, para que no olvide nunca el amor de sus padres y de su hermano”. Me pregunté si Águeda había sido el nombre que llevó la madre Marcela en el mundo antes de profesar como religiosa o se trataba del de alguna mujer querida por ella. En todo caso, me extrañó que le hubiesen permitido conservar en el convento un recuerdo de su vida anterior. Me adentré en el librito y, mientras leía aquí y allá una frase, una palabra, del agustino alemán, se cayó de entre sus páginas unos pliegos cuidadosamente doblados que llamaron mi atención. Con una apretada caligrafía femenina, se narraba el viaje de una dama en busca de un sabio que sanase la grave dolencia de su hija, que llevaba, para mi asombro, el nombre de nuestra madre: Marcela.

Los pliegos no llevaban fecha alguna, aunque debieron de ser escritos muchos años atrás, tan amarillentos estaban. He aquí lo que decían tales pliegos de papel:

Primera Jornada.
Hemos llegado a esta aldea después de la caída del sol y nos han dado posada en la casa de una familia de campesinos que apenas tiene qué dar de comer a los pequeños arrapiezos que salen de cada uno de sus rincones. Sospecho que los han sacado de la habitación en la que suelen dormir para darnos alojamiento a Marcela y a mí, confundiéndonos con personas de elevada condición. El cansancio del camino ha maltratado mis huesos y no hay parte del cuerpo que no me duela, mas no puedo quejarme, pues a mi pequeña la consume la fiebre: ¡Quiera Dios que lleguemos a tiempo a la ciudad para que ese sabio de la ciencia ponga fin a su mal! 

Al llegar a esta bendita casa, no nos han dado más que un mendrugo de pan y un poco de agua, mas tan parco alimento ha bastado para recuperar nuestras mermadas fuerzas. Bueno, las mías, que las de Marcela precisan de algo más que pan y agua. Antes de ir a dormir, he intentado abstraerme en mis oraciones pero los acontecimientos del día acosan mi mente una y otra vez sin permitirme parar a meditar los misterios gloriosos del Santo Rosario. Como no puedo ahuyentar tanto ir y venir de mi mente, he encendido un cabo de sebo que traigo entre mis escasos bultos, dispuesta a escribir, más para aclarar mis ideas que para dejar constancia de nada de importancia y, así, dar voz a la pluma para que vaya contando lo que nos vaya aconteciendo en este viaje tan isólito para mí.

Hemos salido del pueblo antes de que el alba anunciase el nuevo día para evitar ser vistas, pero parece como si llevásemos una eternidad en esta travesía por tierras desconocidas. Muchos escudos he debido ofrecer a un arriero que partía a la ciudad antes de convencerlo de que nos lleve en su carro; y eso que el buen hombre ignoraba que marchamos de forma clandestina. Ya en el camino y para entretener el tiempo, le he preguntado de dónde es, si tiene hijos, hijas, si lleva las bestias a vender a algún mercado; mas no he obtenido del arriero sino gruñidos y alguna que otra palabra que bien pudiera ser un sí como un no. Así que he pensado que lo mejor es guardar silencio y encomendarme a nuestra madre, la Virgen María, y pedirle su protección para que nos asegure un buen fin en este viaje. 

Marcela no se ha despertado en toda la mañana. En el camino polvoriento, su sueño agitado me ha llenado de inquietud. La he mirado una y otra vez, y, al verla tan quietecita, con esos círculos cárdenos que circundan sus ojos, me ha costado reconocer en ella a la niña vivaracha y risueña que sólo unos días antes corría tras las gallinas y los polluelos del corral, en tanto yo la perseguía casi sin resuello para que no se manchase el vestido color escarlata que le hicieron las niñas huérfanas de la clase de las mayores. Han bastado unas jornadas para que la agote la fiebre y sus brazos redondeados caigan lánguidos como si de un muñeco relleno de paja se tratase.

Cuando el sol ha alcanzado, brillante, su punto más elevado, le he pedido al arriero que se detenga para descansar del camino. Sólo he traído conmigo un cantarillo de leche para Marcela y con el traqueteo del carro no me he atrevido a ofrecerle a la niña ni un sorbo no fuera a derramarse tan preciado líquido. Pero el hombre se ha negado en rotundo a parar, diciendo que no tenía tiempo que perder, que ya encontraríamos descanso al anochecer. 

A media tarde, se ha despertado Marcela. Con su lengua de niña, ha ido apuntando excitada cada árbol, cada flor, cada recodo del camino. En una ocasión, he tenido que sujetarla para que no saltase del carro detrás de una ardilla que volaba de encina en encina. A la pequeña le brillan los ojos como luciérnagas, ignoro si por el gozo de la aventura o por la calentura que aún la consume. Para mi asombro, el arriero se ha tornado parlanchín, haciendo reír a Marcela con historias sobre el burro que tiraba del carro. En medio de estos cuentos, ha llegado sigilosa la anochecida, sin nosotros sentirla con el parloteo del buen hombre y la risa alborozada de la niña, que por un momento me ha hecho creer que ya estaba curada. Hasta que, apoyando su cabeza en mi hombro, ha vuelto a quedarse dormida, con el aliento entrecortado y su mano escondida entre las mías. Y así hubiese continuado si no la hubiera yo despertado al llegar a esta aldea.

Ahora que las tinieblas de la noche se han apoderado del mundo, me asaltan las dudas. ¿No me estaré dejando llevar por el pecado de la soberbia?, ¿cómo oso yo en poner en duda la sabiduría en las cosas santas del padre José y de nuestra madre superiora? Sufro al pensar que, tal vez, esté tomando el camino errado; que sea el maligno y no Nuestro Señor el que me esté guiando. Por ello, le ruego a María que no nos retire su protección.

Segunda Jornada.
Era ya noche cerrada cuando hemos llegado a la ciudad. El arriero nos ha dejado a las puertas de la que fuera la casa de mi difunto padre. Mi hermano Bernando nos ha recibido con grandes muestras de alegría, pese a su extrañeza por vernos aparecer sin haber dado antes aviso de nuestra llegada. Nos ha regalado con una cena suculenta que me ha hecho recordar las que deleitaban a la familia cuando aún vivían mi padre y mi madre. Sólo después de agasajarnos con tal festín, me ha apremiado Bernardo para que le contase el motivo de nuestra inesperada visita sin tener ni una pizca de piedad por la fatiga de mi cuerpo y de mi espíritu.

No le ha gustado nada cuando le he contado que veníamos en busca de Felipe de Oriente, como se hace llamar el sabio que dice poseer el remedio contra el mal que aqueja a mi Marcela. Bernardo me ha recriminado por querer tener tratos con un hombre al que quiere atrapar mejor vivo que muerto el Santo Oficio

—¡Águeda! —me ha interpelado como si aún fuésemos niños —una mujer de fe como tú no puedo mezclarse con semejante pecador. Jamás nuestra familia ha tratado con gente de semejante ralea ni ha dado lugar con su proceder a que se sospeche de su fidelidad a la verdadera fe. ¿Vas a osar tú a lanzar tal desafío? 

Mas no he querido atenerme a sus razones y le he ordenado de forma imperiosa que encuentre la manera de que pueda hablar con el hechicero. 

La discusión se hubiera prolongado hasta el alba de no haber sido por mi cuñada Teresa, que ha entrado en la estancia para poner paz.

Hemos terminado en tablas: veremos quién gana la contienda.

Sexta Jornada.
Llegamos hace ya cuatro días a la ciudad y aún no hemos podido ver al nigromante que tiene en sus manos el poder de devolver la vida a la hija de mi alma. Bernardo se ha negado a ayudarnos y no se ha dejado conmover ni por mis lágrimas ni por el triste estado de Marcela. Ha dicho no estar dispuesto a poner en peligro nuestras vidas y la salvación de nuestras almas. No me he atrevido a decirle que no creo que Dios nos castigue por buscar la curación de mi pequeña, no sea que crea que he abrazado la fe de los herejes y, asustado, me denuncie. Pero yo sigo confiando en que la misericordia divina me guiará hasta el hombre que pondrá fin a mi dolor. 

Sigo sin creer que quien busca la sanación de sus hermanos obre bajo la sombra del maligno. ¿O sí? Tengo que acallar las voces que hacen tambalear mi ánimo si quiero ver corretear de nuevo a mi Marcela. En mis labios se atropellan una tras otras oraciones a María. Ella, que fue madre doliente como yo, comprenderá mi sufrimiento e intercederá por mi niña.

Octava Jornada.
Viendo la dureza de corazón de Bernardo, me he decidido a hablar con Teresa. Mi cuñada se ha asustado mucho cuando le he pedido que desafíe los deseos de su esposo, tanto miedo le tiene a mi hermano. No se parece nada a mí. Ella es mujer débil, siempre temerosa de que le sobrevenga alguna desgracia. Mas yo he sabido atraerla con mis palabras. Teresa también fue madre y sabe lo que es sufrir la pérdida de un hijo: Tuvo dos niños que Dios se llevó consigo antes de que la nodriza dejase de alimentarlos con su leche.

Esta tarde, aprovechando la siesta de Bernardo, Teresa me ha conducido por unas calles estrechas y polvorientas de la ciudad que mis pies jamás habían pisado antes. No ha querido decirme adónde me llevaba, como si temiese que oídos indiscretos se hiciesen eco de sus palabras, pero me ha rogado que confiase en ella. Los rayos del sol caían inclementes por encima de nuestras cabezas, como si quisieran aplastarnos el ánimo; mas nuestro espíritu no se ha dejado abatir. Hemos llegado hasta una casa que hubiérase pensado abandonada de no ser por el hilo de humo que salía de su chimenea. Teresa ha golpeado la puerta con la aldaba y, seguidamente, nos ha abierto un anciano. Tras hacernos pasar al zaguán, nos ha pedido que esperemos unos instantes. Sólo entonces mi cuñada me ha dicho que nos encontrábamos en la casa de una hermana de su padre, repudiada por la familia porque se decía que practicaba la brujería. Ignoro lo que he pensado en ese momento. Un escalofrío ha recorrido mi espalda y por unos minutos he querido huir de la casa. Mas me he acordado de mi Marcela, cuya vida se apaga poco a poco, y me he obligado a aguardar, no sin antes santiguarme y elevar al cielo una oración, ignoro si pidiendo clemencia o misericordia.

El anciano ha venido a buscarnos al fin y nos ha hecho pasar a una sala ricamente amueblada. Una dama ataviada con elegantes vestiduras nos ha recibido y, tras besar a Teresa con cariño, nos ha invitado a que le contásemos el motivo de nuestra visita. He tenido que hacer un gran esfuerzo para reponerme de la sorpresa que me ha causado la señora. Una imagina que una hechicera ha de ser una vieja desdentada y no la bella mujer de porte distinguido y amables maneras que nos ha recibido en su casa. 

Cuando he logrado recuperar el ánimo, le he contado mis cuitas, sin mencionar al principio la manera furtiva en la que había dejado el pueblo, no fuera a negarme su ayuda. No he podido evitar abandonarme a la emoción cuando le he hablado de lo inútiles que resultaron los remedios del médico que la había asistido en el pueblo; cómo el docto caballero había perdido la esperanza en su saber para sanar la calentura que abrasaba el cuerpecito de mi niña; cómo había acabado diciéndome que sólo un milagro traería su curación. Una vecina del pueblo que tenía un hijo en la ciudad me había hablado de Felipe de Oriente, el sabio capaz de curar las dolencias más pertinaces. Al principio, no quise escucharla: aquello sonaba a obra del diablo. Pero el temor a perder a mi Marcela hicieron que la idea de partir en su búsqueda me persiguiese más y más. Hasta que, desobedeciendo por primera vez las órdenes de mi superiora y de mi confesor, lo dejé todo por encontrar la sanación de mi niña.

La dama ha prometido ayudarme y concertar un encuentro con el sabio. Nos ha pedido a cambio que no le contemos nada a nadie y esperemos a que ella nos llame. ¡Quiera Dios que llegue a tiempo su llamada!

Décimo tercera Jornada. 
Anoche mis besos recogieron el último suspiro de mi niña. Marcela subió al cielo en medio de un delirio que le impedía conocerme y eso que no dejaba de gritar bajito mi nombre. Un ángel de sólo tres años ha desplegado sus alas para emprender el vuelo, dejando mi corazón desolado. Cuatro días antes había experimentado una mejoría que me había devuelto la esperanza, mas mi soberbia acabó con mi hija del alma.

Hace dos días llamó a la puerta trasera de la casa la tía de Teresa. Venía disfrazada de campesina para no ser reconocida y tras pedir ser recibida por mi cuñada, nos dijo que, pasada la medianoche, acudiría el hechicero para poner fin a la enfermedad de la niña. Por un momento dudé. Marcela estaba mucho mejor y, tal vez, buscar remedio en aquel hombre no era sino dejarse tentar por el diablo. Pero el miedo a una recaída me hizo seguir adelante. ¡Ojalá no hubiera escuchado entonces a mi corazón!

Las horas de aquel día aciago se sucedieron con la lentitud de quien espera con impaciencia. Las carantoñas de Marcela no bastaban para calmar mi agitado espíritu. Los colores habían vuelto a sus mejillas y su lengua parlanchina caldeaba mi corazón. Aun así quise seguir adelante. Intenté rezar a la Virgen María, mas las palabras huían de mi memoria antes de llegar a mis labios. Con mucho trabajo, conseguí que Marcela se durmiese temprano, en tanto yo me quedé sola con mi conciencia. Mi hermano, creyendo voluble el temperamento de las mujeres, no se percató de mi estado, no sé si para mi fortuna o para mi desgracia. Y, cuando todos hubiéronse retirado a sus aposentos, yo permanecí junto a la ventana del zaguán con la mirada perdida en las estrellas celestes.

Las campanas de la iglesia de la Asunción anunciaron la medianoche y los latidos de mi corazón golpearon con fuerza mi pecho. Aún hube de esperar un tiempo, que para mí fue como una eternidad, antes de que me percatase de que el ruido que estaba oyendo no eran mis palpitaciones sino la insistente llamada a la puerta. Abrí presurosa mientras un sudor frío humedecía mi frente. Me encontré con un gigante de al menos siete pies de altura con unos ojos negros que refulgían a la luz de mi candil. Iba ataviado con una larga túnica oscura que no bastaba para ocultar unos brazos gruesos en los que, con horror, vi tatuados los signos del zodiaco. Me tragué como pude el espanto y lo hice pasar. Sin pronunciar una palabra, lo guié hasta el dormitorio donde descansaba mi niña. Y sin poder ahuyentar la aprensión, dejé que la examinase.

La estancia se había llenado de no sé qué aire maligno mientras el gigantón emprendía unos ritos misteriosos junto al lecho de Marcela. Lo oía entonar un extraño cántico en una lengua para mí desconocida, al tiempo que elevaba los brazos al cielo. Más tarde, sacó de su bolsa un recipiente de cristal con la forma de una lágrima que contenía un líquido del color del ámbar. No pude evitar dejar escapar un grito cuando me percaté de que se lo daba a beber a Marcela. Después se arrodilló junto al lecho y reanudó su salmodia. 

Un abundante sudor inundó el cuerpecillo de mi niña, que se sumergió en terrible delirio. Asustada, miré al nigromante buscando consuelo a mi angustia, mas el gigante no pareció verme y continuó recitando sus extraños versículos. Las horas iban pasando, mientras Micaela estaba más y más alejada del mundo y sólo yo me daba cuenta de ello. Intenté rezar, mas no pude. El arrepentimiento por no haber querido escuchar las palabras de la madre superiora se confundía con la angustia por lo que le pudiera ocurrir a la niña que me fue confiada por Dios al nacer.

El alba despuntaba cuando el sabio Felipe de Oriente abandonó la casa. Había permanecido horas en la misma estancia que yo sin dirigirme una palabra de aliento, entonando aquel extraño cántico. Se marchó sin que Bernardo se hubiese percatado de su presencia, dejando a mi Marcela consumida por la fiebre y a mí por la angustia y el arrepentimiento. Pasaba el tiempo y la niña no mejoraba. No quise moverme de su lado en todo el día ni pude probar más bocado que unas migajas de pan y dos cerezas que, cual si fuese yo un infante, me iba dando Teresa no sin esfuerzo. El tiempo pareció detenerse mientras la Parca se colaba por las rendijas de las contraventanas. Cayó la noche y, en lo que me pareció no sé si un segundo o una eternidad, el alma de mi niña voló hacia el cielo.

Ahora es a mí a la que consume la fiebre. Mas no es la calentura la que aviva mi ardor sino los remordimientos, que me colman de dolor. Yo, la madre Adoración, tan respetada en nuestra comunidad, había desoído las palabras de la madre superiora cuando me prohibió ir en busca de aquel hombre que desafiaba las leyes de Dios y las de los hombres con sus ritos de brujería. Pero, tal vez, mi desobediencia viene de mucho atrás. Cuando una mañana dejaron junto a la puerta del convento un cestillo en el que lloraba una recién nacida: ¡Hija de mi alma que te apoderaste de mi corazón haciéndome olvidar a las otras niñas huérfanas a las que nuestra orden da cobijo! Yo, que al entrar al convento, hice la promesa de dejar al otro lado de sus muros los afectos humanos, le había entregado mi corazón a mi Marcela. A mi memoria viene una y otra vez el momento en que empezó a dar sus primeros pasos y, cual patito que sigue a su madre, venía tras de mí convirtiéndose en mi sombra. Durante tres años, su dicha fue mi dicha; sus tristezas las mías. Y ahora pago el olvido de mis deberes como esposa de Cristo y me consumo de dolor.

***

La madre Adoración nunca logró deshacerse de los remordimientos por la muerte de la pequeña Marcela. Estaba convencida de que ésta se había producido por haber confiado antes en los poderes de un entregado a las ciencias del mal que en la misericordia divina; que era castigo venido del cielo por amar a la niña por encima de cualquier otra criatura. Durante días no hubo manera de hacerla abandonar su habitación; nadie pudo convencerla de que probase los exquisitos bocados que su cuñada le preparaba con mimo. Ni los ruegos cariñosos de Teresa ni el severo amor de Bernardo consiguieron que saliese de su postración. 

Una semana después de que muriese Marcela, llegaron a la casa de Bernardo dos hermanas del convento con un mensaje de la madre superiora en el que le ordenaba regresar sin demora. La madre Adoración se dejó conducir por sus hermanas de la congregación sin saber muy bien adónde la llevaban ni quién la acompañaba. Antes de partir, Teresa la abrazó con fuerza y aquel gesto hizo que se deslizase una lágrima por su mejilla, la única que la vieron derramar desde la muerte de la niña.

Nada más llegar al convento, la madre Adoración cayó enferma. Durante días, su alma vagó entre la vida y la muerte, pero su cuerpo vigoroso terminó venciendo y, dos semanas después, ya andaba enseñando las primeras letras a las niñas recogidas en el convento. Sin ganas, es cierto, pero sin abandonar ninguna de sus obligaciones. Ni las otras madres, ni las hermanas ni sus discípulas le hicieron pregunta alguna sobre su viaje o sobre la pequeña Marcela, pero a veces notaba miradas curiosas a su paso. Estuvo toda una mañana confesando sus pecados con el padre José y otra mañana hablando con la madre superiora de la orden. Nadie supo en el convento lo que le dijeron uno y otro, sólo que dos días después la madre Adoración dejaba el convento para no regresar jamás.   

Un mes más tarde, a muchas leguas de aquel pueblo, una mujer ya entrada en años cruzaba la puerta del convento de las Dominicas. Llegaba rodeada de misterio que dio lugar a miles de historias sobre ella. Se decía que procedía de una orden de religiosas dedicada a la caridad; que había dejado su congregación debido al pecado de desobediencia, eligiendo el convento de madres contemplativas para purgar su falta. Profesó con el nombre de Marcela y, hasta su muerte, vivió dedicada a la oración sin pronunciar jamás una palabra para no romper su voto de silencio.