martes, 26 de enero de 2016

¿Vuela el alma al cielo?







¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es vil materia
podredumbre y cieno?
No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
que al par nos infunde
repugnancia y duelo,
al dejar tan tristes,
tan solos, los muertos

Gustavo Adolfo Bécquer







I


Diego Canales y Blanca, su esposa, llegaron a la Villa de*** procedentes de Madrid una semana después de que él recibiera la comunicación de su cese en un ministerio cualquiera cuando, en octubre de mil ochocientos ochenta y tres, Sagasta cedió su puesto a Cánovas del Castillo. Cruzaron la verja de la casa del llano una noche en la que parecía que el invierno se había abierto paso con dos meses de antelación. Blanca yacía medio desmayada en una esquina del carruaje tras horas y horas de transitar por las carreteras que venían de Madrid. El avanzado estado de gestación la había tornado enfermiza y caprichosa por lo que, a pesar de haber sido idea suya el traslado a la villa, apenas había dado tregua a Diego durante el largo viaje con sus quejas por tener que dejar la capital. 


El polvo del camino se había aliado con el cansancio para cegar la vista del paciente esposo y, cuando los caballos se detuvieron en la rotonda frente a la puerta de la que iba a ser su casa hasta que Dios lo llamase a su lado, no prestó atención más que al aspecto de muñeca rota que presentaba su querida Blanca, en tanto le pasaban inadvertidos el estanque medio vacío en el que sobrevivía una pareja de patos, el parterre donde agonizaba la rosaleda y el muro de piedra medio derruido que separaba lo que quedaba del jardín del campo de cebada.


Los días que siguieron a su llegada, Diego apenas se apartó unos instantes de Blanca. La joven no se había levantado del lecho aquejada de terribles dolores de espalda. El médico de la villa la visitaba cada mañana y no ocultaba su preocupación por su delicado estado. En algún lugar del camino de Madrid a la Villa de***, Blanca había dejado olvidado su apetito y no había manjar, por exquisito que fuera, capaz de tentar su paladar. Diego, agobiado por la preocupación, estuvo en más de una ocasión a punto de hacer enloquecer a la cocinera que se habían traído de la capital apremiéndola para que cocinase nuevos platos. Mas, de nada servían los esfuerzos por complacer a Blanca. Cuando Diego la tentaba con algún guiso especial, desviaba la cabeza con un gesto de repugnancia y horror, cual si se tratase del más espantoso veneno. De nada le valía al paciente esposo partirle la carne en pedazos diminutos y acercarle el tenedor a los labios como si fuera una niña pequeña. Ella fruncía los morros y se cubría el rostro con sus blancas manos incapaz de probar un sólo bocado. Él, entre enfadado y asustado, le recordaba el hijo que estaba en camino y sólo entonces conseguía que probase un trocito y picotease una o dos migas de pan.


Únicamente a la caída de la noche encontraban los esposos algo de paz. Ocurría esto cuando Blanca se quedaba dormida abrazada a su esposo y el rostro de la joven recobraba la dulzura que tuvo antes de caer enferma. Entonces, el corazón de Diego se colmaba de ternura y, tras besarla en los labios muy suavemente para no turbar su sueño, elevaba al cielo una plegaria suplicando por el regreso de los días dichosos de los primeros meses de su matrimonio.


Los dolores del alumbramiento hicieron su aparición tres semanas antes de lo previsto. Un grito en medio de la noche despertó a Diego que, desorientado, creyó que se había desencadenado la cuarta guerra carlista y los partidarios del pretendiente habían tomado la casa. Pero el grito no procedía de ningún grupo facineroso, sino de Blanca, que traspasada por un intenso dolor, llamaba a su esposo para que la aliviase. 


Diego, no atreviéndose a apartarse de la parturienta por temor a que, en su ausencia, le ocurriese alguna desgracia, envió al cochero en busca del médico que, conociendo la fragilidad de Blanca, acudió presto a la llamada. Tres días con sus tres noches anduvo la joven debatiéndose entre la fiebre y el dolor mientras su hijo, remolón, se negaba a nacer. Para Diego, el mundo desapareció. No había más realidad que la habitación en la que luchaba por vivir su Blanca y el gabinete, donde esperaba cual un león enjaulado a que todo terminase. 


El cuarto día, con el canto de la alondra, le sorprendió el llanto de una criatura. Salió corriendo hacia el dormitorio matrimonial y, sin reparar en la niña recién nacida que arrullaba en sus brazos la comadrona, se arrodilló junto al lecho de Blanca. Viéndola con los ojos cerrados, creyó por un instante que había muerto. Pero una mano se posó en su brazo y, entre susurros, pronunció su nombre. Diego la besó en la frente. Fue en ese momento cuando vio las profundas ojeras y la palidez de su rostro. Tomó las manos entre las suyas y se negó a moverse de su lado durante horas y horas.


El manto de la noche cubría el cielo cuando Blanca pidió que le trajeran a la niña. Sin apenas fuerzas se incorporó y puso a la recién nacida sobre su regazo y, dirigiéndole una sonrisa a su esposo, le dijo:


—Prométeme que nunca le darás una madrastra; que, mientras viva mi niña no te casarás con otra mujer.


Diego prometió sin saber lo que hacía y repitió sin comprenderlas una a una las palabras que le iba diciendo Blanca.







II

Diego desvió la mirada de la mujer que tenía en frente para concentrarse de nuevo en una de las cartas de presentación. Genoveva Torres, decía la misiva, había desempeñado labores como institutriz en tres familias. El pliego de papel estaba repleto de palabras elogiosas. Diego levantó la vista y se enfrentó a una mirada firme pero serena. En ella no había rastro de turbación ni la desmedida timidez que mostrara su difunta esposa. Y, sin embargo, ¿podía confiar en ella? Ya no sabía a cuántas aspirantes había entrevistado en el último mes y, hasta entonces, ninguna lo había complacido. Una, porque parecía demasiado severa, otra, porque mostraba un elevado tono de voz; ésta, porque era muy joven y no tenía suficiente experiencia; y aquélla, porque era casi una anciana y asustaría a la pequeña Blanca.


—Además de francés —estaba diciendo Genoveva Torres—, estoy capacitada para enseñar a tocar el piano y a pintar acuarelas, y ninguna de mis pupilas ha dejado de sobresalir por sus buenos modales.


Diego no apartaba sus ojos de la mujer que respondía a sus preguntas. Debía de rondar los treinta y cinco años; sin embargo, su aspecto era el de una niña, tan menuda era. Su altura no sobresalía mucho más del metro y medio. Un vestido de percal celeste lleno de volantes era insuficiente para ocultar la excesiva delgadez. Mas, no daba sensación de fragilidad. Muy al contrario. Una mandíbula cuadrada le confería una expresión de fortaleza y no había rastro de rubor alguno cuando Diego le dirigía sus miradas directas, casi indiscretas.


—A mi cargo han estado cinco niñas de edades y temperamentos dispares —decía como si estuviese recitando una lección aprendida—. Y le puedo asegurar que todas lloraron amargamente de pena cuando me despedí de ellas.


Eso habría que verlo, pensó Diego. Desde luego, para él una palabra cariñosa, una caricia, valía infinitamente más que toda la sabiduría del universo. Y bien podía decir él que era cariño lo que necesitaba la pequeña Blanca. 


Después de haber permanecido casi todo el tiempo en silencio escuchando a la mujer, Diego se decidió a hablar. Si lo hubiese oído alguien que le conociera bien, se hubiese dado cuenta por la rigidez de su postura que estaba a punto de despedir a la mujer, pero para una extraña como la señorita Torres, se trataba probablemente de un padre más que se explayaba hablando de su hija. 


—Mi niña tiene ocho años. Es una niña que necesita ser tratada con especial consideración para que no note la falta de una madre. Sin ánimo de ofender a nadie, no creo que cualquiera esté capacitado para llevar a cabo esta tarea. Hasta ahora he sido yo personalmente el que me he ocupado de su educación y, aunque sea cierto que tiendo a mimarla en demasía, creo que he desempeñado esta labor mejor que muchas de sus compañeras de profesión.


Diego hizo un amago de levantarse de la mesa de su gabinete para acompañar a la institutriz hasta el vestíbulo pero, en ese momento se coló por la ventana la voz de una niña que entonaba una cancioncilla infantil: “Mambrú se fue a la guerra...”. Genoveva giró el rostro hacia donde venía la voz y, como si se le escapara de forma involuntaria, sus labios se desbordaron en una sonrisa cargada de ternura. No fue sino ese gesto el que decidió a Diego a contratarla. 


La labor de Genoveva no debía de ser sencilla, no tanto porque su pupila fuera rebelde, que no lo era, como por la estrecha vigilancia a la que la sometía Diego. Blanca era una niña dócil a la que bastaba una palabra afectuosa para que se mostrase complaciente. No sabía más que leer, sumar, restar y alguna que otra cosa, pero ponía tanto empeño en aprender que la institutriz disfrutaba enseñándola más que si hubiese sido la alumna más sabia del mundo. Los inicios de las clases de Genoveva coincidieron con la llegada del buen tiempo a mediados del mes de mayo. El sol del mediodía calentaba el jardín que, engalanado de primavera, regalaba a la vista con miles de colores. Diego mandó colocar unos sillones de mimbre y una mesa a la sombra de tres sauces donde cada mañana Genoveva sacaba los libros y los cuadernos para dar sus clases al aire libre. 


Desde la ventana del gabinete, Diego las veía compartir juegos y caricias. La pequeña Blanca se inclinaba sobre el hombro de Genoveva mientras ésta le leía la lección del día en un grueso libro con las cubiertas amarillas o se sentaba sobre el césped con un cuaderno en el regazo a hacer los ejercicios que le había encomendado. De vez en cuando, levantaba la vista hacia la institutriz y, con una sonrisa apenas esbozada, parecía buscar su aprobación, que la profesora le daba con gusto o, al menos, eso creía ver Diego desde su punto de observación. A media tarde, volvían al jardín aunque no para reanudar las clases. Se perdían entre los parterres y cortaban rosas de color carmesí poco antes de marchitarse, azucenas fucsias y blancas, lilas violáceas... que, con sumo mimo, cuidaba Bartolomé, el aldeano que se ocupaba del jardín, o se aproximaban al estanque a dar de comer a los patos.


El dueño de la casa del llano no perdía detalle y aprovechaba los instantes que le dejaban los negocios para observar los movimientos de Genoveva. Al principio, animado por la desconfianza, vigilaba cada uno de sus movimientos para evitar que le hiciese algún daño a Blanca. Espiaba su tono de voz, los ademanes cuando la niña cometía un error, su respuesta cuando la incordiaba merodeando a su alrededor como polilla que corteja la luz. Diego escudriñaba cada gesto con la oculta esperanza de encontrar una excusa para despedirla. Mas Genoveva siempre lo defraudaba y nunca sorprendió en ella una conducta que no fuera irreprochable. 


Con el paso de los meses, la institutriz fue despertando su interés por sí misma. Disimulando a duras penas su cada vez mayor inclinación hacia ella, se sentaba al caer la tarde entre los dos sauces llorones y dirigiéndose a Blanca, se iba introduciendo poco a poco en la charla de la niña y la institutriz. Genoveva perdía espontaneidad cuando Diego estaba presente. Su espalda se ponía rígida y sus frases tornábasen lacónicas. La conversación iba decayendo más y más hasta que sólo se oía el sonido de la voz de Blanca. Pero, con el paso de los días, Genoveva pareció ir recobrando su templanza habitual dejando atrás la reserva que mostraba ante Diego. 


Tal vez fuera porque le pesaran los muchos años de soledad; tal vez, la cercana presencia femenina. Diego no podía decir qué era lo que lo animaba a buscar la compañía de Genoveva cuando, al caer la noche, Blanca se despedía de él con un beso. A esa hora, cuando la casa se llenaba de silencio, Genoveva se sentaba en el gabinete a la luz de un candil con los ojos bajos, pendientes de un libro o la labor que tenía entre las manos, mientras él releía las noticias que traía “El Imparcial”. De vez en cuando, como quien necesita una excusa para iniciar una conversación, Diego levantaba la vista de las páginas del periódico y comentaba un suceso, una noticia, una frase que le había llamado la atención. Empezaba a hablar sin más intención que llenar el silencio que precede al momento de irse a dormir, pero a medida que morían las horas la charla banal íbase tornando más y más íntima. Él le hablaba del vacío en el alma que le había dejado la muerte de su esposa y ella, de los años de su infancia en un pueblecito de la costa donde su padre había sido maestro de escuela. Las horas iban agonizando y las voces se iban apagando hasta que, pasada la medianoche, no se oían sino susurros y el viento del norte golpeando los cristales de las ventanas. 


Una noche, cuando ya el invierno se había hecho dueño del llano, Diego invitó a la institutriz a acercar su sillón al fuego de la chimenea del gabinete para protegerse del frío. Él tomó asiento tan próximo a ella, que sus alientos se fundían al hablar. Apenas iluminados por el resplandor de las llamas que danzaban en el hogar, sus miradas se buscaban, sus manos se enlazaron sin ellos quererlo y antes de que se dieran cuenta de ello, se sorprendieron con un beso. 


A principios de junio, contrajeron matrimonio en la ermita del Arcángel. Hicieron el camino desde la casa en una carretela tirada por dos caballos estrenada para tan solemne ocasión. Pese a llevar abierta la capota del coche y los campos haberse engalanado de añil, azafrán y carmesí, Diego no tenía ojos sino para su futura esposa mientras parecía que la mirada de Genoveva se perdía en la lejanía como si temiese un porvenir que, de pronto, se le antojara incierto. Aún no habían llegado a la ermita, cuando los dos caballos se negaron a seguir su camino. Diego los azuzó con dulces palabras primero, con injuriosas, después. Más las bestias parecían haber olvidado lo que era obedecer. Bajaron del coche e hicieron a pie el camino hasta la ermita. Al pasar por el camposanto, Diego no pudo evitar estremecerse al recordar a Blanca, su primera esposa, que yacía sola bajo un sepulcro. Por su memoria se cruzó el recuerdo de sus últimos momentos: la promesa que le hiciera antes de morir casi le obliga a retroceder. Mas bastó la vista de Genoveva para que el pasado regresase al olvido.


Un mes antes de que naciera su hijo, Genoveva cayó enferma. Al principio, no eran más que unas leves molestias en la espalda. El médico de la Villa de*** dictaminó que el niño se había atravesado en el vientre de su madre y le ordenó que guardase reposo hasta el alumbramiento. Pero con el paso de los días, las molestias se hicieron tan persistentes que, a pesar de sus esfuerzos, Genoveva era incapaz de ocultarle a su marido los intensos dolores que la torturaban. Diego contemplaba, primero con incredulidad, después con más y más espanto, cómo se iban repitiendo los mismos males que diez años antes aquejaran a Blanca, su primera esposa: el cansancio, los dolores, la inapetencia. Su mente se llenó de ideas morbosas. Se negaba a escuchar al médico cuando le decía que el estado de Genoveva era la consecuencia de un embarazo difícil y, elevando la voz más y más, le insistía que no era otro sino él el culpable del sufrimiento de Genoveva por haber roto la promesa que le hizo a su primera esposa antes de su muerte de no volver a contraer matrimonio. Cada mañana, como animal que protege a sus crías, se sentaba junto al lecho de Genoveva y se negaba a apartarse ni tan siquiera un instante de su lado hasta bien entrada la noche. Ella le animaba en vano con palabras cariñosas y le pedía que saliese de la habitación; que entretuviese el paso del tiempo jugando con la pequeña Blanca. Mas Diego era tozudo y ni siquiera su esposa le persuadía a abandonar su puesto.


Una mañana le despertó una idea que al principio le pareció absurda pero que, según avanzaban las horas, le fue enamorando más y más. Pensaba que, si abandonaba la casa, quedarían libres de la maldición que los acechaba, que lejos de los dominios de su primera esposa, Genoveva recuperaría la salud. En contra del parecer del buen doctor, puso en marcha al cochero, a la nueva institutriz y a la cocinera para preparar el viaje a Madrid. La casa se llenó de su voz, que daba órdenes a unos y a otros señalando lo que debían y no debían empaquetar. A veces, se enredaba tanto, que un mandato desdecía a otro. Hasta Blanca se contagió de la febril actividad de su padre. En pocos días desaparecieron sus libros de cuentos y sus muñecas del cuarto de jugar en tanto su habitación se fue llenando de paquetes listos para emprender el viaje. 


Pero nunca llegaron a ponerse en camino. La noche antes de la partida, Genoveva rompió aguas y otra niña asomó la cabeza sin darle apenas tiempo a Diego a avisar al médico y a la comadrona. El temeroso padre no hacía otra cosa que ir y venir por el dormitorio de la parturienta mientras sus labios encadenaban unas plegarias con otras. En vano el médico le insistía con palabras más y más enérgicas que abandonase la habitación; en vano la comadrona le decía que Genoveva necesitaba tranquilidad. Se negaba a dejar sola a su esposa por miedo a que se la arrebatasen. Sus nervios en tensión después de semanas de poco sueño le hacían creer que, si se alejaba de ella, Blanca, la primera, volvería a satisfacer su venganza por no haber mantenido su palabra. 


Como ya dije, la niña no se hizo esperar mucho tiempo y, antes de llegar la noche, ya dormía acurrucada en su cuna. Pero la madre no encontró sosiego después del alumbramiento: quedó sumida en la inconsciencia mientras la fiebre bañaba su rostro de sudor. Diego, arrodillado junto al lecho, intentaba despertarla mientras musitaba palabras de amor. En su mente extraviada se confundía el presente con el ayer y sus labios unas veces pronunciaban el nombre de Genoveva y otras el de Blanca. El reloj del vestíbulo desgranaba las campanadas de la medianoche cuando ella abrió los ojos. De sus labios escapaban palabras inconexas que Diego no pudo entender y, sólo unos minutos después, recogió su último aliento.


El médico de la Villa de*** insistía una y otra vez en que Genoveva había muerto de un mal parto, pero Diego sabía que no había sido así. De nada le sirvieron las explicaciones científicas del buen doctor. Él sabía que, de no haber contraído matrimonio, Genoveva estaría viva.


Su hermana pequeña se fue a vivir con él tan pronto como supo del fallecimiento de Genoveva. Al menos eso dijo, porque Diego no se dejó engañar por sus dulces palabras. Él sabía que le tenía por loco, que había sido el doctor el que la había persuadido para que abandonase su vida en Madrid y se hiciese cargo de su hermano y sus sobrinas. Desde su llegada, apenas lo dejaba solo un instante. Tal vez temiese que desbordado de dolor, se hiciese daño a sí mismo o lastimase a las niñas. Como si él hubiera podido causarle algún mal a sus hijas.


Lo que no sabía ni su hermana ni el médico de la Villa de** es que Diego nunca estaba solo. Le bastaba mirar a la ventana para ver recortada en el cristal la silueta de su primera esposa; que cada noche, oía susurrar su nombre al viento entre las hojas de los árboles y reconocía la voz de Blanca, que se hacía presente para que no olvidase lo que ocurría si rompía su promesa. 




lunes, 18 de enero de 2016

Cumbres nevadas














—No hay grandeza donde faltan la sencillez, la bondad y la verdad.

Las palabras de “Guerra y Paz”, tan familiares para mí, cobraban un nuevo significado en la voz de Luis. El joven de veintinueve años encarnaba las virtudes que elogiaba el gran escritor ruso: grandeza, sencillez, bondad y verdad. La novela, que me había acompañado a lo largo de tantos años y de la que puedo repetir pasajes enteros, de repente sonaba a algo nuevo y hablaba un lenguaje distinto que sólo yo parecía comprender. Era como si cada una de sus frases se hiciera eco de los sentimientos a duras penas escondidos en mi viejo corazón durante meses. Hacía un buen rato que mi atención se había perdido en la contemplación de su perfecto perfil apenas vislumbrado por mis ojos cansados. Su frente despejada albergaba nobles sentimientos; su cabeza tenía la elegancia de las águilas que surcan límpidos cielos; y sus labios jóvenes parecían besar las palabras que daban vida su voz varonil.

—No hay grandeza donde faltan la sencillez, la bondad y la verdad.

Palabras sabias aquellas que resonaban en mi mente como si el joven hubiera leído en mi corazón; palabras sabias que me trajeron del ensimismamiento en el que me encontraba. Aquella tarde me encontraba inquieta. No. Inquieta no es la palabra. Indignada con el destino que había puesto en mi camino a Luis con cincuenta y ocho años de retraso. Cincuenta y ocho años de diferencia, ¡válgame Dios!, se dice pronto. ¡Si podría ser, no ya su madre, sino su abuela! Y sin embargo, mi corazón y mi alma nunca se habían sentido tan jóvenes. Atrapados en un cuerpo maltratado por los años, florecían cuando hacía tiempo que los daba por muertos. Pero acabarían muriendo por ese anhelo extemporáneo; lo presentía, pese a no sospechar lo que sucedería tan sólo una semana después. Aquella tarde, yo sólo lo contemplaba, con el corazón asomándose a mis ojos, mientras su voz daba vida a las palabras de Tolstoi; lo contemplaba, escuchaba su voz, y todo mi ser se estremecía de agonía por ese deseo imposible que, como la mala hierba, había brotado en mis entrañas. Intentaba rebelarme, pero mi lucha interior no era sino una guerra perdida antes de dar la batalla. Si el sentimiento que me inspiraba sólo me conducía a un estéril dolor, ¿por qué había perturbado mi tranquila existencia con su presencia?

Y sin embargo, fui yo la que dos años antes había convocado al destino con un anuncio en un periódico.

O, tal vez, debería decir que sembré la semilla de esta pasión sin sentido veinte años atrás, cuando descubrí el poder de la literatura sobre el espíritu. Esa parte de nuestra esencia que, hasta entonces, me había negado a reconocer su existencia. Y es que, desde mi jubilación como directora del instituto, mi mayor compañía habían sido los libros. Yo que hasta los setenta años, racionalista hasta la médula, llenaba mi hambre de lectura con Nietzsche, Freud, Marx y Einstein, descubrí la belleza serena de los versos de Garcilaso y la pasión de Quevedo. Ironías del caprichoso hado, ahora, que de rosa y azucena ya no se muestra mi gesto, marchita ya la rosa por el viento helado, me he convertido en polvo enamorado. Pues, como digo, tras la jubilación, dejé atrás mis lecturas filosóficas para adentrarme en la literatura, devorando libros y libros a la luz de la tarde, dejándome seducir por los sentimientos que en ellos descubría.

Hacía algo más de un año mi vista había empezado a declinar. Un manto de niebla parecía cubrir las cosas que me rodeaban difuminando sus contornos. Las letras de mis amados libros hiciéronse más y más ilegibles hasta que me fue imposible deleitarme con su lectura. Mi carácter indómito poco podía ayudarme para combatir los estragos del tiempo sobre mi visión. Tuve, pues, que resignarme a ello. Fue entonces cuando se me ocurrió poner un anuncio en el periódico local: “Señora de ochenta y seis años busca una persona de voz agradable y buena dicción para que pase las tardes leyendo buena literatura en voz alta”. Para mi sorpresa, al anuncio respondieron una veintena de personas. A Benita de nada le valieron las protestas por la invasión de nuestro pequeño mundo. Pasó varios días abriendo la puerta a un sin fin de jóvenes y no tan jóvenes que desfilaron ante mí mostrándome sus dotes como lectores. Debo decir que ninguno fue de mi agrado. La mayoría no sabía leer en alta voz aunque quisieran convencerme de lo contrario con su voz monótona y tediosa. Había quien daba la entonación adecuada, pero leía lentamente. Con frecuencia, por más que les indicase, los aspirantes a lectores no sabían hacer las pausas que marcan los signos de puntuación. Hubo quien reía a destiempo ante un párrafo de una tragedia de Shakespeare. Otros olvidaban tratarme con el respeto debido a mi nevada cabeza, tuteándome y hablándome cual si se dirigieran a una niña de diez años. No sé. Puede que mi temperamento fuese algo áspero y estuviera poco acostumbrada a tratar con paciencia a la gente. Era como si hubiese olvidado cómo comunicarme con los jóvenes, algo que, en mis casi cuarenta años dando clase de filosofía, hacía cada día. Se diría que hablaban un idioma para mí desconocido. Mi carencia de dotes diplomáticas tampoco ayudaba a tender puentes; entre mis hábitos no estaba disfrazar el disgusto con dulces palabras. Así que ya daba por perdida mi búsqueda cuando apareció Luis.

Admito que al principio creí que se trataba de un joven más: irrespetuoso e ignorante de las normas que rigen las relaciones humanas. Confundí su alegría natural con el descaro de quienes le precedieron. Mas decidí darle una oportunidad, cansada de entrevistar a tanta gente: después de todo leía muy bien y su voz era capaz de conmover a alguien tan poco complaciente como yo. Pronto me di cuenta de que, lejos de faltarme el respeto, sus modales eran exquisitos. Supo ganarse primero mi simpatía y la de Benita. Luego. No me atrevo a calificar lo que vino después. Llegaba con la puntualidad de un reloj suizo y no olvidaba saludarnos a Benita y a mí. Cuando la vieja sirvienta nos traía el café, le cogía la bandeja y él mismo me servía una taza. Siempre tenía una palabra amable en los labios, no olvidando preguntar por los achaques que sufríamos, tan frecuentes a edades avanzadas como las nuestras. Y, a veces, nos traía alguna chuchería para engolosinarnos la tarde: una caja de bombones, pastitas de té o dulces de leche.

Cuando leía para mí, su voz grave y llena de modulaciones me transportaban a otros mundos. Me hacía olvidar mi propia existencia, mientras vivíamos juntos otras vidas. A la semana de llegar, abandonó la lectura en voz alta convencional por una dramatización de los personajes. Sabía dotar a cada uno de ellos de una identidad propia con sólo cambiar el tono de la voz. Subía o bajaba el volumen y llenaba de misterio las frases, tocándome el corazón con la punta de los dedos de su talento. La curiosidad por tan especial don me hizo preguntarle una de las tardes mientras tomábamos el café antes de seguir las andanzas de Fabrizio del Dongo. Me contó que había estudiado Arte Dramático y estaba a la espera de conseguir un papel en una obra que iba a dirigir un amigo suyo. Hablaba de su vocación con tanto entusiasmo que me hizo envidiar las ilusiones de su juventud. Mucho disfruté de mi profesión de enseñante, pero jamás sentí por ella el amor que Luis mostraba por la suya. Llevado por la emoción, prometió llevarme el día del estreno para que disfrutase de la magnífica obra en la que iba a participar. Anoche cumplió su promesa y... No quiero recordar lo que sucedió anoche.

Las conversaciones ante una taza de café se convirtieron en una costumbre esperada por mí casi con más afán que la lectura posterior de los libros que aguardaban cobrar vida bajo el hechizo de su acariciante voz. Las horas de las mañanas se deslizaban con insoportable lentitud mientras me torturaba en una impaciente espera. Cuando llegaba, enseguida nos sumergíamos en un diálogo que era una delicia para mis oídos, logrando levantarme el ánimo. En estas charlas me hablaba de él, de su amor a los deportes de riesgo, de sus tres perros labradores, de sus padres, a los que retrataba con pinceladas de ternura... Mas, también se interesaba por mí, Doña Pura, como me llamó desde el primer día.

Con su insistencia por saber cómo había sido mi vida, me hizo recordar retazos de mis primero años en una pequeña ciudad de provincias como hija de un profesor de latín. Volvieron a mi fatigada memoria pasajes olvidados de mi niñez y juventud: los juegos con mis primas durante la guerra, cuando mi madre, mis hermanos y yo tuvimos que trasladarnos a la casa de mis abuelos mientras mi padre luchaba en el frente; las almendras garrapiñadas que hacía Tomasa, la cocinera de los abuelos; las labores de costura de mi madre y sus hermanas junto a la lumbre; el dolor por los que nunca volvieron y la alegría por los que regresaron. Más adelante, los estudios de bachillerato en el mismo instituto en el que consiguió la cátedra mi padre y, al finalizarlos, el ingreso en la universidad de Santiago. Callé, por pudor, mis años de espera de un amor que nunca llegó. Las excusas que me ponía a mí misma y que ni siquiera yo creía: que si la necesidad de acabar los estudios con buenas calificaciones me robaban el tiempo que otras dedicaban a sí mismas; que si tenía que ganar las oposiciones antes de poder comprometerme con nadie; que si no me gustaba ninguno de los jóvenes que conocía. En fin, excusas, sólo excusas. Y, mientras tanto, veía pasar el tiempo bajo mi ventana. Un año daba paso a otro; mis amigas me invitaban a sus bodas, a los bautizos de sus hijos, a los esponsales de sus hijas. Año tras años, andaba enredada en mis clases del instituto; combatiendo a ilusos alumnos, batallando con rígidos profesores; primero como catedrática de filosofía, después dirigiendo el instituto. Y, de pronto, un día llegó la edad de jubilación: la vida había pasado ante mí sin que yo me percatase de ello.

Cuando la primavera vistió de colores alegres los campos, Luis cogió la costumbre de llevarme a los Jardines de las Infantas. Íbamos caminando, yo cogida de su brazo, y, al llegar, me ayudaba a sentarme en un banco junto al magnolio. Allí, embriagada por la fragancia de su blanca flor, que tanto me recordaba al perfume de los limones que adornaban la mesa del comedor de los abuelos, bebía, más que escuchaba, las palabras del libro que el joven me leía. Después, dábamos un paseo alrededor del estanque para que, según decía, pudiera ejercitar mis piernas cansadas. Y, mientras, me iba contando sus ambiciones e ilusiones.

En el mes de mayo, dieron comienzo los ensayos de la obra de la que tanto me hablaba: “Muerte de un viajante”. Luis estaba entusiasmado con su papel de Biff, casi tan importante como el de Willy Loman. Cuando llegaba a mi casa, interpretaba para Benita y para mí pasajes enteros de la magistral obra de Miller. Recuerdo que le presté varios libros de literatura que le ayudaron a desentrañar la crítica que el dramaturgo norteamericano hace de su época a través de los temas que tan magníficamente trata: la sociedad de consumo, el idealismo del sueño americano, el fracaso de la educación, la desintegración familiar... Y, a medida que iba descubriendo más y más matices de la obra, Luis enriquecía su personaje.

En los tres meses que duraron los ensayos creció entre nosotros una amistad que iba más allá de contarnos los acontecimientos del día unos momentos antes de la lectura. Yo seguía con gran interés los progresos que iba haciendo en su interpretación; vivía con la misma pasión que él la evolución del personaje. Desde el sillón de la salita, le veía desplegar su talento, mientras le apuntaba los errores y los olvidos, pues conocía su papel casi tan bien como él, si no mejor, me atrevería a decir; otras veces, le hacía sugerencias sobre la conveniencia de un gesto, una entonación. Y juntos analizábamos los comentarios que le hacía el director de la obra para mejorar la interpretación. Aquellas tardes, me sentí rejuvenecer: olvidé los dolores de mi artritis, mi vista cansada, mi desvalimiento cada vez mayor. Era como si formásemos parte de un plan que íbamos esbozando juntos, tan importante para mí como lo era para él.

Mi vida dejó de girar en torno a mí para poner toda mi atención en él, en su bienestar, en su dicha. Mis pensamientos se vaciaron de todo lo que no fuera él. Cuando no estaba conmigo, mi cabeza no tenía un minuto de descanso ideando uno y mil planes con los que sorprenderlo; pequeños detalles al alcance de la mano de una anciana como yo, que apenas se valía por sí misma: una merienda especial que nos preparaba Benita; o una poesía que recordaba de pronto y me hacía pensar en él y que la sobrina de la portera copiaba para mí con su bella caligrafía en un pliego de papel de arroz.

Día a día iba brotando en mi corazón un sentimiento que no me atrevo a llamar amor, tan impropio de mi provecta edad. ¿Cómo iba a decir que me había enamorado por vez primera en el invierno de mi vida, cuando se serenan los sentimientos? Amor apasionado no podía ser; pero era mucho más que el afecto que se tiene a un íntimo amigo, más que el cariño que nos inspira una madre, más dulce que la emoción que nos suscita la cara sonrosada de un bebé. Ese sentimiento mío estaba teñido de la tristeza de saberse no correspondido, de cierto bochorno que hacía que me mostrase, en ocasiones, arisca para ocultarlo ante Luis; mas tal sentimiento no estaba desprovisto de momentos de dicha. Una palabra pronunciada con cariño, una caricia en mi mejilla con el dorso de sus finos dedos o el casto beso que se da a una abuela podían llenar las horas de las noches en las que se negaba a visitarme Morfeo. Mas, a veces, mi alma indómita se rebelaba ante esta dicha nacida de la resignación. Mis ojos cansados tropezaban con la joven sonriente que me miraba desde la fotografía que tenía en la cómoda del dormitorio y me sublevaba contra el destino que me había mostrado el fruto del árbol prohibido cuando la juventud y la belleza hacía tiempo que me habían abandonado. No supe o no quise ponerle coto a este sinsentido cuando aún no era sino un cosquilleo, tan feliz me hacía aquel sentimiento en el que se iban trenzando el gozo, la melancolía y la vergüenza.

Anoche se estrenó “Muerte de un viajante” en un pequeño teatro que se encuentra frente la dársena del puerto. Pasé la mañana en la peluquería donde dejaron mis cabellos de un blanco reluciente. Me puse el vestido color lavanda: el mismo que llevé a la boda de María José, la nieta de mi prima Carmen. Mis zapatos forrados con la misma tela del vestido se habían quedado estrechos para mis pies agrandados por la vejez, pero, con la ayuda de Benita, logré ponérmelos. Oculté las arrugas de mi cuello con un collar de perlas de dos vueltas y adorné mis orejas con los pendientes haciendo juego. Aún no eran las seis y media cuando me puse el último toque a mi arreglo: unas gotas del perfume que compré en el único viaje a París que hice tiempo atrás.

Puntual como siempre, Luis me recogió a las siete de la tarde y, media hora después, me dejó sentada en primera fila, para que pudiera ver el escenario sin dificultad. Seguí la obra con la emoción de una joven que acude por vez primera a un acto social. Disfruté de la representación como si fuera una obra mía; participé de los nervios de los actores; cada aplauso era recibido en mi corazón con el gozo del triunfo y cada silbido, con la pesadumbre del propio fracaso. El tiempo voló en un suspiro mientras contenía el aliento siguiendo el devenir de los personajes en la escena. Y, cuando cayó el telón, mis manos ajadas rompieron en un estruendoso aplauso.

Esperé a que el público abandonase la sala antes de iniciar la marcha hasta la salida. Mi paso vacilante me llevaba por uno de los pasillos mientras la luz blanca encima de la puerta me marcaba el camino. No había andado la mitad del trayecto cuando una mano se posó en mi hombro con la suavidad de una caricia.

-Doña Pura, permítame que le presente a Raquel, mi novia.

Una joven me tomó las manos y me dio un beso en cada mejilla; una joven bellísima, de largos cabellos dorados y tez anacarada. Vislumbré la sonrisa en sus ojos antes de verla en sus labios y en sus ojos adiviné la bondad de la que era tan merecedor mi joven lector. En aquel momento, mi corazón, cual frágil cristal, se rompió en mil pedazos y con él, se quebraron las ilusiones que en los últimos tiempos habían anidado en mi alma, los sueños se desvanecieron y volvieron sobre mí uno a uno los años vividos.

Hoy ha amanecido el día nublado. Las calles que se ven desde mi ventana se han teñido de gris. Apenas distingo los tejados de las casas cercanas y la torre del ayuntamiento con el reloj que, hace tantos años, se paró en las siete y veinte, muestra unos colores desvaídos. A lo lejos, las cumbres nevadas perforan el algodón de una nube y recortan en el cielo blanquecino los perfiles de sus siluetas. El silencio del callejón se rompe con el ladrido enloquecido de un perro y la sirena no sé si de una ambulancia o del coche de bomberos anuncia una emergencia. Los paseantes caminan apresurados hacia su destino mientras yo veo cómo el mío se evapora y se confunde con la bruma.






















lunes, 11 de enero de 2016

El destino se llama Natalia








I

¿Vds. no se han atormentado nunca preguntándose qué hubiera pasado si hubiesen tomado un camino diferente cuando tuvieron la oportunidad de hacerlo?, ¿no se han reprochado en alguna ocasión por haber adoptado la decisión equivocada?, ¿no han deseado con todas sus fuerzas retrasar el reloj para retroceder hasta ese momento en el que eligieron o dejaron que otros eligieran por ustedes una senda dejando tras de sí un sueño, un deseo apenas expresado? A mí me ocurre a menudo que me despierto en medio de la noche acuciada por un gran desasosiego. Mi marido duerme a mi lado tan profundamente que no se percata de mi inquietud y esa indiferencia inocente, pero no por ello menos lacerante para mí, aumenta mi malestar. En esto nos hemos convertido: en dos extraños que duermen juntos, comen juntos y hablan de cosas que a ninguno de los dos interesa mientras nos acucian las preguntas. 

Esta noche el insomnio se ha hecho presa una vez más de mí. Miro la hora en la pantalla de mi móvil. La una y veintitrés. Ante mí tengo toda la noche por delante hasta que a las ocho suene el despertador. Retiro despacio las mantas y me levanto procurando no hacer ruido para no perturbar el sueño de mi marido, que, como si sintiese mi ausencia, se revuelve en el lecho. Abro la puerta acristalada de la terraza y me encuentro con un cielo estrellado que parece estar esperándome para interpelarme con nuevos interrogantes. Me siento en una de las butacas de teca antes de encender un cigarrillo y, con la primera calada dejo que me invada la nostalgia de lo que pudo haber sido mi vida si no me hubiese dejado llevar por este carácter tan pusilánime que siempre me hizo retroceder ante la posibilidad de contrariar a mis mayores.



Con la segunda calada retrocedo a mi infancia, al día en que nací, al momento en que se decidió mi destino, cuando mi padre se empeñó en llamarme Natalia, como su hermana. Fue esta figura, siempre presente en mi niñez, la que marcó mi destino. Desde que tuve uso de razón, no oí más que alabanzas a su bondad por pensar antes en su familia que en su felicidad. Renunció a su sueño de marcharse a la capital para convertirse en pintora y se casó con un hombre gris del agrado de sus padres; un hombre muy parecido a Félix, mi marido. No tuvo hijos, por lo que dedicó su vida a sacar adelante la mercería de mis abuelos. Oía, anonadada por tanta generosidad, como, a pesar de su belleza y de su elegancia, había renunciado a su sus anhelos sólo por hacer dichosos a sus padres y acabó conformándose con una vida vulgar. Se enterró en una ciudad de provincias, dejando de lado sus sueños de conocer el mundo. Y, ahora, con la escasa sabiduría que da haber vivido cuarenta y dos años, me preguntó si ella, la otra Natalia, también se despertaría en medio de la noche lamentándose por haber desperdiciado su juventud para vivir una vida que no era la que le tenía reservada la sabia Fortuna.

Así no es de extrañar que yo estuviera abocada a confundir mis pasos como mi tía Natalia.

Soy hija única de un abogado para el que el trabajo es lo único que dignifica a las personas y de un ama de casa sin imaginación. Todavía me pregunto qué extraños vericuetos siguieron las leyes de la genética para dotarme de tanta fantasía. Desde muy niña, me ha gustado inventarme historias que luego he interpretado sola ante el espejo. Con ocho, nueve, diez años, aprovechaba la mañana de los sábados, cuando mi madre salía a hacer la compra, para colarme a hurtadillas en su habitación y disfrazarme con sus chales, sombreros y collares con el propósito de parecer un personaje de “Mujercitas”. Repetía los diálogos que me sabía de memoria y que, para no aburrirme, cambiaba a mi antojo; lo mismo que la trama, que según el día tenía uno u otro desenlace. En mi carta a los Reyes Magos nunca faltaba el traje de una princesa o de un pirata o de Peter Pan o de Wendy que hacían brillar mis ojos como ni tan siquiera la muñeca Lucinda consiguió hacerlos relucir. Y mis noches de entonces no estaban llenas de preguntas sino de arriesgadas aventuras de las que siempre salía victoriosa.

A mis padres no les importaba que cultivase mi vena teatral siempre que no descuidase mis estudios. Tenían muy clara la misión que había de dirigir mi vida: mi meta era llegar a ser abogada para que me hiciese cargo del bufete de mi padre. Así que permitían que me ocupara en todo lo que se me antojaba siempre que los recompensase siendo, según el ejemplo de mi tía Natalia, una niña buena y los obsequiase con unas altas calificaciones en el colegio.

Tenía catorce años cuando abrieron una escuela de arte dramático a pocos metros de mi casa: Escuela de Teatro “Sigue tu Estrella”. Después de ver el cartel que anunciaba su apertura, no conseguí conciliar el sueño hasta que me armé de valor y les pedí a mis padres que me matriculasen en uno de sus cursos. Elegí para hacer mi petición una tarde en la que nos vino a visitar mi abuela materna. Era ésta una mujer dulce y bondadosa que apenas se atrevía a hacer oír su voz cuando se encontraba con gente desconocida, pero que ponía en marcha toda su energía cuando se trataba de concedernos un deseo, incapaz de negar a sus nietos un capricho por extravagante que éste fuera. De manera que no podía haber otro momento más propicio para dar a conocer mi anhelo. Al principio mi padre se negó en rotundo con el pretexto de que entorpecería mis estudios, pero mi abuela intercedió por mí y se ofreció a pagarme las clases ella misma. Hubo una acalorada discusión en la que mi padre parecía que iba a salir victorioso, mas finalmente llegaron a un acuerdo: matricularme en uno de los cursos de la escuela de teatro con la condición de abandonarlo tan pronto como perjudicase mi rendimiento en el colegio.

Los cuatro años siguientes fueron los más felices de mi vida. Y deben creer que no exagero. A pesar de que me sentí como si tocara el cielo con la punta de los dedos el día que me casé, nunca me he sentido tan plena como aquellas tardes de los miércoles cuando subía al pequeño escenario de la escuela y me transformaba en Morgana o declamaba los versos que Zorrilla escribió para doña Inés. Ni nunca estudié con tanto afán como aquellos años, temerosa de que un descenso en mis calificaciones pusiese fin a mi carrera como actriz.

El último año que estuve en la escuela de teatro contrataron a un profesor nuevo. Era mucho más joven y dinámico que el resto de docentes que formaban parte de la plantilla de la escuela. Había estado cinco años recorriendo el mundo en pequeñas compañías de teatro de Italia y Escocia, lo que le había dado una visión muy distinta de lo que debían ser las artes escénicas. Era alegre y entusiasta capaz de hacernos creer que la simple recitación de un verso tenía el poder de cambiar el mundo. Y no sólo eso. Nos contagiaba su alegría y entusiasmo sugestionándonos hasta el punto de creernos como él. No le gustaba dar las clases entre las cuatro paredes de las aulas. Nos hacía levantar antes de la salida del sol para tomar un autobús que nos llevaba a la ladera de la montaña y, allí, en medio de la naturaleza, nos hacía hablar de los más íntimos sentimientos sacando de nuestro interior emociones que ni nosotros sospechábamos que tuviéramos. Sólo a él le confesábamos las esperanzas que nos hacían vivir y los miedos que nos cortaban el aliento atreviéndonos a contarle todo aquello que nos ocultábamos a nosotros mismos. Y, luego de alentarnos en los anhelos y consolarnos de las tristeza, nos hacía sacarlo de muy dentro cuando interpretábamos un papel. Los personajes, decía, vivían en nosotros, sólo había que darles una oportunidad para que salieran a la luz.

Pronto, Ignacio, que así se llamaba el joven profesor, se convirtió en el centro de nuestra existencia. Éramos seis o siete chicos de dieciocho y diecinueve años con la ilusión de la juventud; unas ansias irreprimibles por cambiar el mundo que él, que era el guía que había de llevarnos hacia la Tierra Prometida, nos alentaba a creer posible. Así que pasábamos más y más tiempo en su compañía. Como estábamos cursando los primeros cursos de la universidad y sólo teníamos que asistir a clase por las mañanas, dedicábamos las tardes a acondicionar un local que había alquilado en las afueras de la ciudad y que quería transformar en un taller de artes escénicas. 

Como si tuviéramos un acuerdo tácito entre nosotros a nadie le hablábamos de esos momentos fuera de la escuela de teatro en los que nos dejábamos llevar por la arrolladora presencia de Ignacio. Era como si temiéramos que, si hablábamos de ello, se fuera a romper el hechizo para encontrarnos de nuevo en un mundo gris sin mucho futuro para nosotros. Lo cierto es que íbamos dejando atrás a nuestros amigos de la infancia y primera juventud, que no nos relacionábamos más que entre nosotros ignorando lo que sucedía fuera de aquel círculo de privilegiados: Los elegidos por Ignacio.

Poco después de Navidad nos propuso dejar las clases en “Sigue tu Estrella” y asistir únicamente a las clases que daba él en su local. Su plan, dijo, era montar una pequeña compañía de teatro para salir al año siguiente a representar obras clásicas por los pueblos. Algo me decía que mis padres no iban a estar de acuerdo con el cambio, que de nada me iba a servir decirles que lo que aprendíamos con Ignacio era infinitamente superior que lo que nos enseñaban los profesores de la escuela. De manera que no les dije nada y abandoné las aulas de la escuela de teatro para seguir la estela de Ignacio. A él le daba el dinero que me entregaban mis padres para pagar las clases además del que ganaba enseñando lengua a unos alumnos que busqué poniendo un anuncio en un tablón de anuncios de la universidad.

En febrero tuve mis primeros exámenes de Derecho y, por primera vez en mi vida, supe lo que era el fracaso. Estaba tan absorbida por el teatro que no tenía tiempo para estudiar. Sentí vergüenza cuando vi que no había aprobado más que la asignatura de Derecho Romano y eso porque en el último año del colegio había tenido un profesor de Latín que nos dio algunas nociones de la materia jurídica. ¿Qué había sucedido? Yo, que siempre había sido una alumna brillante, que estaba familiarizada con los asuntos del derecho porque, desde niña, mi padre comentaba conmigo sus casos, me había dejado superar por casi toda la clase.

Pasé unos días terribles sin atreverme a hablar con mis padres y mucho menos mostrarles mis calificaciones hasta que una mañana, en lugar de asistir a clase, fui en busca del consuelo de Ignacio.

No podría decir cuánto tiempo pasé en su apartamento. Sé que estuve llorando, que le hablé de mi tía Natalia, de cómo había sacrificado su vida para hacer lo que se esperaba de ella, de cómo, si no ponía remedio, estaba abocada a repetir la misma historia. Dije cosas de mi padre y de mi madre que luego me avergoncé haber dicho pero que, en aquel momento, aliviaron la amargura de mi corazón. Y, cuando el manantial de mis lágrimas parecían que iban a anegarlo todo, Ignacio me tomó en sus brazos y me acunó mientras me susurraba al oído promesas de amor y libertad.

Salí del apartamento con la certeza de que, al finalizar el curso, me llevaría con él para ser la primera actriz de la pequeña compañía de teatro que quería formar; que recorreríamos tierras y países extraños y nos abriríamos camino en el mundo del drama y la comedia. Y con tales promesas, ya no importaba si aprobaba o suspendía pues mi destino no era ser otra tía Natalia sino conquistar con mi talento las cumbres del éxito. Aun así, le oculté a mis padres las calificaciones de mis exámenes: ya habría tiempo de explicarles mis planes. Es cierto que en la noche me asaltaban los temores cuando imaginaba la reacción de mi padre al decirle que no iba a ser una abogada como él, sino que mi destino estaba sobre las tablas, mas, pensaba que, cuando llegase el momento, encontraría las fuerzas necesarias en la esperanza. 


¡Qué ilusa era, Dios mío! No podía estar más equivocada y ahora, mientras rememoro el ayer, me lamento una vez más por no haber tenido en su momento el coraje necesario para imponer mi voluntad y tomar entre mis manos el mundo que se me ofrecía. Pero no me atreví. Cuando hube de enfrentarme a mi destino, retrocedí y preferí la seguridad de la tía Natalia a romper con mi familia para seguir la incierta felicidad que me ofrecía Ignacio.

Mis calificaciones en junio no fueron mejores que en febrero y, esta vez, no podía ocultárselo a mis padres. Intenté posponer la noticia más y más con excusas cada vez más increíbles hasta que un domingo mi padre me llamó a su despacho.

Lo sabía todo. Mis engaños, las veces que había faltado a las clases de la universidad, cómo había dejado la escuela de teatro sin decirles nada y había destinado el dinero que me daban para las clases en sufragar las que me daba Ignacio; cómo, en fin, había defraudado su confianza. Y de nada supe defenderme ante sus argumentos. Mi padre me repetía una y otra vez que estaba malgastando mi vida en una absurda quimera, mientras yo callaba dejando deslizar las lágrimas por mis mejillas. Después de dos horas de gritos y llantos, me hizo prometer que regresaría al camino del que un año antes me había desviado, que no volvería a ver al joven profesor y, desde luego, no quiso oír una palabra cuando intenté decirle que quería ser actriz. Aquella tarde se decidió mi destino; aquella tarde pude haber levantado la voz para decir lo que yo quería y lo que no quería. Pero no me atreví y ahora lamento no poder hacer nada para retrasar el reloj y cambiar mi destino.

Prometí cuanto me pidió mi padre y el miedo a decepcionarlo y perderlo me hizo cumplir cada una de mis promesas.

Días después recibí una llamada de Ignacio. Estaba preparando una gira por los pueblos del país con “El alcalde de Zalamea” y se preguntaba a qué se debía mi desaparición. A punto estuve de hacer el equipaje y correr tras él, pero el miedo a perder a mi familia era mayor que el temor a decepcionarlo. El joven profesor intentó persuadirme sacando a relucir todo lo que a lo largo del año le había dicho de mis padres. Dibujó ante mí un futuro tan gris como el presente en el que ahora me hallo inmersa. Pero, aunque desgarró mi corazón, no logró infundirme el valor necesario para que me enfrentase a mi padre y tomase el camino deseado.

Me convertí en lo que ellos querían que fuera. Terminé la carrera con las más brillantes calificaciones y entré en el bufete de abogados de mi padre. Dos años después creí enamorarme de Félix, el hijo de uno de los socios y también abogado: el yerno perfecto. Amable, bondadoso, culto y educado. Al que no le iban las extravagancias ni se dejaba llevar por quimeras de la imaginación. No tuvimos hijos: dejamos transcurrir el tiempo esperando que llegase el momento apropiado y luego lo olvidamos, sumergidos en una vida presidida por la rutina: la rutina del trabajo, de las cenas de los sábados con amigos, de la asistencia a los últimos estrenos de cine y de teatro, del viaje en otoño a alguna ciudad europea... A los ojos del mundo, somos un matrimonio dichoso. Y tal vez lo seamos. Mi marido y yo ya no necesitamos hablar para saber lo que el otro siente; lo que el otro piensa. O quizá creamos que lo sabemos y esa creencia no sea sino una coartada para ocultarnos lo que de verdad sentimos y pensamos. Como esta noche en la que miro a las estrellas y me pregunto por qué no puedo retrasar el reloj y volver al momento en el que se truncó mi destino.


II 

Unos golpes suaves se colaron en el sueño de Natalia, pero ella se resistía a abandonar el bienestar que la envolvía.

—Natalia, querida, ¿te encuentras mejor? —le preguntó una voz femenina.

Debía de estar aún soñando porque la voz le recordó la de su tía, fallecida hacía varios años. Alargó la mano como si quisiese aferrarse a la seguridad del cuerpo de su marido, pero alguien la había llevado a una cama pequeña y a su lado no había más que vacío. Las ensoñaciones no la abandonaban pese a que el desconcierto la animaban a despertarse. De lejos oía dos voces femeninas, la de su madre y su tía, que susurraban como si temiesen despertarla.

—Déjala dormir —decía su madre con una voz insólitamente juvenil —. Cuando se despierte se le habrá pasado el disgusto y se mostrará más razonable. Vámonos.

Oyó alejarse el taconeo que tan familiar le era en la infancia mientras sus sentidos parecían animarse para hacerla creer que estaba despierta acostada en la cama del dormitorio de su niñez. El sueño la había hecho retroceder a una época en la que su madre aún caminaba con la elegancia de Lauren Bacall y su tía Natalia velaba para que fuese feliz. Con la certeza de que despertaría en cualquier momento, posó los pies descalzos en el suelo y el frío de las baldosas la hizo estremecer. Se acercó a la cómoda para encender la luz de la lámpara pues la persiana estaba bajada. Sus ojos se encontraron con su imagen en el espejo; o más bien habría que decir que la joven que le devolvía la mirada desde el otro lado del cristal no era la mujer que veía cada mañana al despertar sino la muchacha de dieciocho años que en otro tiempo fue. Se miró los brazos que asomaban de un camisón hacía décadas desechado. Su piel estaba tersa como la de una niña. Se levantó la ropa en busca de la cicatriz de cuando le extirparon el mioma, pero en su lugar encontró un vientre plano sin estrías ni marca alguna. Más abajo, sus pies, finos, con las uñas pintadas, no mostraban las huellas del maltrato de los años. ¿Qué sueño era aquél? Tanto desear retrasar el reloj la había llevado a soñar que volvía a tener dieciocho años.

—Natalia, hija mía, ¿ya te has despertado? 

Su tía otra vez. Debía de haber oído los ruidos que había hecho al levantarse.

—Tu madre me lo ha contado todo. ¡Menudo disgusto debes de haberte llevado! Pero no te preocupes, querida, seguro que encontramos la manera de que tu padre y tú os entendáis. Anda, vístete y vamos a dar una vuelta.

Natalia se dejó llevar animada por una creciente curiosidad: quería saber en qué terminaría aquel sueño tan nítido que parecía real. Se puso el vestido que descansaba desmañado en la butaca que había junto a la ventana y las sandalias doradas que asomaban debajo de la cama. Por un momento se sintió embriagada de gozo al comprobar cómo lucían sus pies calzados con ellas sin que ninguna imperfección la obligasen a esconderlos. 

Se dejó conducir por su tía hasta una heladería que tiempo atrás hubo a tres calles de la casa de sus padres. Su asombro iba en aumento al comprobar que su cerebro hubiese guardado en su subconsciente recuerdo de detalles insignificantes que, en su momento, hubiera creído que le pasaban inadvertidos, pero que reconoció al instante cuando los vio: una grieta en el techo de la heladería, una silla que cojeaba ligeramente, el joven camarero que contrataron aquel año y que sólo estuvo unas semanas porque una mañana desapareció sin despedirse de nadie, el aroma a vainilla y caramelo... Natalia lo contemplaba todo entre admirada y temerosa. Era todo tan real que, por un momento, un extraño pensamiento cruzó su cerebro como un relámpago:

—”¿Y si todo lo vivido con Félix hubiese sido un sueño?”

Se revolvió en su asiento y respiró hondo para despertar de aquel sueño que la estaba empezando a causar tanta desazón. Su tía le estaba hablando pero ella apenas prestaba atención a sus palabras pues andaba intentando resolver el enigma que la envolvía.

—... Sé cómo te sientes, Natalia —estaba diciendo su tía —, pero no creas que te voy a decir que has obrado bien. Deberías haber hablado con tus padres antes y haberles contado que habías dejado la Escuela de Teatro para seguir las clases de ese profesor. Estoy segura de que a tu padre le han dolido más tus mentiras que tus suspensos.

Como si respondiera a un extraño resorte, Natalia respondió sin pensar:

—Quiero ser actriz, tía. No quiero ser abogada, no quiero acabar haciendo lo que no me gusta por agradar a mis padres, no quiero terminar como tú.

Se hizo un incómodo silencio que la llegada del camarero con los sorbetes de limón que habían encargado no pudo aliviar.

—Perdona, tía, no quise ofenderte. Es sólo que me gustaría ser yo la que elige el camino que voy a seguir en la vida. No quiero levantarme un día en medio de la noche lamentándome por la vida que llevo y preguntándome lo que hubiera ocurrido si hubiese seguido mi instinto.

—Eso no sabes si ocurrirá. Créeme, los sueños de juventud se desvanecen con el tiempo.

—Yo sé que siempre lamentaré no haberlo intentado. Parece que me estoy viendo: con cuarenta años casada con un hombre aburrido, abogado, por supuesto, para que le guste a mi padre, pero aburrido.

La tía Natalia no pudo reprimir una carcajada ante la ocurrencia de su sobrina, pero temiendo que su sobrina pudiera sentirse ofendida, le dijo: 

—De acuerdo. Inténtalo. Pero date un tiempo, por ejemplo, un año, y si no te sale bien, siempre puedes retomar tus estudios.

—Pero, ¿cómo voy a convencer a mi padre? Él no será tan comprensivo como tú.

—Yo no soy tan comprensiva como piensas. No me gusta nada la idea de que te vayas a recorrer esos caminos de Dios en plan titiritero, pero no creo que la solución sea prohibírtelo. Eres tú la que debes convencerte de que se trata de un error.

—No lo es. Lo sé. 

—Yo no lo sé, pero tampoco es mi intención discutir contigo. Así que te apoyaré ante tu padre con la condición de que, si algo sale mal, me lo harás saber.

Cuando regresaron a casa, su padre permanecía encerrado en su despacho. Desde el pasillo se le oía ir y venir por la habitación como si quisiera desembarazarse de la cólera que le había producido la riña con su hija. Con cada zancada Natalia creía sentir como afirmaba su voluntad inapelable. Aquel no era pues el momento oportuno para decirle nada pero no dejaría pasar dos días sin hablar antes con él.

Ya por la noche noche, se ofreció a ayudar a su madre a preparar la cena. Mientras pelaba las patatas para una tortilla, trataba de ganársela con palabras zalameras. Le pidió perdón por sus engaños antes de contarle la emoción que sentía cuando ponía un pie en las tablas. Le explicó cómo Ignacio era capaz de hacer desaparecer sus inseguridades y lo infeliz que se sentiría si no intentaba ser actriz. Su madre no le respondía sino con profundos suspiros y Natalia acogía inquieta su silencio temiendo que escondiera una desaprobación a sus palabras.

Hubo de esperar varios días hasta que encontró la ocasión para hablar con su padre. La espera iba acompañada de la certeza de estar viviendo en medio de un extraño sueño. Cada minuto esperaba despertar junto a su esposo, pero el tiempo seguía transcurriendo sin que se rompiera aquel extraño encantamiento. Por las noches le venía a la memoria el rostro de su marido, sus caricias y el aroma del magnolio que crecía en el jardín. Entonces la invadía la nostalgia, un sentimiento de vaga tristeza, y daba vueltas en la cama esperando despertar junto a Félix en cualquier momento, pero cuando llegaba la mañana, se veía de nuevo inmersa en la vida de su juventud. 

A escondidas de sus padres, fue caminando una tarde hasta el taller de teatro Ignacio. Casi se detiene su corazón cuando divisó de lejos su camisa vaquera desgastada y sus rebeldes cabellos de color cobrizo. Por ser domingo, no había ningún otro alumno con el joven profesor, que parecía estar esperándola sentado en el poyete a la entrada del taller con un cigarrillo en la comisura de los labios. Natalia tuvo que pararse un instante para apaciguar los latidos de su corazón. La opresión en el pecho le impedía respirar. ¡Cuánto lo había echado de menos a lo largo de los años! Agitó la mano a modo de saludo y toda ella se llenó de gozo cuando se dejó envolver por su abrazo. Pasó la tarde bajo el hechizo de su voz. Tal era su emoción que apenas fijaba su atención en el significado de las palabras. Para ella no hubo más que el timbre cálido de su voz y los sentimientos que transmitía. Y cuando, al caer la noche, tomó el camino de regreso a casa, la acompañaba la convicción de que esta vez nada ni nadie la persuadiría a adoptar la decisión equivocada.

La conversación con su padre discurrió aún con más acritud que la que mantuvo cuando se descubrieron sus engaños, pero esta vez Natalia se mantuvo firme. Contaba con la ilusión de los dieciocho años, mas también con la serenidad de la experiencia de una mujer madura. Así que, a pesar del tono elevado de la discusión, pudo dar los argumentos que durante más de veinte años se había dado a sí misma y logró que la permitiera intentarlo por un tiempo.

Dos meses después ya estaba en camino. La compañía de teatro de la que tanto había hablado Ignacio durante el curso resultó ser finalmente un grupo de apenas tres actores que representaban fragmentos de las obras de Calderón de la Barca en las plazas de pueblos. Del grupo que durante el curso había asistido a las clases de Ignacio, sólo se había unido Natalia, el resto retomó su vida de estudiante donde la había dejado olvidando que un día albergaron deseos de volar. Por ello tuvieron que buscar otros dos actores, que se sumaron a la compañía tras responder a un anuncio en la prensa: un joven actor principiante y una actriz ya madura olvidada del público que se negaba a darse por vencida. 

Trabajar con extraños no fue fácil para Natalia, que echaba de menos la camaradería que presidía el grupo de estudiantes de teatro. Como contrapartida, se estrechó su relación con Ignacio. Pasaban la mayor parte del día juntos en los ensayos, buscando las autorizaciones municipales para actuar o confeccionando el vestuario y el atrezzo. La responsabilidad de mantener la compañía de teatro puso ante Natalia un nuevo Ignacio. Aunque no sucedía muy a menudo, de vez en cuando perdía la paciencia cuando las cosas no salían como él quería. Sus explosiones de ira no duraban mucho tiempo pero sacaban a la luz tanta furia que Natalia empezó a temerlas. Una palabra equivocada, un vestido arrugado o la cuenta de un restaurante le hacían perder los estribos y decir las frases más crueles. Tenía gran habilidad para descubrir los puntos débiles de los demás, aquello que más daño hacía, y lo sacaba a relucir en los momentos en los que los otros estaban desprevenidos. El fuego de la cólera se extinguía con la misma celeridad con la que había aparecido. Entonces, arrepentido y avergonzado, suplicaba el perdón del que apenas unos instantes antes había ofendido y, luego, parecía olvidarlo como si nunca hubiese ocurrido nada.

Natalia, por ser quien se encontraba más cerca de él, era víctima del temperamento de Ignacio con mayor frecuencia. Conseguía asustarla cuando, pese a esmerarse en los trabajos que le encomendaba, la acusaba de descuidada y de falta pulcritud. Acrecentaba su inseguridad en el escenario ridiculizando sus errores y resaltando sus defectos, consiguiendo, entonces, aturdirla. Aterrorizada, se quedaba en blanco incapaz de pronunciar una palabra inteligible y, al finalizar el ensayo, la atormentaba la culpa por provocar su enfado. Mas, pasado un tiempo, Ignacio se acercaba a ella y, con lágrimas en los ojos, le rogaba que fuera clemente con él. Acababan en brazos el uno del otro, consumiendo en el fuego de la pasión la culpa que a ambos devoraba.

Llevaba dos años en la pequeña compañía de teatro cuando Ignacio empezó a pedirle dinero. Desde el principio, le había dejado claro que pasaría algún tiempo antes de que le pudiese ofrecer un sueldo por su trabajo: lo que conseguían en las representaciones apenas le daba para hacer frente al importe del transporte y el alojamiento de la compañía y para pagar, poco pero algo, a los otros dos actores. A ella no le importaba demasiado este acuerdo pues disponía de un dinero en una cuenta corriente donde su tía Natalia le ingresaba cada mes una cantidad que, aunque no era muy elevada, le bastaba para sus gastos. Pero, cuando Ignacio empezó a pedirle dinero, se asustó. Primero no eran más que pequeñas sumas: apenas un puñado de billetes para hacer frente a un gasto urgente, la cuenta de un hotel, el pago de los tiques del tren... Pero estas sumas fueron haciéndose más y más elevadas a medida que pasaba el tiempo. Para entonces él tenía un dominio absoluto sobre su voluntad. El miedo a provocar su ira la paralizaba y prefería acceder a sus deseos que a enfrentarse a una de sus miradas enfurecidas. Así que le entregaba todo lo que le exigía: no sólo sus ahorros, sino que le iba dando trocitos de sí misma hasta no ser más que la sombra de Natalia.

A veces, en mitad de la noche, se levantaba desvelada. Se asomaba al cielo y preguntaba a las estrellas si alguna vez existió la otra Natalia: una mujer gris, casada con un hombre gis, que soñaba con una existencia rutilante entre bambalinas, pero a la que no la asediaba el miedo a fallar a nadie. Y se preguntaba si fue el reloj el que retrocedió o todo lo vivido antes no fue sino un sueño. Pero, cuando cantaba la alondra por la mañana, la abandonaba la angustia con el solo sonido de la voz de su amado y la embargaba el deseo de hacerle dichoso.

Era primavera cuando contrataron a Eva, una actriz principiante que traía la inconsciente alegría de la juventud. Al compararse con ella, Natalia se sintió envejecida, pese a no hacer unos meses que había cumplido sólo veintiún años, apenas dos más que la debutante. Fuera donde fuera oía su risa cantarina y veía a Ignacio rondándola con las galantes palabras que en otro tiempo le dedicara a ella. Cuanto más amable era con la joven recién llegada, más irritable se mostraba con Natalia, que veía con miedo como se iba alejando de ella. Y cuanto más alegría mostraba Eva más taciturna se volvía Natalia. Su semblante se tornó huraño y con sus tristezas le parecía que Ignacio la rehuía más y más. Con el tiempo, no sólo le hurtaba los momentos de intimidad por pasar un rato divertido con Eva, también le quitaba los papeles de protagonista y se los ofrecía a la nueva actriz. Al principio engatusaba a la pobre Natalia con carantoñas y la embaucaba con palabras mimosas y engañosas, pero con el tiempo dejó de lado los disimulos y la apartaba sin darle explicación alguna, como si no mereciera la pena calmar sus arranques de mal humor y de tristeza.

Llegada la noche, Natalia ponía a sus pies todos sus encantos de seducción, pero Ignacio respondía con desgana a sus caricias o se apartaba de su lado pretextando cansancio. Ella replicaba con acalorados reproches que no conseguían sino alejarlo más y más. 

Un día se despertó sobresaltada muy de mañana. A través de la ventana abierta se colaba un viento furioso que hacía huir despavoridas a las cortinas. Sobre la mesita de noche, revoloteaba una hojas del guión de la obra que estaban representando y en el suelo yacía su ropa con desdeñoso descuido pese a que recordaba haberla dejado doblada con cuidado encima de la silla. A esa hora tan temprana no se oían más que los pasos sigilosos de algún que otro huésped trasnochador del hostal. Una extraña inquietud se apoderó de Natalia, un vago temor, la sensación de que algo había cambiado irremediablemente pero que no sabía lo que era. Miró a su alrededor buscando indicios que explicaran su aprensión. Entonces se dio cuenta de que en la habitación habían desaparecido las cosas de Ignacio. Abrió su armario y no encontró sino las perchas desnudas y los cajones vacíos. Abrió el suyo y allí estaban sus vestidos y sus faldas, sus pantalones y sus jerséis. En la balda superior yacía su bolso abierto como una boca desvergonzada. Un presentimiento cruzó su mente apenas un instante. Rebuscó en el bolsillo interior del bolso donde guardaba el dinero. Estaba vacío. Fue hacia la cómoda y encontró todos los compartimentos del joyero abiertos. No quedaba más que un broche de bisutería que le compró Ignacio en una feria. Habían desaparecido la medalla de la primera comunión, el collar de perlas que le regaló su padre al cumplir dieciocho años y hasta un anillo que apenas era un hilo de oro que había sido de su abuela. 

Más y más aturdida, anduvo dando vueltas por la habitación sin saber qué hacer. A las nueve de la mañana llamó a Ignacio al móvil pero no le respondió más que una voz impersonal que decía una y otra vez que ese número de teléfono no existía. Bajó a recepción y la señorita que había estado en el turno de noche le dijo que lo había visto salir con Eva en mitad de la noche cargado de equipaje. Pero hasta mediodía no fue consciente de lo que se le venía encima.

Ignacio la había abandonado dejando sin pagar las habitaciones del hostal que ocupaba la compañía. Tampoco había abonado el precio de la sala donde habían estado representando una adaptación de “La dama duende”, ni el salario del actor que los acompañaba y al que ya debía ocho meses. Aturdida, intentaba atender las quejas de unos y otros que, al enterarse de la huida de Ignacio acudían a ella como si fuese la culpable de que no se les hiciese efectivos los pagos. Mas Natalia sólo entendía que la había abandonado dejándola sola y sin dinero en mitad de la nada. Se acercó a una sucursal del banco pero lo que le quedaba en la cuenta no le daba más que para alojarse unos cuantos días en el hostal. Entonces recordó que una semana antes Ignacio le había pedido una gran cantidad dejando la cuenta medio vacía. ¿Cómo era posible que hubiera permitido que la engañara de esa manera?, ¿cómo no lo había visto venir? Su mente no hacía más que ir y volver sobre estas preguntas.

Estuvo tres días sin atreverse a salir de su habitación, donde el desorden se estaba haciendo dueño de cada rincón. Natalia esperaba acurrucada junto a la cama que algo sucediese, que Ignacio volviese para decirle que todo había sido fruto de un malentendido. Pero el tiempo pasaba y la situación iba a peor. De vez en cuando, alguien aporreaba la puerta exigiendo su dinero. Entonces ella se encogía más y más. Hasta que el cuarto día se levantó furiosa consigo misma por haber puesto su vida en manos de un embaucador que la dominaba. Se dio cuenta que durante años, mientras creía huir de la mediocridad del mundo, había estado amando a un hombre que no existía: un ser vulgar que no tenía otro talento que saber construir castillos en el aire. Entonces se duchó, encargó un suculento desayuno y telefoneó a su tía Natalia. 

Fue su padre quien acudió en su rescate. Estuvo tres horas hablando con ella. No le ahorró ni una lágrima mientras escuchaba toda la historia sin dejar que omitiese ni el detalle más ínfimo. Tampoco dejó de hacerle saber todo lo que había sufrido su madre con su marcha, con su silencio en casi tres años, ni la decepción que había sentido él al ver defraudadas todas las esperanzas que puso en ella. Pero también le hizo la promesa, que nunca dejó de cumplir, de no volverle a hablarle más de esos años de sufrimiento. Después, se hizo cargo de todo, incluso de poner una demanda a Ignacio por estafador, aunque nunca lo llegaran a encontrar. 

A su regreso, Natalia retomó sus estudios. La ciudad donde siempre había vivido le pareció más pequeña que nunca y en ella se sentía como una extraña. Por segunda vez volvía a la casa de sus padres después de vivir otra vida. Pero en esta ocasión se sentía rota y sin fuerzas. Después de tres años, nadie la conocía en la universidad ni ella tenía interés por intimar con sus nuevos compañeros de clase. Dedicó todos sus esfuerzos en terminar cuanto antes la carrera y, luego, se incorporó al bufete de abogados de su padre donde, entre caso y caso, hacía todo lo que estaba en su mano por olvidar los años desperdiciados con Ignacio.

Cuando se encontró a Félix casi no pudo contener las lágrimas de la emoción. Se propuso conquistarlo aunque temía que esta vez no fuera tan sencillo. Ella no era la Natalia ingenua que suspiraba por no haber conseguido su sueño de ser actriz, sino una mujer con mucha vida por detrás, con muchas cicatrices en el alma y la desconfianza de quien ha sido engañada. Pero contaba con la ventaja de conocer mejor que él mismo el corazón del hijo del socio de su padre y, en menos de ocho meses, se casó con él. Y al recibir el primer abrazo de su marido sintió que de verdad había vuelto a su casa.

En poco tiempo se vio inmersa en la monotonía de un matrimonio corriente. Nunca esperaba que ocurriese otro suceso extraordinario que una tarde de lluvia en agosto después de un día de sofocante calor. No tuvieron hijos. Cada año iban postergando su llegada hasta que los olvidaron. El tiempo pasaba y un día seguía a otro entre la rutina del trabajo, las cenas de los sábados con amigos, la asistencia a los últimos estrenos de cine y de teatro, el viaje en otoño a alguna ciudad europea... Y atrás dejó los años pasados con Ignacio como si nunca hubiesen existido. 


Hoy la gente la tiene por dichosa y ella también cree que lo es. Con cuarenta y dos años, siente que ha conseguido todo lo que cualquiera puede desear en la vida. Pero, a veces, se despierta en medio de la noche con un extraño desasosiego. Su marido duerme a su lado ajeno a la inquietud que la embarga. Se levanta con sigilo para no perturbar su sueño y sale a la terraza. Las estrellas parecen estar esperándola para recordarle sus anhelos de juventud y no puede evitar preguntarse de qué extrañas argucias se vale el destino para que tomemos el camino que tomemos acabe llevándonos adonde él quiere. Como ni siquiera cuando creemos rectificar en nuestras decisiones nos libramos de nuestro sino. El suyo vino marcado cuando, al nacer, su padre se empeñó en ponerle el nombre de su hermana: Natalia.














martes, 5 de enero de 2016

Lucinda



Carlota se despertó antes de que su madre se levantase. Cosa rara en ella pues, en sus cinco años de vida, no recordaba un día en que mamá no la rescatase del mundo de los sueños. Le cosquilleaba la nariz con una pluma rosa que se le había caído del sombrero a D'Artagnan, el mosquetero de trapo que la velaba por las noches. Después, la ayudaba a abrir los ojos con un suave soplido, dulce brisa para la niña, que despertaba con una sonrisa en los labios.

Aquella mañana, Carlota abrió los ojos con las primeras luces de la aurora. A sus oídos llegaba el murmullo de las tranquilas respiraciones de sus padres en la habitación de al lado. Por una rendija de la persiana se colaba un rayo de sol que iba directo al payaso, iluminándole media cara y dejándole en la sombra el ojo izquierdo. Y, así, cual bravo pirata, le dio los buenos días. Todavía adormilada, vio una sombra que cruzaba el pasillo y la punta de un manto de armiño escabuyéndose hacia el hall. Entonces, lo recordó: ¡Los Reyes Magos! Su corazón empezó a bailar en su pecho de la emoción y las sábanas de su cama le rascaron su tierna piel animándola a poner los pies en el suelo. ¿Le habrían traído a Lucinda? Saltó de la cama aprisa, pero cuidando no hacer ruido, no fuera a despertar a sus padres y, sin pararse a calzarse las zapatillas, salió corriendo hacia el salón.

Estaba tan nerviosa que, cuando entró en la espaciosa habitación, el gran árbol de Navidad no le dejó ver más que sus esferas de colores. En aquella parte de la casa, el sol era un poco remolón y tardaba en entrar por el ventanal. Medio a oscuras, avanzó por la alfombra y tanteó hacia delante, cuando un estruendo hizo que se le parara el corazón. Miró a su derecha, hacia donde venía el ruido, y vio a dos pastorcillos del Nacimiento aplastados por una palmera. Arregló el desaguisado que, con sus nervios, había armado, encendió la lamparita que había junto al teléfono y...

Y la vio. Allí estaba, bajo el abeto. Rubia. El pelo le caía en tirabuzones sobre los hombros. Sus ojos azules eran grandes, redondos, como canicas. Llevaba una falda de cuadros escoceses rojos y una blusa blanca con las mangas de farol; zapatos de charol negros y calcetines blancos de perlé. Sus manitas tendidas hacia delante parecían querer dar un abrazo a Carlota. Y ella, temerosa de que Lucinda se desvaneciera, se acercó de puntillas. Se arrodilló junto a la preciosa muñeca, la cogió en sus brazos y la cubrió con sus besos.

Detrás de ella, se oían ruidos de pasos, el tris tras de una persiana al abrirse, las voces de papá y mamá dando la bienvenida al nuevo día. Carlota salió corriendo hacia la habitación de sus padres, sin soltar a Lucinda. Emocionada, se la mostró primero a papá y luego a mamá, que la contemplaron admirados.

Ya en la cocina, su madre le preparó un chocolate caliente y le partió un buen trozo de Roscón de Reyes. El dulce pastel, cual corona real, estaba engalanado de gemas preciosas: rubíes, topacios y esmeraldas. Carlota sentó a Lucinda en una silla junto a la suya. Le puso una taza y un plato con un dibujo de los personajes del mundo de Hollie Hobbie, una servilleta festoneada de puntillas y una cucharita de plata con el mango de marfil que le regaló su abuela al nacer.

Pasó la mañana, Carlota, enseñándole a Lucinda su nuevo hogar: el cuarto de la plancha, con su aroma a ropa limpia; la biblioteca, repleta de historias, frases, palabras y letras que llegaban hasta el techo. En el dormitorio de invitados, le mostró las camas gemelas, que parecían salidas de un cuento de hadas. Dejó para el final el cuarto de jugar. En él tuvo mucho trabajo. Uno a uno le fue presentando a los personajes que en él vivían: Pepón el payaso, D'Artagnan, Gus el conejo... Le enseñó los puzzles, la casita de muñecas. Y dejó para el final los disfraces, que fue poniéndose para maravillar a Lucinda.

A las cinco de la tarde, los tíos y los abuelos llegaron cargados de regalos. ¡Ninguno tan bonito como Lucinda! Con ellos venía también Héctor. No era el primo de Carlota ningún príncipe de Ilión que opusiérase a la guerra entre griegos y troyanos. Era fanfarrón y belicoso; disfrutaba haciendo rabiar a su prima. Un año mayor, aprovechábase del respeto que inspiraba a la niña y se valía de su fuerza para hacerse obedecer. El padre de Carlota los envió al cuarto de jugar que, en poco tiempo, el bárbaro niño convirtió en campo de batalla. Cogió la pelota de goma, que guardaba Carlota cual tesoro, y dándole una, dos, tres patadas, fue apuntando a las cabezas de los muñecos de su prima.

—Pum, pum —gritaba el fiero militar— ¡A por ese!

Carlota se fue anegando en un mar de lágrimas. Corría tras él o se ponía delante de sus amados amigos para evitar un desastre mayor; lloraba, gritaba:

—No, no. Gus, no.


Carlota iba recogiendo los muñecos que aún no habían sido víctimas de la furia de Héctor, sin que sus bracitos pudiesen abarcarlos a todos.

Y, de pronto... De pronto, los grandes ojos de Carlota se abrieron tanto que por poco se le salen de las órbitas. Una sonrisa maliciosa hizo brillar las pupilas de Héctor que, mientras le daba vueltas a la pelota entre sus manos, dirigió su mirada hacia Lucinda.

—¡¡Nooooooo!! —se oyó la voz de Carlota.

***

—¡Carlota, Carlota! —Le decía su madre—. Despierta, despierta, que has tenido un mal sueño, pero ya ha llegado la mañana. Despierta, mi niña, despierta y ven a ver lo que te han traído los Reyes Magos.

Se bajó de la cama somnolienta, frotándose los ojos con los puños cerrados. De la mano de su madre, entró en el salón. Un rayo de sol se filtraba por el ventanal, dejando a su paso una estela de polvo. Recorrió el solar rayo de lado a lado la gran habitación hasta posarse en un paquete envuelto en papel azul celeste abarrotado de miles de estrellas; un gran lazo amarillo partía en cuatro partes el regalo y en un tarjetón se podía leer: “Para Carlota”. La niña soltó la mano de su madre, se acercó presurosa y abrió con gran excitación el presente real. Bajo el papel brillante como el cielo, una capa de papel blanco susurraba cual si de suave seda se tratase y, al rasgar este delicado envoltorio, surgió la caja que escondía a la muñeca de sus anhelos: Lucinda.