lunes, 26 de septiembre de 2016

Proyecto Andrómeda








    Sé que cuesta creerlo, sé que si alguien lee estas letras puede pensar que estoy loca, que me estoy inventando esta historia que a mí misma me parece absurda. Pero, a pesar de que todo parezca indicar que estoy siendo víctima de delirios y alucinaciones, yo tengo por cierto que todo lo que voy a contar aquí no es más que la pura verdad.

    Permítanme que me presente. Mi nombre es Tamara Pérez de la Morena y, hasta hace seis meses, trabajaba para el gobierno como ingeniera aeroespacial en un programa secreto destinado a poner en el espacio una nave no tripulada. Yo, como especialista en informática y comunicación, encabezaba el equipo de quince ingenieros que diseñó el sistema de computación de a bordo, una novedosa herramienta de automatización que contaba con un programa de largo alcance para la emisión de ultrasonidos con la que se pretendía mejorar la exploración del espacio y establecer contacto con civilizaciones avanzadas del exterior. 

    Sí. Ya sé que, para los escépticos, esta historia no es muy creíble pero más de uno se sorprendería si saliera a la luz el montante de los fondos reservados que los servicios secretos dedica a la aventura espacial, como a mí me gustaba llamar a este grandioso proyecto que empezó hace ya más de veinte años.

    Poco les puedo contar del Proyecto Andrómeda sin desvelar secretos que pondrían en peligro la seguridad, ya no de nuestro país, sino de todo el planeta. Y, créanme que no exagero. En estos veinte años, los científicos e ingenieros elegidos para esta misión hemos vivido una presión constante difícil de soportar para una persona medianamente equilibrada. Fuimos elegidos después de un riguroso proceso de selección en el que las pruebas físicas y de conocimientos específicos, por exigentes que fueran, no resultaron ser ni mucho menos las más duras. A través de test de personalidad diseñados específicamente para ello, se midió nuestra capacidad de resistencia al estrés antes de someternos a situaciones simuladas mediante técnicas de realidad virtual en las que nos veíamos inmersos en guerras de otros tiempos, procesos de supervivencia, pérdida de seres queridos... Situaciones tan reales y traumáticas que muchos no resistieron y precisaron asistencia psicológica antes de superar la primera de las cinco etapas que nos abrirían las puertas al proyecto más fabuloso que pueda uno imaginar.

    Seguro que se preguntarán cómo, yo, una doctorando desconocida, acabé en semejante proyecto. Debo decir que, cuando me sometí a las pruebas de selección, creí que lo hacía para Magma, una prestigiosa multinacional que construye aviones y transatlánticos, célebre por sus, digamos, extravagantes procedimientos para motivar a sus empleados. Así que no me extrañó, más bien me divirtió toda aquella parafernalia de realidad virtual y pruebas de supervivencia. Pero, como les digo, no todos se lo tomaron con tanta deportividad y de los casi cuatrocientos aspirantes únicamente llegamos al final unos ochenta, entre ingenieros, científicos y personal subalterno, sin contar con los diez privilegiados que estaban al mando del Centro de Investigación: los únicos que conocían el Proyecto Andrómeda al completo.

    Aunque desde el primer momento tuvimos que trabajar duro, no fue hasta el segundo año cuando nos hicieron partícipes del alcance del Proyecto Andrómeda. Para entonces, estábamos todos tan implicados con nuestro trabajo que lo que menos nos importaba era su carácter secreto. En un país en el que la investigación no es precisamente una prioridad, contar con medios casi ilimitados para explorar caminos hasta entonces no transitados constituía una golosina demasiado atrayente como para quejarse por insignificancias. 

    Así que a nadie le importó trabajar en jornadas de hasta catorce horas ni tener que trasladarse a vivir a la misma urbanización donde se encontraba el Centro de Investigación, aunque ello supusiera aislarse prácticamente del resto del mundo, con el único fin de salvaguardar el secreto de la misión. Durante más de veinte años no me relacioné más que con los habitantes de aquella urbanización, que eran también personal del proyecto, ni salí de allí más que una vez en la que viajé a Canadá para asistir a un congreso y otra vez que pasé diez días tostándome al sol de Lanzarote. Pero nunca sufrí con mi vida espartana. Estaba enamorada de mi trabajo y no tenía más familia que un gato pardo que se llamaba, que aún se llama, Visconti. 

    Mientras tanto, el Proyecto Andrómeda siguió adelante. Desde que se puso en marcha el proyecto, se construyeron cinco prototipos que acabaron desechándose por no cumplir con los objetivos propuestos. Pero hace dos años, pudimos celebrar una fiesta con motivo del lanzamiento de la nave espacial Andrómeda. En ella viajaba un potente ordenador que controlaba la herramienta de automatización con un programa de largo alcance para la emisión de ultrasonidos con la que se pretendía llamar la atención de seres de otros planetas: mi obra maestra.

    Después del lanzamiento, mi equipo se dedicó a enviar al espacio mensajes codificados en un lenguaje similar al que ideó Morse destinado a los seres que desde otros planetas desarrollan una vida inteligente. En estas comunicaciones dábamos cuenta de las características de la Tierra, su historia, sus habitantes… De vez en cuando nos permitíamos alguna broma y mandábamos mensajes hablando de nosotros, los del equipo de comunicaciones, o transcribíamos la letra de nuestras canciones favoritas. 


    Nunca le dimos demasiada importancia a aquellos mensajes que no servían sino para relajar la tensión con unas cuantas risas pues si hubiese podido prever sus consecuencias jamás los hubiese permitido.

   Hará cosa de un mes, aprovechando un día que me dieron libre como recompensa por mi dedicación al trabajo, quise premiarme con una excursión a un bosque situado a pocos quilómetros de nuestra urbanización. Desde muy joven he sido muy aficionada a perderme por los campos sin seguir otro rumbo que el que me marca la intuición en cada momento. Caminar es la única forma que conozco de limpiar mi mente de los muchos quebraderos de cabeza que me ocasiona mi trabajo; caminar y escuchar música, cualquier tipo de música que me ofrezca la radio que siempre llevo conmigo cuando quiero pasar unas horas sola. Así que esa mañana metí en mi mochila un par de sándwiches, una botella de agua mineral y una vieja Polaroid y, tras dejarle una nota a la señora que me hace la limpieza para que se ocupase de Visconti, salí dispuesta a dejarme sorprender por los secretos del bosque.

    Y no sabía yo lo que me iba a sorprender.

    Era poco antes de las once de la mañana cuando dejé mi coche en una estación de servicio y tomé un camino franqueado por hayas y robles. Enseguida me hechizó la belleza de un otoño incipiente. Los tonos rojizos y amarillentos empezaban a asomar entre el verde de las hojas de los árboles. A pesar del sol radiante, una brisa fresca invitaba a acelerar el paso para entrar en calor. Por ser un día laborable, no se veía en el camino más que un hombre joven que, a lo lejos, corría acompañado de su perro. Mejor, pensé, así nadie vendría a perturbar mi soledad con una conversación insulsa. No obstante, abandoné el camino y me adentré en el bosque siguiendo el rastro de una ardilla pelirroja. 

    No puedo decir cuánto tiempo estuve caminando por estrechos senderos solitarios antes de que mis piernas se negaran a seguir adelante. Me sentía a punto del desmayo, supongo que por llevar muchas horas haciendo ejercicio sin probar bocado. Busqué un lugar donde detenerme a descansar. Entre dos robles, había una mesa y unos bancos de piedra pensados para los muchos excursionistas que frecuentan el bosque. El lugar ideal para degustar los sándwiches que me había preparado. Los saboreé con lentitud dejando vagar la vista a lo lejos. De pronto me invadió una extraña inquietud, una sensación parecida al pánico que secó mi boca y me impidió moverme. Fue el miedo el que precedió a lo que sucedió y no al contrario. La brisa que me había acompañado desde la mañana había dado paso a una extraña calma. No se percibía ruido alguno: ni el trino de los gorriones, ni el crujir de las hojas caídas por el paso de algún animal, de algún senderista. Quise gritar sólo por oír mi voz pero de mi garganta no salió ningún sonido. Mi cuerpo estaba paralizado. A pesar de ser consciente de lo absurdo de la idea, me parecía que iba a morir allí mismo. Y, si no fuera porque sé que es imposible, diría que efectivamente morí en aquel momento y todo lo que viví después lo hice en otra vida.

    Un ruido atronador rompió la calma siniestra que me rodeaba. Un ruido como el que pudiera haber hecho un enjambre de helicópteros; un ruido que me taladró el cerebro y casi consigue enloquecerme. Después se levantó una polvareda y un sonido similar a un silbido repetido a intervalos regulares llenó el bosque. No tardé mucho en darme cuenta de que aquel grupo de sonidos no era otra cosa que mi propio nombre, Tamara, codificado según el sistema de comunicación que yo misma había ideado para el Proyecto Andrómeda. El sol se ensombreció hasta parecer que había caído la noche pese a no ser más que las cuatro de la tarde. Y, cuando creí que iba a poder escapar de aquella pesadilla, un extraño objeto gigantesco bajó del cielo y se posó en un claro a pocos metros de donde yo estaba. 

    ¿Cómo describirlo? Era una gran pirámide, yo diría que del tamaño de un barco de vela o tal vez mayor, toda cubierta de cristales de colores que formaban figuras geométricas. Y en el vértice, un aro de un material para mí desconocido, como si fuera algún metal pero blando, que me hizo pensar en los relojes de Dalí. Durante un tiempo que me es imposible determinar, nada se movió ni se oyó otro sonido que mi nombre codificado a intervalos regulares. Entonces recordé las pruebas a las que me había sometido para conseguir mi trabajo y me tranquilicé al pensar que se trataba de una más. No obstante, una vez recobrada la calma, caí al fin en el reposo del desmayo,

    Ignoro cuánto tiempo estuve desmayada, o dormida, que aún no sé qué fue aquel estado de inconsciencia en el que me sumí. Volví en mí con una intensa sensación de frío. Cuando abrí los ojos, todo a mi alrededor estaba oscuro y un extraño vacío inundaba el ambiente. Enseguida me di cuenta de que estaba en un recinto cerrado: la mazmorra en la que pasaría los días siguientes. Grité pidiendo socorro pero nadie acudió a mi llamada. Cubrí mi pecho con los brazos y, entonces, me di cuenta de que estaba desnuda. Una oleada de náuseas fruto del pánico me obligó a apoyarme en la pared. Era ésta una superficie pilosa como el largo pelaje de algún animal. De nuevo me subió a la garganta una náusea, pero esta vez la causa no fue el pánico sino la repugnancia que me causó aquella superficie peluda. Una sacudida, como si de un terremoto se tratase, hizo temblar mi prisión empujándome hacia atrás hasta el otro extremo. Para vencer el terror que quería dominarme, me obligué a recordar que aquella situación no era más que una simulación y así pude recobrar la tranquilidad; analizar lo que estaba sucediendo con sangre fría. Me senté en el suelo a esperar. Tarde o temprano ocurriría alguna cosa que me indujera a actuar.

    Pero no sucedió nada en mucho tiempo, salvo la repetición de aquellas sacudidas y el rítmico silbido que repetía mi nombre siguiendo el código que yo misma había inventado. La falta de luz hizo que no supiera si era de día o de noche, la ausencia de estímulos me confundía mientras que el hambre y la sed me debilitaban cada vez más. Así, procuraba permanecer dormida el mayor tiempo posible o distraerme memorizando poemas y realizando operaciones aritméticas para no caer en pensamientos morbosos que sólo conducían a una estéril desesperación.

    Una vez, después de un sueño prolongado en el que regresé a mi infancia, me despertó una luz intensa. Al abrir los ojos, creí que seguía soñando. Estaba en una especie de quirófano rodeada de dispositivos sorprendentes y seis o siete seres semejantes a champiñones de color azul y del tamaño de un caballo que se movían a mi alrededor portando sobre ellos una especie de tenazas. Una de las paredes de aquella especie de sala de tortura parecía toda de cristal y dejaba ver el exterior. A través de él, se veían galaxias desconocidas por mí que dejaban paso a nebulosas de estrellas y objetos incandescentes. Se diría que estábamos atravesando el espacio a gran velocidad.

    Una duda cruzó mi cerebro: ¿Y si aquello no fuera una prueba para determinar mi resistencia al estrés? Después de todo, tras superar el proceso de selección, no nos habían vuelto a someter a semejantes situaciones simuladas. Un escalofrío me recorrió la columna vertebral. La alternativa que venía a mi mente no era precisamente tranquilizadora. 

    Mientras tanto, aquellos extraños seres se movían a mi alrededor. Del sombrero o cabeza, que no sé cómo llamarlo, salían unos filamentos que, a modo de brazos o largos dedos, les permitían manipular los aparatos que me rodeaban. Contra mi voluntad, tres de ellos consiguieron inmovilizarme sobre una especie de tarima en tanto los otros me aplicaban unos electrodos en la cabeza e introducían un cable de apenas unos milímetros de diámetro por mi ombligo. 

    A partir de entonces, no volví a estar sola. Me llevaron a una sala llena de aparatos y en la que permanecí bajo vigilancia de dos champiñones, alimentada como si fuera un feto a través de aquel siniestro cordón umbilical y unida mediante largos cables a una máquina que, según deduje, medía cada una de las variaciones de mis constantes vitales. Inmóvil y aterrorizada mientras la nave en la que me mantenían presa surcaba el espacio. Pasaba las horas tumbada en el suelo con los ojos cerrados para no ver a aquellos seres inquietantes, mudos y silenciosos; llamando a la muerte que se mostraba sorda a mis súplicas, procurando, no siempre con éxito, contener el llanto para no llamar la atención de mis captores.

    Lo más inquietante de aquel infierno era el silencio que presidía mi cárcel espacial. No se oía nada, salvo el silbido que, a intervalos regulares, repetía mi nombre. Ignoro cómo hacían aquellos seres para moverse sin emitir ruido alguno ni qué mecanismo hacía funcionar sus máquinas y aparatos, tan silenciosos como ellos. Me di cuenta que, de vez en cuando, enlazaban los filamentos, como si se dieran la mano, y supuse que, de alguna forma, así se comunicaban entre ellos. Pero nada puedo decir con plena certeza pues aquello no era sino una mera conjetura mía. 

    Mientras mi ánimo decaía, el tiempo transcurría sin que fuese consciente si eran horas, días, meses o años, lo que iba dejando atrás. Poco a poco, como una serpiente se despoja de su piel, me iba desposeyendo de mi condición de persona. Tras un par de veces en las que quise rebelarme y me abandoné a la furia, atacando a diestro y siniestro, me inmovilizaron en una especie de camilla, amarrándome con cables al suelo. Desde entonces, me encerré en mí misma. Con los ojos cerrados, me evadía de aquel entorno hostil trayendo a mi memoria el recuerdo de tiempos mejores.

    Así seguí hasta que volvieron a llevarme a la sala de operaciones. Sin ningún tipo de anestesia ni sistema que paliara el dolor, sin posibilidad de resistirme a las descargas eléctricas que me paralizaban por entero, fui testigo de cómo me abrían el costado derecho e introducían en él un pequeño dispositivo cilíndrico de unos cuatro centímetros de largo y tres de diámetro que emitía a intervalos regulares una luz amarilla. El pánico inhibía la sensación del dolor, que me invadió de golpe cuando, al término de la operación, me dejaron sola por vez primera. Imposible, pues, disfrutar de aquel momento de soledad pues la sensación de que me quemaba por dentro me hizo perder la consciencia.

    Unas bofetadas me devolvieron la consciencia. No pude reprimir las lágrimas cuando abrí los ojos y me encontré con dos hombres que intentaban reanimarme. Asustada, pronuncié palabras incoherentes sin apenas comprender lo que me preguntaban.

    —¿Es usted Tamara Pérez de la Morena?

    Pero yo, en vez de responder, miraba en torno a mí con temor de encontrarme con los alienígenas. No me costó reconocer el claro en el que había aterrizado la nave espacial, el bosque de hayas y robles, el banco de piedra donde, antes de ser capturada, me comí los sándwiches que me había preparado con tanta ilusión. Un repentino pensamiento me hizo estremecer: los alienígenas me habían despojado de mi ropa. Pero, para mi asombro, no sólo estaba vestida sino que mi chandal no había sufrido ningún desperfecto. 

    Pronto llegaron unos policías y una ambulancia. Me trasladaron al Hospital Virgen de la Oliva. No pude evitar que me recorriera un escalofrío cuando me llevaron a la UVI y me vi rodeada de máquinas y cables. Agitadísima, intenté salir de allí hasta que me cogieron entre tres o cuatro auxiliares de clínica y alguien me puso una inyección. Durante días y días, respondí a miles de preguntas de médicos, psicólogos, y policías. Al principio les contaba mi historia, ésta que estoy contando en mi ordenador. Les dije que sentía dentro de mí, a la altura de mis costillas derechas, un tamborileo, la emisión de un mensaje cifrado detrás de otro solicitando contactar con la Tierra; que estaba segura de que me habían traído de vuelta a casa para utilizarme como transmisor de sus mensajes. Pero pronto me di cuenta que me tomaban por loca. Me desdije de todo y fingí que no recordaba nada de las siete semanas en las que había permanecido desaparecida. Me desdije de todo, sí, sólo para que me permitieran volver a casa. 

    Debo decir que todo lo hubiese soportado: la burla, las miradas huidizas de los médicos que me trataron, las explicaciones absurdas de psiquiatras y psicólogos, las palabras cargadas de sardónica ironía de la policía, la pérdida de mi trabajo... Todo lo hubiese soportado. Todo, menos la reacción de Visconti, mi gato. 

    En cuanto Visconti me vio a mi regreso a casa, se encaró a mí, enarcó el lomo con el pelo erizado y dio un bufido como si no estuviera ante su ama querida sino en presencia del más peligroso enemigo. Después, salió por la ventana de la cocina y, desde entonces, no le he vuelto a ver. 




***



    Elías Calderón, doctor en psiquiatría, sacó del pequeño frigorífico de su despacho una botella de Veuve Clicquot cosecha del ochenta y ocho que tenía reservada para una ocasión como aquélla; no en vano había pagado por ella mil doscientos treinta euros.

    —El Proyecto Andrómeda ha sido un éxito —le dijo a su ayudante mientras le tendía una copa rebosante de champán—. Brindemos por ello.

     —No sé si se puede calificar de éxito, después de que la pobre mujer se suicidara. Creo que esta vez hemos traspasado una línea peligrosa en nuestro afán de estudiar sus respuestas en la prueba de simulación.

    —No te dejes llevar por el sentimentalismo y piensa en cuánto nos deberá la ciencia. ¿Qué supone una mujer comparado con todo el bien que le hacemos la humanidad?

    El doctor Gades se removió incómodo en su asiento. Aquel experimento había ido demasiado lejos. Elías Calderón había traspasado todos los límites de la ética y él había sido su cómplice. El psiquiatra pareció darse cuenta de la desazón de su ayudante. 

    —¿Te crees que yo no he tenido dudas?, ¿que no he estado más de una vez a punto de abortar el proyecto?, ¿de abandonarlo? Cuando me contrataron los servicios secretos no pensé que llegaríamos tan lejos, aunque siempre fui consciente de que no sería una investigación al uso sobre la respuesta del ser humano al estrés. Y tú también lo sabías y aceptaste cuando te elegí como ayudante. No te creo tan ingenuo como para no te dieses cuenta de que en este trabajo el fin justificaba los medios.

    —Lo sé, lo sé, doctor. Yo soy el primero que me doy cuenta de que la guerra contra el terrorismo requiere nuevas estrategias de combate. Nuestros hombres deben estar psicológicamente preparados para resistir situaciones de tortura, lavado de cerebro, etcétera. Pero llevar a la muerte a una mujer sólo por comprender mejor los mecanismos físicos y psicológicos que se ponen en marcha ante situaciones traumáticas...

    Durante casi dos horas, el doctor Calderón le estuvo dando argumentos con el fin de convencerlo de las bondades de aquella investigación. El siguiente paso sería, le dijo, entrenar a una veintena de hombres para que se infiltrasen en el ejército yihadista que estaba operando en Sudán y los conocimientos que habían recopilado a lo largo de veinte años serían de valiosa utilidad para salvar miles de vidas. 

    Cuando su ayudante se fue, el doctor Calderón se abandonó al agotamiento. Con los codos apoyados en la mesa, escondió la cara entre las manos y así permaneció unos minutos. Luego abrió uno de los cajones de su escritorio y extrajo de él un pequeño dispositivo cilíndrico de unos cuatro centímetros de largo y tres de diámetro que emitía a intervalos regulares una luz amarilla. Estuvo dándole vueltas en su mano antes de levantar el auricular del teléfono y marcar un número que se sabía de memoria.

    —Presidente. Soy el doctor Calderón. El Proyecto Andrómeda está a salvo. Mi ayudante no sospecha nada. ¿Cuándo quiere que nos veamos para planificar la siguiente fase? Es preciso establecer las bases para responder los mensajes enviados desde el planeta XOL 2.567. 
















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