martes, 5 de enero de 2016

Lucinda



Carlota se despertó antes de que su madre se levantase. Cosa rara en ella pues, en sus cinco años de vida, no recordaba un día en que mamá no la rescatase del mundo de los sueños. Le cosquilleaba la nariz con una pluma rosa que se le había caído del sombrero a D'Artagnan, el mosquetero de trapo que la velaba por las noches. Después, la ayudaba a abrir los ojos con un suave soplido, dulce brisa para la niña, que despertaba con una sonrisa en los labios.

Aquella mañana, Carlota abrió los ojos con las primeras luces de la aurora. A sus oídos llegaba el murmullo de las tranquilas respiraciones de sus padres en la habitación de al lado. Por una rendija de la persiana se colaba un rayo de sol que iba directo al payaso, iluminándole media cara y dejándole en la sombra el ojo izquierdo. Y, así, cual bravo pirata, le dio los buenos días. Todavía adormilada, vio una sombra que cruzaba el pasillo y la punta de un manto de armiño escabuyéndose hacia el hall. Entonces, lo recordó: ¡Los Reyes Magos! Su corazón empezó a bailar en su pecho de la emoción y las sábanas de su cama le rascaron su tierna piel animándola a poner los pies en el suelo. ¿Le habrían traído a Lucinda? Saltó de la cama aprisa, pero cuidando no hacer ruido, no fuera a despertar a sus padres y, sin pararse a calzarse las zapatillas, salió corriendo hacia el salón.

Estaba tan nerviosa que, cuando entró en la espaciosa habitación, el gran árbol de Navidad no le dejó ver más que sus esferas de colores. En aquella parte de la casa, el sol era un poco remolón y tardaba en entrar por el ventanal. Medio a oscuras, avanzó por la alfombra y tanteó hacia delante, cuando un estruendo hizo que se le parara el corazón. Miró a su derecha, hacia donde venía el ruido, y vio a dos pastorcillos del Nacimiento aplastados por una palmera. Arregló el desaguisado que, con sus nervios, había armado, encendió la lamparita que había junto al teléfono y...

Y la vio. Allí estaba, bajo el abeto. Rubia. El pelo le caía en tirabuzones sobre los hombros. Sus ojos azules eran grandes, redondos, como canicas. Llevaba una falda de cuadros escoceses rojos y una blusa blanca con las mangas de farol; zapatos de charol negros y calcetines blancos de perlé. Sus manitas tendidas hacia delante parecían querer dar un abrazo a Carlota. Y ella, temerosa de que Lucinda se desvaneciera, se acercó de puntillas. Se arrodilló junto a la preciosa muñeca, la cogió en sus brazos y la cubrió con sus besos.

Detrás de ella, se oían ruidos de pasos, el tris tras de una persiana al abrirse, las voces de papá y mamá dando la bienvenida al nuevo día. Carlota salió corriendo hacia la habitación de sus padres, sin soltar a Lucinda. Emocionada, se la mostró primero a papá y luego a mamá, que la contemplaron admirados.

Ya en la cocina, su madre le preparó un chocolate caliente y le partió un buen trozo de Roscón de Reyes. El dulce pastel, cual corona real, estaba engalanado de gemas preciosas: rubíes, topacios y esmeraldas. Carlota sentó a Lucinda en una silla junto a la suya. Le puso una taza y un plato con un dibujo de los personajes del mundo de Hollie Hobbie, una servilleta festoneada de puntillas y una cucharita de plata con el mango de marfil que le regaló su abuela al nacer.

Pasó la mañana, Carlota, enseñándole a Lucinda su nuevo hogar: el cuarto de la plancha, con su aroma a ropa limpia; la biblioteca, repleta de historias, frases, palabras y letras que llegaban hasta el techo. En el dormitorio de invitados, le mostró las camas gemelas, que parecían salidas de un cuento de hadas. Dejó para el final el cuarto de jugar. En él tuvo mucho trabajo. Uno a uno le fue presentando a los personajes que en él vivían: Pepón el payaso, D'Artagnan, Gus el conejo... Le enseñó los puzzles, la casita de muñecas. Y dejó para el final los disfraces, que fue poniéndose para maravillar a Lucinda.

A las cinco de la tarde, los tíos y los abuelos llegaron cargados de regalos. ¡Ninguno tan bonito como Lucinda! Con ellos venía también Héctor. No era el primo de Carlota ningún príncipe de Ilión que opusiérase a la guerra entre griegos y troyanos. Era fanfarrón y belicoso; disfrutaba haciendo rabiar a su prima. Un año mayor, aprovechábase del respeto que inspiraba a la niña y se valía de su fuerza para hacerse obedecer. El padre de Carlota los envió al cuarto de jugar que, en poco tiempo, el bárbaro niño convirtió en campo de batalla. Cogió la pelota de goma, que guardaba Carlota cual tesoro, y dándole una, dos, tres patadas, fue apuntando a las cabezas de los muñecos de su prima.

—Pum, pum —gritaba el fiero militar— ¡A por ese!

Carlota se fue anegando en un mar de lágrimas. Corría tras él o se ponía delante de sus amados amigos para evitar un desastre mayor; lloraba, gritaba:

—No, no. Gus, no.


Carlota iba recogiendo los muñecos que aún no habían sido víctimas de la furia de Héctor, sin que sus bracitos pudiesen abarcarlos a todos.

Y, de pronto... De pronto, los grandes ojos de Carlota se abrieron tanto que por poco se le salen de las órbitas. Una sonrisa maliciosa hizo brillar las pupilas de Héctor que, mientras le daba vueltas a la pelota entre sus manos, dirigió su mirada hacia Lucinda.

—¡¡Nooooooo!! —se oyó la voz de Carlota.

***

—¡Carlota, Carlota! —Le decía su madre—. Despierta, despierta, que has tenido un mal sueño, pero ya ha llegado la mañana. Despierta, mi niña, despierta y ven a ver lo que te han traído los Reyes Magos.

Se bajó de la cama somnolienta, frotándose los ojos con los puños cerrados. De la mano de su madre, entró en el salón. Un rayo de sol se filtraba por el ventanal, dejando a su paso una estela de polvo. Recorrió el solar rayo de lado a lado la gran habitación hasta posarse en un paquete envuelto en papel azul celeste abarrotado de miles de estrellas; un gran lazo amarillo partía en cuatro partes el regalo y en un tarjetón se podía leer: “Para Carlota”. La niña soltó la mano de su madre, se acercó presurosa y abrió con gran excitación el presente real. Bajo el papel brillante como el cielo, una capa de papel blanco susurraba cual si de suave seda se tratase y, al rasgar este delicado envoltorio, surgió la caja que escondía a la muñeca de sus anhelos: Lucinda.





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