miércoles, 28 de diciembre de 2016

La historia que hubiera podido ser






   La casa del Palomar pertenecía a la señora Clementina, una viuda que se ganaba el sustento haciendo arreglos de costura y alguna que otra labor delicada de aguja para las señoras finas de la comarca. Llevaba una vida recogida, sin salir de casa más que para ir a la misa de vísperas los sábados por la tarde y a la tienda de ultramarinos, en la plaza del pueblo, cuando tenía que hacer alguna compra. Hacía ocho meses había fallecido su único hijo en un accidente de tráfico y, desde entonces, a la señora Clementina aún se la veía menos por el pueblo. No se le conocían otros parientes que tres primas solteronas mucho más viejas que ella con quienes ni siquiera mantenía trato debido a un antiguo pleito por la herencia de unas tierras que habían pertenecido a su abuelo. Tampoco se le conocían amigos, pero le gustaba pasar un rato de conversación con la señora Palmira, viuda también después, de misa en los mismos soportales de la iglesia. 

   Aquella tarde, cuando llamaron a la puerta, estaba estrechando una chaqueta de cheviot para la alcaldesa. Fue arrastrando los pies hasta el zaguán y descorrió el pestillo del portón rezongando. ¿Quién podía molestarla a esas horas? Seguro que se trataba de algún chiquillo con ganas de reírse de las penas de una pobre mujer sola. No abrió más que una cuarta. Lo justo para asomar la cabeza y ver al desconsiderado que venía a importunarla a las siete de la tarde.     

    —¿Quién anda ahí? —preguntó.

    —¿La señora Gutiérrez? 

    Lo primero que vio fue un jersey fucsia de lana gruesa que colgaba sobre un cuerpo pequeño y desgalichado: una burla a su duelo.

   —¿Quién quiere saberlo?

   —Soy Lidia. He venido a pasar unos días con usted, a ayudarla a sobrellevar su dolor.

   —¿Qué dices, chiquilla? Yo no conozco a ninguna Lidia ni estoy para recibir huéspedes en mi casa.

   Los gritos de la señora Clementina espantaron una bandada de gorriones, que emprendieron el vuelo desde lo alto de una acacia, pero la joven no se inmutó.

    —¿No se acuerda de mí? —insistió la joven— Nos conocimos en el cementerio. Usted me dijo que Julio le había hablado de mí unos días antes del accidente, que se había alegrado mucho de que por fin sentara la cabeza y tuviera novia formal.

   La señora Clementina no recordaba haber visto nunca a la joven y mucho menos haber hablado con ella. Abrió el portón del todo y miró a la desconocida de arriba abajo. De aspecto menudo, debía de medir poco más de metro y medio. Llevaba unos vaqueros desgastados con los bajos deshilachados y unas zapatillas de tenis con lunares de colores. Del hombro le colgaba una bolsa confeccionada con trozos de lana azules y amarillos.  Nada que ver con el tipo de mujer con las que solía salir su hijo: altas, esbeltas, de largas melenas rubias y vestidas con una elegancia que a ella la cohibía siempre. Paseó su mirada de arriba abajo. No. Nunca había visto a aquella muchacha de aspecto desaliñado. La recordaría. No pudo reprimir un gesto de desaprobación ante el mechón azul que le caía sobre la frente. La joven la miraba con ojos asustados.

    —¿Me podía decir cuándo pasa el próximo tren? Como había pensado pasar unos días con usted no he preguntado cuál es el horario de los siguientes.

   La señora Clementina no podía creer lo que estaba oyendo. ¿De verdad había pensado que podía quedarse en su casa? Si ni siquiera sabía quién era.

  —Que yo sepa ya no hay ningún tren hasta mañana a media tarde. A las cinco, creo.

   La joven se mordió el labio inferior y paseó la mirada a su alrededor como si buscase quien la amparase.

   —Y ¿dónde puedo pasar la noche? ¿Hay en el pueblo algún sitio donde dormir? Una posada, un hostal... Ya sabe. 

   Doña Clementina suspiró. ¿Qué clase de muchacha incauta era aquélla?

   —No te muevas de aquí que voy a llamar a la fonda de doña Patrocinio a ver si le queda alguna habitación pero lo dudo: mañana empiezan las fiestas de Santa Irene y el pueblo se llena de forasteros. No te muevas, ¿eh?

    Y no se movió. La señora Clementina no tardó ni cinco minutos en volver a salir. Encontró a la joven desconocida en el mismo lugar donde la había dejado momentos antes y podría jurar que en la misma postura. Como si no se hubiese atrevido a desobedecerla, seguía allí, sobre la baldosa partida en dos del porche con su aire desamparado y balanceándose de un pie a otro.

    —Lo que te dije: no hay sitio, está todo lleno.

    La muchacha parecía a punto de echarse a llorar. Cogió la bolsa que había dejado en el suelo y se dio la vuelta para enfilar de nuevo la carretera. La señora Clementina se apiadó de su aire de perro callejero apaleado.

   —Anda, ven. Por esta noche puedes quedarte, pero mañana te vas, ¿eh?

   Se asustó de sus propias palabras. ¿Qué hacía dejando entrar a una extraña estando sola en casa y lejos del pueblo? Si le hacía algo, nadie oiría sus gritos de socorro. Pero sus pies y sus labios parecían querer contradecir su voluntad y ya le estaban mostrando el camino hacia el dormitorio que antaño compartiera con su marido, el único decente para recibir un huésped. La joven agradeció su hospitalidad con una tenue caricia que apenas le rozó el dorso de la mano.

   Se les fue una hora haciendo la cama y retirando los viejos vestidos de la señora Clementina que aún colgaban de las perchas del armario. Al principio ninguna de las dos mujeres hablaba. La anciana rebuscaba en los recovecos de su memoria. Una joven tan singular tenía que haber dejado alguna huella en su recuerdo; más si, como había dicho, era la novia de su hijo.

   —¿Seguro que hablamos allí, en la ciudad? —preguntó apuntando con la cabeza a la ventana, no sabía bien si dirigiéndose a la joven o a ella misma.

   La muchacha asintió. 

  La señora Clementina trató de recordar aquel día que llevaba meses queriendo olvidar. Hacía mucho calor pero ella no dejaba de tiritar. Decenas de caras extrañas se acercaban a ofrecerle palabras de consuelo que no entendía. La besaban, la abrazaban, mientras ella tenía la mente llena de imágenes absurdas: la sartén en la lumbre, su hijo de niño mostrándole las manos manchadas de mermelada, la pipa de su difunto marido... ¿Quién sabe? Quizás hablase con la joven y su memoria no lo recordase.

   —¿Y dices que eres la novia de Julio? Bueno, eras.

   La joven volvió a asentir sin pronunciar ninguna palabra.

   —Me dijo tantas veces que tenía novia... Pero tú no pareces su tipo. Las otras eran... Más... No sé. No eran como tú. No es que tú no estés bien pero... No sé. Eres diferente.

   —Decía que eso era lo que le gustaba de mí, que era distinta a las otras, que yo era de verdad. Por eso le gustaba, sí.

   Conociendo a su hijo, la señora Clementina lo dudaba. Lo más seguro es que se hubiera estado riendo de la pobre chica y ésta se lo había creído. Ella no se engañaba: demasiado bien sabía cómo era su Julito.

   La señora Clementina se puso de puntillas para sacar del altillo del armario una manta gruesa.

   —Déjeme a mí, que pesa mucho  —dijo la joven apresurándose a coger la manta.

  La dejó trabando conocimiento con el dormitorio mientras ella trajinaba en la despensa buscando entre sus escasas provisiones algo que ofrecer para cenar a la joven. Mientras batía huevos para una tortilla de patata, recorría los recovecos de la memoria sin hallar indicio alguno de la joven. No sólo no recordaba haberla visto antes sino que estaba casi segura de que Julio no le había hablado de ella. Claro que su hijo apenas la visitaba o la llamaba por teléfono y, cuando lo hacía, era para pedirle dinero. Nunca le contaba nada ni tan siquiera se sentaba con ella a hablar de cosas sin importancia. Y la joven... ¿Cómo se le había ocurrido presentarse así, en su casa, sin conocerla de nada? A pasar unos días, había dicho, a ayudarla a sobrellevar su pena; con esa pinta de chucho huérfano y el pelo azul... Y ella debía de estar loca abriéndole las puertas de par en par.

    —¿Me deja que la ayude?

   No la había oído entrar en la cocina. Su voz la sobresaltó haciéndole derramar parte del huevo.

    —Mira en qué consiste tu ayuda. 

    —Permítame, por favor.

   La joven cogió la bayeta del fregadero y se dispuso a arreglar el estropicio.

   —¡Quita, que ya lo hago yo! ¿Y puede saberse a qué has venido?

  —No podía dejar de pensar en usted, aquí sola, con su dolor, el mismo que tengo yo, y pensé... Pensé que tal vez, si venía a pasar unos días en su casa... podía traerle un poco de consuelo.

   La señora Clementina la miró de soslayo. Estaba acostumbrada a desconfiar y las palabras de la joven sólo sirvieron para aumentar su suspicacia. Y ese aire de niña ingenua no ayudaba ni mucho ni poco a que confiase en ella.

    —Julio hablaba continuamente de usted, del pueblo, de la Casa del Palomar... ¡Cuántas veces se lamentó por no poder venir a verla más a menudo! Me decía que la echaba de menos, que se le hacía muy duro tenerla tan lejos. 

   Sabía que no era cierto. Julio la iba a ver poco, casi nada, la verdad, y cuando lo hacía no disimulaba sus deseos de partir lo antes posible. Pero le hacía bien oírla. Le gustaba escuchar a la joven aunque supiera que la estaba mintiendo. Sintió un cosquilleo en el pecho y un picor en los ojos que cortó con una frase seca. Nadie la había visto ni la vería llorar; mucho menos una extraña. La joven se acercó a ella y le acarició la mejilla pero ella se retiró con brusquedad. Carraspeó y luego preguntó:

    —¿Y cómo os conocisteis? Si puede saberse.

   A la joven no parecía molestarle el retintín que la señora Clementina ponía en sus palabras y con el que quería esconder su emoción.

    —Trabajábamos en la misma empresa pero en distintos departamentos: Julio en producción y yo en ventas. Coincidíamos muchas veces en la fotocopiadora. Al principio, sólo me dirigía un breve saludo aunque siempre era muy atento. Me abría la puerta, me cedía el paso... Ya sabe: ese tipo de cosas, como en las películas.

   La señora Clementina sonrió a su pesar imaginando a su hijo comportándose como si fuera el ricachón de la película esa extranjera que se enamoraba de una fulanilla pelirroja. ¿Cómo se llamaba la película? Tenía un nombre raro. “Preti Bormán” o algo así.

   —Un día me invitó a un café. Estaba tan nerviosa que a punto estuve de decirle que no, pero me tragué mi miedo y fui con él a un bar cercano. Estuvimos hablando y hablando, y así empezó todo.

  La joven suspiró, como si el recuerdo de aquel día removiera su emoción. El reloj del zaguán anunció las ocho y media. La señora Clementina hizo que la joven la siguiera hasta la salita. Sacó del cajón del aparador un mantel de hilo blanco que el tiempo había tornado amarillo. Una visita inesperada bien merecía vestir la mesa con sus mejores galas. En silencio, vació la vitrina de los platos la vajilla de porcelana, que sólo había utilizado en cuatro o cinco ocasiones especiales, y extrajo de otro cajón la cubertería nueva.

  ¡Tanto derroche para una cena tan sencilla! ¡Qué sola se sentía si así celebraba la visita de una extraña con un mechón de pelo azul!

  Durante la cena, la señora Clementina se dejó arrullar por las palabras de la joven. A medida que hablaba, iba desapareciendo su escepticismo. 

  —Cuando estábamos juntos, los minutos corrían sin que nos diéramos cuenta. Solía decir que conmigo podía ser él mismo sin temor a ser juzgado. Estaba cansado de las chicas vacías con las que solía salir; chicas que sólo buscaban que las adulasen, con las que tenía que esconder sus sentimientos para que no se burlasen de ellos. En cambio, conmigo todo era ternura, dulzura. Con una caricia me transportaba al cielo y con un beso me convertía en una princesa de un cuento escrito por nosotros. Así, sin darnos cuenta cómo, empezamos a vernos fuera de la oficina: que si una cenita, que si una película, que si una noche en su casa, en mi apartamento —la miró de reojo como si temiera haber ido demasiado lejos en su parloteo—... Ya sabe: esas cosas.

   A la señora se le escapó una carcajada que convirtió en un carraspeo. La chica le gustaba más y más.

    —Vamos, que montó para ti una película romanticona, ¿eh?  —dijo sin tratar de esconder su ironía.

    —Y para él.

    —Y para él también, sí, hija mía.

   Durante horas, la joven le fue mostrando un hijo desconocido. Julio siempre se había mostrado arisco con ella. Solía reprocharle la estrechez de la vida en el pueblo, su negativa a salir de aquel ambiente opresivo, su incapacidad para comprender las ansias de prosperar de un hijo que no quería resignarse. Sintió añoranza por aquel hombre tierno que había despertado la joven, celos por no haber sido ella la que suscitara tal ternura, añoranza por los años perdidos, por los que nunca vendrían. Una lágrima se deslizó por su mejilla. La joven posó su mano sobre la suya y la estrechó con fuerza. Doña Clementina la miró como si la viera por primera vez. Los ojos color violeta de la muchacha parecían acariciarla. No era de extrañar que Julio se transformase con la muchacha del mechón azul, que acabase enamorándose. ¿No la estaba encandilando a ella?

   Las doce de la noche las sorprendió desgranando historias. La señora Clementina se fue a dormir con el corazón henchido de un sentimiento muy parecido a la dicha. 

   A las cuatro de la madrugada se despertó repentinamente. Como si una luz se encendiera en su memoria, había recordado que su hijo no iba solo en el coche. Lo acompañaba una joven con la que decían llevaba dos años viviendo y que había fallecido unos días después del accidente. ¿Cómo era posible que hubiese olvidado una cosa así? Las semanas que siguieron a la muerte de su hijo había estado tan aturdida que las recordaba envueltas en una nube de confusión. Sintió una punzada en el pecho. ¿Cómo podía haberse dejado embaucar por unas cuantas palabras zalameras? ¿Quién era aquella muchacha que se había hecho pasar por la novia de Julio? Su hijo había muerto y una desalmada había hurgado en su dolor con historias de las que cualquiera que conociera a su Julio se hubiera percatado de su falsedad. 

   A la señora Clementina le quemaba la sábana que la cubría. Con una agilidad que hacía años que no tenía, se levantó de la cama y enfiló el pasillo hacia el que fue el gabinete de su marido. Abrió el primer cajón del sinfonier en el que guardaba los documentos más importantes. Extrajo un sobre abultado del que cayeron unos cuantos pliegos escritos con letra apretada. Se sentó en un viejo sillón de orejas y los leyó varias veces dejando escapar de cuando en cuando un suspiro. Dobló con cuidado las hojas y volvió a guardarlas en el sobre. Luego se recostó sobre el respaldo y cerró los ojos mientras aguardaba la llegada de un nuevo día.

   La despertaron los ruidos en la habitación principal: la joven se estaba levantando. La señora Clementina dejó el sillón con el cuerpo dolorido. Se guardó el sobre en el bolsillo de la bata y fue a la cocina a freír unos picatostes para el desayuno. Cuando la joven entró en la cocina la mesa del desayuno estaba ya lista: sobre su plato, el sobre, arrugado de tanto manoseo.

    —Esta es la carta que me escribió poco después del accidente Miguel, el mejor amigo de mi hijo. Léela y después me la explicas.

   La joven sólo leyó unas líneas. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Intentó hablar pero los sollozos se lo impidieron. La señora Clementina se sentó a su lado y le hizo beber un poco de café, pero la joven la rechazó y fue corriendo hacia el dormitorio. Unos minutos más tarde, salió de la habitación con el mismo jersey de color fucsia, los mismos vaqueros desgastados, las mismas zapatillas de jugar al tenis con lunares de colores y la misma mirada de desamparo bajo un mechón azul del día anterior. Como si no se atreviese a mirarla, balbució unas palabras apenas comprensibles. Luego, con la cabeza gacha, cruzó el portón del vestíbulo que daba a la calle.

   Desde la ventana del gabinete, Doña Clementina la vio caminar por la carretera que llevaba al pueblo. De nuevo la soledad y la aflicción se adueñaron de su corazón cubriéndolo con un gélido manto. Sintió añoranza de la charla fantasiosa de la muchacha, sus cuentos que la habían ilusionado con un hijo que nunca existió. Sin saber muy bien lo que hacía, abrió la ventana y a gritos la llamó.

   —¡Lidia, Lidia! ¡Espera!, ¡espera!

   Salió al camino tras ella mientras la llamaba.

    —El tren no sale hasta las cinco y hace mucho frío para que andes callejeando sola con ese jersey fucsia y esos vaqueros —dijo sin resuello cuando le dio alcance.

    —Estoy bien, de verdad.

    —¡No me repliques y vuelve! Que vamos a coger una pulmonía.

   La joven se volvió despacio y la miró con ojos suplicantes.

    —¡Venga! —la conminó la señora Clementina—, ¿A qué esperas? Entremos en casa y ayúdame a preparar algo para comer.

   La joven pasó la mañana obedeciendo las órdenes más y más imperantes de la señora Clementina mientras ésta la hacía hablar. Lidia no le contó nada de ella misma. Le hablaba de su jefa, siempre con el ceño fruncido, de sus dos compañeras, al tanto de todos los cotilleos que tenían lugar en la oficina, de Claus, su foxterrier tuerto... Pero ni una palabra de sí misma. Sólo cuando estaban a los postres de una frugal comida le dijo:

    —Yo quería a su hijo, ¿sabe? Lo veía en el pasillo, en el ascensor, en la cafetería..., pero él nunca reparaba en mí. Siempre iba rodeado de gente: chicas y chicos triunfadores, elegantes y sofisticados como él. Nada que ver conmigo, como usted bien dijo. Alguna vez coincidíamos en la fotocopiadora. Entonces me dirigía un saludo cortés y se enfrascaba en su trabajo olvidándose al momento de mí. Pero, para una chica insignificante como yo, ese breve saludo era suficiente para alegrarme el día y hacerme soñar.

   La muchacha no levantaba la vista mientras jugaba con las migas desperdigadas por el mantel. La señora Clementina sintió que la invadía la compasión. ¿Qué tenía aquella muchacha que le removía de ese modo las entrañas?

   —Cuando me enteré de su muerte creí que me moriría yo también. Con él desaparecían mis ilusiones, la esperanza de que algún día reparase en mí, que, no sé, que supiera que existía —se le escapó un suspiro y tras una pausa continuó—. El día del entierro, estuve escondida detrás de un Panteón. Desde allí nadie me veía pero yo lo veía todo. Usted estaba rodeada de gente, todo el mundo se acercaba a darle el pésame pero usted parecía estar perdida entre tanto extraño. Hubiera querido consolarla, ofrecerle mi compañía y apartarla de aquellas personas que nada tenían que ver con usted. Pero no me atreví.

   La muchacha se quedó en silencio. Durante unos minutos ninguna pronunció una palabra recogida en sus pensamientos.

    —En este tiempo me gusta plantar unos tomates en un pequeño huerto que tengo en el patio trasero —dijo de pronto la señora Clementina como si hablase para sí—, pero este año los dolores del reuma no me dejan agacharme. Si encontrara a alguien que me echase una mano...

     —Yo tengo unos días de vacaciones, ¿sabe? Si usted quisiera, yo me podría quedar. Ya encontraría un sitio para dormir.

  —¡Uy, no! El pueblo está muy lejos para que andes de aquí para allá con tanto forastero merodeando por ahí. ¡A saber lo que te pueden hacer esa gente! ¡Te quedas aquí y no se hable más!

   La muchacha la miró asombrada y la señora Clementina le dedicó una sonrisa entre burlona y cariñosa. ¿Quién podía saberlo? Quizás si su hijo hubiera tenido tiempo de conocer a la chica, quizás...










lunes, 19 de diciembre de 2016

Premio Liebster Awards









He tenido el enorme honor de ser nominada para el Premio Liebster Awards por el maravilloso escritor R. Ariel. No me cansaré de recomendar a todo el mundo la lectura de sus bellos relatos, que podéis encontrar en su blog  Hasta que el esplendor se marchite. Espero de todo corazón que el esplendor de su talento no se marchite jamás.




Las reglas oficiales del “Liebster Blog Awards” son las siguientes:



  • Agradecer la nominación
  • Poner el logotipo del premio en un lugar visible del blog.
  • Nominar a 5, 10 o 20 blogs. Tan pronto como se nominan, ya se convierten en ganadores o ganadoras.
  • Seguir el blog que te otorgó la nominación.
  • Contestar 11 preguntas o contar 11 cosas sobre ti. Yo elijo la primera opción.
  • Comunicar a los nominados en sus respectivos blog o en las redes sociales.



Mi agradecimiento de todo corazón a Raúl Ariel por nominarme a este premio.









Las preguntas a las que tengo que contestar son las siguientes:

1 ¿Cómo te decidiste a iniciarte en el mundo blogger?

Nunca se me hubiera ocurrido si no me hubiese animado mi buen amigo literario Carlos Caro.


2 ¿Haces tu blog por diversión?

Más que por diversión yo diría que mi blog me hace mucha ilusión. Poner una entrada y ver cómo va creciendo el número de visitas, imaginar que personas que no conoces leen lo que has escrito en soledad, encontrarse con los comentarios, sean o no favorables, es muy satisfactorio para mí.



3 ¿Cuántos días a la semana escribes?

Aunque no siempre sea posible, procuro escribir un poquito cada día. A veces, dispongo de toda la tarde, otras sólo de diez minutos. Pero siempre intento sacar el mayor partido al tiempo que tengo.


4 ¿Sobre qué disfrutas más escribiendo?

Las historias que más me llenan son las que plantean conflictos morales a sus protagonistas aunque son también las más difíciles de concebir y escribir. Por eso no siempre salen a la luz y después de terminadas, acaban en el cajón de los deshechos. Por otro lado, las historias que mejor me salen, creo, son las que tienen un trasfondo romántico. Aunque no quisiera encasillarme en ellas y procuro buscar otros temas que puedan tener interés.



5 ¿A veces te dan ganas de corregir lo que has puesto, cuando ha pasado algún tiempo y lo vuelves a leer?

Me da mucho miedo volver a leer mis relatos viejos porque estoy segura, como ya me ha pasado, de que los reharía por completo. Por ello, una vez subidos al blog, ya no los miro.



6 ¿Llevas un orden para escribir, corregir y comentar?

Cuando me siento ante el ordenador, lo primero que hago es ver si alguno de los blogs que sigo ha publicado algún relato para leerlo y comentarlo. Después ya me pongo con el mío. Me gusta releer lo que ya tengo escrito para meterme en la historia antes de continuar con la narración. Aunque se supone que no hago grandes correcciones hasta que no tengo el primer borrador, no hay día en que no cambie alguna cosa: una frase, un párrafo, una palabra... Muchas veces me cuesta dar por terminado un relato y lo reviso una y otra vez.



7 ¿Eres escritor o escritora?

¡Puff! Eso son palabras mayores. Sólo soy una aficionada a la lectura que tiene la osadía de dejar en su blog las historias que inventa.


8 ¿Qué sientes cuando te leen y te dejan un comentario?

Una enorme alegría. Después de todo, creo que los que tenemos un blog buscamos eso, que nos lean, y nos gusta saber lo que piensan los lectores de lo que hemos escrito.



9 ¿Tienes alguna de tus entradas en tu blog a la cual le tienes un cariño especial?

En este momento estoy muy contenta con el relato “Il castrato” porque me he entregado mucho a él y me ha dado un poco de guerra. Me gustan los relatos históricos porque disfruto mucho documentándome, imaginando las escenas, los aromas, la música...




10 ¿Te disgusta que te pongan un comentario negativo?

En absoluto. Los comentarios positivos me levantan la moral y hacen que me sienta muy halagada. Pero los más críticos, aunque escuezan un poquito al principio, son los que más agradezco pues gracias a ellos he aprendido mucho y creo que he mejorado algo mi estilo y la manera de estructurar las historias.



11 ¿Te esperabas el premio?

No y me siento muy honrada por ello debido a la admiración que siento por el escritor, Raúl Ariel, que me lo ha concedido.



Mis nominados son:
  1. Raúl Ariel: Hasta que el esplendor se marchite
  2. Conxita Casamitjana:Enredando con las letras
  3. Jorge Valín: Entre las brumas de Galicia
  4. Ricardo Zamorano: Palabras Narradas
  5. José R. Capel PURPLE Relatos en Re Menor
  6. Isidoro Varcálcer: Cuentos Nawed
  7. Tara: Locabajo
  8. Patxi Hinojosa Luján: Mis cosas
  9. Bruno Aguilar: Mensaje de Arecibo
  10. Rafa Ricote: Mis relatos




¡Enhorabuena a todos!


jueves, 8 de diciembre de 2016

Il castrato. Tercera parte: El desenlace







Primera parte

Segunda parte


VII




   Matteo Stuccio no podía evitar el rítmico movimiento de arriba abajo de su pie inquieto. Por fortuna, nadie podía percatarse de su nerviosismo pues la mesa le ocultaba las piernas. Aquel era su primer juicio como abogado defensor y desconfiaba de su pericia. No obstante de los buenos consejos de su padre para que no creyese todo lo que le dijera su defendido, él estaba convencido de la inocencia de Luigi Burlleschi. En sus visitas al presidio lo asediaba a preguntas en busca de un resquicio por donde se pudiera escapar algún indicio de culpabilidad, pero, a pesar de haberse derrumbado en más de una ocasión, il castrato nunca se desviaba de su historia. Amaba a Lucrecia Bernacci desde la primera vez que la vio, ocho años antes en una velada musical, mas él no había sido para la bella dama sino el amigo en el que se desahoga el corazón cuando lo colman los pesares y al que se participa de las alegrías. Matteo lo creía cuando, con lágrimas en los ojos, juraba su inocencia. Por ello, temía tanto que un error suyo lo enviase al patíbulo.

   La entrada en la sala del ayudante del fiscal lo distrajo de sus pensamientos. Matteo lo vio deslizarse con paso sigiloso por detrás de los escaños de la acusación, llegar junto a su jefe y susurrarle unas palabras al oído. El señor Da Murotti escuchaba a su ayudante con la ceja del ojo derecho ostensiblemente levantada. Poco a poco se fue insinuando una sonrisa en sus labios finos hasta que todo su rostro mostró una expresión triunfal. Garabateó el fiscal unas letras en un trozo de papel. Tras soplar el pliego para secar la tinta, llamó al ujier y se lo tendió para que se lo diera al juez. El señor Gordini lo leyó y, tras unos instantes de reflexión, dijo con potente voz.

   ─Llamo a declarar a Maria Lucrecia Jacobella Giovanna Lorenza Bernacci, Marquesa de Travento, de soltera Maria Lucrecia Jacobella Giovanna Lorenza Pastrani.

   La sala se llenó de murmullos cuando la viuda atravesó el pasillo. Iba vestida toda de negro con el rostro oculto por un velo también negro que apenas dejaba adivinar sus facciones. Por indicación del fiscal se lo levantó y, al dejar su belleza al descubierto, un silencio reverencial llenó la sala.

   ─¿Era su excelencia la esposa del difunto Carlo Giuseppe Fortunio Francesco Bernacci, Marqués de Travento? ─preguntó el señor Da Murotti.

   ─Sí, su señoría.

   ─¿Qué recuerda de la noche del doce de marzo?

   ─Me fui a dormir nada más terminar de cenar con un fuerte dolor de cabeza. Por ser lunes, esa noche no habíamos tenido invitados. Mi esposo tiene por costumbre quedarse leyendo en la biblioteca, de manera que me dio las buenas noches y me retiré a mis aposentos. Antes de acostarme, tomé la dosis de láudano que me había recetado el doctor Tizzi para aliviar mi sufrimiento. Me quedé profundamente dormida al pronto hasta que me desperté sobresaltada, con un negro presentimiento en el pecho. Llamé a mi marido creyendo que dormía a mi lado y, al ver que no estaba, fui en su búsqueda. Me extrañó encontrar la puerta de la biblioteca cerrada: él siempre la deja abierta por si le necesito. Entré y…

   La signora Bernacci no pudo continuar. Ocultó el rostro entre las manos y se dejó llevar por el llanto. Toda la sala estaba conmocionada y de aquí y allá se oía un sollozo. El fiscal llamó de nuevo al ujier y le dijo unas palabras al oído. Al momento, el subalterno salió de la sala y volvió a entrar con un vaso de agua, que, con lágrimas en los ojos, le ofreció a la marquesa. Después, ella, con voz temblorosa, prosiguió su declaración 


   ─Mi esposo estaba sentado en la mesa. Creí que se había quedado dormido, pues tenía la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados. Le sacudí el hombro y entonces se cayó hacia un lado quedando su cabeza sobre mi falda. Fue cuando vi la horrible daga en su…. la horrible daga… la horrible daga en su cuello.

   Matteo no pudo evitar que una lágrima resbalase por su mejilla derecha hasta su cuello. ¿Sería verdad su sospecha?, ¿sería verdad que un ser tan dulce hubiese tendido una trampa al ingenuo castrato y hubiese matado al marqués para quedar libre de unirse a su amante, Fabrizio Bernacci? ¿Y si Luigi, enajenado de amor, hubiese asesinado al Marqués de Travento con la disparatada esperanza de hacer suya a la bella Lucrecia? Matteo suspiró para alejar tal pensamiento. Tragó saliva y siguió escuchando. El fiscal le estaba preguntando a la marquesa por su relación con Luigi.

   ─La primera vez que vi a Burlleschi fue en la celebración del nacimiento de la princesa María Adelaida en casa del príncipe de Soubise. Yo tenía diecisiete años y hacía poco que me habían presentado en sociedad.

   La marquesa hizo una breve pausa. Sus ojos se posaron sobre Luigi Burlleschi. Su frente se plegó en cientos de arrugas y su boca se crispó en un gesto de terror. Bebió un sorbo de agua y prosiguió:

   ─Me fascinó. Era la primera vez que oía una voz capaz de conmoverme hasta las lágrimas. Todavía me estremezco cuando recuerdo cómo vibraba su voz al cantar. Pensé en lo maravilloso que sería si cantaran de ese modo para mí. En muchos días me acompañó el recuerdo de sus canciones. No obstante, no deseaba volver a verlo por temor a sufrir una decepción. Mas, cuando le volví a oír, su voz me pareció aún más bella y conmovedora.

   ─¿Se enamoró su señoría del señor Burlleschi? ─preguntó el fiscal.

   ─¿Amarlo yo?, ¿cómo podría ser eso posible?, ¿acaso no es él un castrato? Yo admiraba su voz. No paré hasta conocerlo mas sólo porque quería oírlo pronunciar mi nombre con esa voz tan dulce. Nada más. Y me gustaba su amena charla salpicada de historias sustanciosas. Solo por ello conversaba a menudo con él; no veía en ello más pecado que el que pueda haber cuando habló con mi doncella o con un chiquillo de la calle cuando me ofrece unas florecillas del campo.

   ─Pero a su excelencia se la veía a menudo buscar la compañía del castrato.

  ─Cierto. Deseaba expresarle mi admiración y escuchar su voz. Mas, cuando mi madre me hizo ver la inconveniencia de tales conversaciones, cesaron al instante. 

   En la puerta de la sala se había armado enorme un revuelo. Voces airadas más y más elevadas interrumpieron la declaración de la viuda quien, por un momento, abandonó su aire compungido y, como el resto del público, volvió la cabeza hacia el lugar donde se estaba produciendo el alboroto. Un hombre vestido de labriego se abrió paso entre la multitud. Le custodiaban dos guardias, seguido por el ayudante del fiscal. El señor Da Murotti se levantó al pronto y, con voz ostensiblemente alterada, dijo dirigiéndose al juez.

   ─Excelencia, con la venia de este tribunal, solicito llamar a declarar a Giuseppe Raussini.

   El juez le recordó que aún estaba declarando la marquesa viuda de Travento y que había de atenerse a las formas; no obstante lo cual el fiscal insistió.

  ─Disculpad lo inusual de mi proceder, señoría. Tengo la prueba definitiva que resolverá este juicio.

  Un murmullo sobrevoló la sala. El juez Gordini, hasta entonces impasible, mostró una expresión de asombro antes de dar la venia al fiscal.

  ─Proceded como estiméis conveniente.

   El señor Da Murotti hizo subir al labriego, cuyo rostro, en esos minutos, habíase tornado blanco. Con los ojos muy abiertos, como si estuviese viendo a Satanás, recorrió la vista por la sala.

   ─¿Queréis contarnos lo que encontrasteis cuando volvíais del mercado?

   El labriego balbució unas palabras ininteligibles antes de perderse en un tedioso relato de su jornada laboral.

  ─No os desviéis del asunto que nos ha traído hasta aquí ─le ordenó el juez Gordini.

  ─No sé lo que me decís, señor.

  El labriego comenzó a temblar como si temiese un terrible castigo de aquel hombre tan imponente.

  ─¡Que vayáis al grano! ¿Qué nos importa lo que hacéis cada día?

  El labriego dio un respingo y, titubeante, trató de reanudar su testimonio y sólo unos minutos más tardes pudo ofrecer un discurso coherente.

  ─Veréis, usía. Cada jueves he de ir al mercado a vender las berzas que cultivo en mi huerto. Hace tres semanas me entretuve más de la cuenta bebiendo unos vasitos de vino en la taberna con mi compadre y cuando tomé el camino a casa, atajé por un descampado que linda hacia el suroeste con la casa del eunuco ése. Como ya oscurecía, había de andar con tiento pues casi no veía lo que tenía ante mis narices. Mis pies se enredaron con unos trapos y, al cogerlos para desecharlos, me manché las manos con sangre.

  El fiscal se levantó del escaño y mostró al juez, primero, y a Matteo, después, unos harapos mugrientos color carmesí en los que se veían unas manchas oscuras. 


   ─Estos son los ropajes de los que habla el labriego.

   El fiscal giró rápidamente sobre sí mismo hasta encararse con Luigi Burlleschi, que le miraba con fijeza pero no parecía saber dónde se encontraba. Como si estuviera representando un papel en el teatro, disfrutando ante la expectación que despertaba en su público, el señor Da Murotti lanzó el fardo al regazo del castrato.

   ─¿Reconoces estos trapos, Burlleschi?

   ─Sí ─fue la lacónica respuesta de Luigi.

   ─¿Son tuyos?

   ─Sí.

   ─¿Qué son?

   ─Son parte de un disfraz de sátiro que utilicé en una función que se representó a finales de marzo con motivo de la llegada de la primavera en el palacio que tiene el duque de Braganza en Milán. 

   ─¿Qué hacía el dicho disfraz en un descampado junto a tu casa?

   ─No lo sé.

   Burlleschi hablaba con una voz opaca, sin emoción, que suscitaba la indignación de la gente allí congregada y la inquietud de Matteo.

    ─No lo sabes ─asintió el fiscal, casi con comprensión ─. ¿Podrías explicar cómo han llegado ahí esas horribles manchas que embadurnan todo el disfraz? Míralas bien. Miradlas bien ─dijo elevando la voz en tanto se dirigía al público─. No son sino manchas de sangre. Todos estos harapos chorreaban de sangre. ¿Puedes tú, Burlleschi, dar razones que expliquen esto? Míralos bien. Ellos mismos te acusan.

   Matteo Stuccio miró a su defendido sin atreverse a respirar. ¿Era posible que lo hubiese engañado hasta el punto de hacerle creer que la pobre viuda había sido la asesina? Da Murotti hizo una pausa y volviéndose a Luigi, preguntó?

   ─¿Mataste tú al Marqués de Travento?

   Matteo, junto con el público que rebosaba en la sala, dirigió su mirada ansiosa hacia Luigi, dividido entre el temor a que confesase su culpa y el deseo de que, con su confesión, proclamase la inocencia de la bella Lucrecia. Mas el castrato no respondió ni con un sí ni con un no. Dirigió una fugaz mirada a la viuda del Marqués de Travento y agachó la cabeza sin pronunciar palabra alguna. 
















VIII




   No volví a hablar con Lucrecia en mucho tiempo aunque no había día en el que no llegara a mis oídos noticias de ella. Por unos supe que había tenido un niño, al que le había dado el nombre de su esposo; por otros, que no era feliz; después me llegó la nueva de que había vuelto a ser madre y, al año siguiente, otra criatura trajo a este valle de lágrimas. No era raro verla en alguna de las veladas dadas por algún noble napolitano o de Francia; sentada en el palco de un teatro. Cuando me percataba de su presencia, buscaba anhelante su mirada; mas, sin dignarse a rehuirla, Lucrecia me miraba con la indiferencia que se reserva a los seres insignificantes.

   Hasta mí llegó el rumor de los amores de Lucrecia con Fabrizio, el primogénito de su esposo. Almas piadosas se cuidaron mucho de hacérmelo llegar. Era éste un joven de mis mismos años mas dotado de todo aquello de lo que yo adolecía: apostura, fortuna, educación, unos ancestros que se remontaban hasta Bohemundo de Tarento… Un hombre, en suma. No como yo, un eunuco sin más utilidad en la vida que soltar unos cuantos gorgoritos.

   Ignoro cuánto de verdad y cuánto de fabulación había en esta historia. Si algo de cierto había, bien sabían disimularlo cuando se encontraban en sociedad. Por más que espié sus gestos cuando los tuve cerca, jamás sorprendí en ellos una mirada, un indicio que confirmara el rumor. Aun así, creció mi sospecha cuando supe que Carlo Bernacci, padre de uno y esposo agraviado de la otra, había enviado al extranjero a su hijo por tiempo indefinido.

   Una noche creí estar viendo visiones cuando mi bella Lucrecia, desde lo alto del palco del teatro en el que actuaba, hizo volar hacia mí un beso. Mi corazón empezó a saltar de gozo y a punto estuve de dejar de cantar. Para mi fortuna, nadie se percató de su tierno gesto. Tal vez tan solo fue una invención de mi disparatada imaginación. Cuando volví a mirarla, no hallé más que el semblante de la enigmática Esfinge. 

   No quise ilusionarme. Demasiado la conocía para saber que no era para Lucrecia sino un mero entretenimiento. Mas, después de aquella noche, sorprendí en ella muchos guiños y carantoñas afectuosos hacia mí. Y, pese a saberme su juguete, las noches pasaba sin que acudiera el sueño mientras evocaba su mirada colmada de promesas.

   Se hicieron asiduas las visitas vespertinas a mi casa. Aparecía ataviada con los más asombrosos disfraces, transmutada en aldeana, echadora de cartas y hasta de soldado. Nadie, ni tan siquiera Peruso, mi fiel criado, reconocía en aquellas vulgares gentes a la dama que embrujaba a todo Nápoles con su belleza.

   En aquellas entrevistas, jamás faltó al decoro ni puso en riesgo el honor de su esposo, mas derramó amargas lágrimas y pronunció terribles quejas contra él. Según decía, era de temperamento frío y cruel. No toleraba las risas si eran ruidosas por considerarlas pecaminosas y se mostraba tan estricto con ella y con sus hijos que todos le temían. De naturaleza desconfiada, creía ver en ella falsedades y engaños que no existían sino en su imaginación. No era pues de extrañar que buscase en mi compañía unas horas de asueto para su alma, acrecentar sus más y más débiles fuerzas para encararse a su tirano. 

   La última tarde que la vi, buscando distraerla de sus pesares, quise jugar con ella a los disfraces. Saqué de un viejo baúl los más variados ropajes con los que me había presentado al público por toda Europa. Mi corazón se llenó de gozo viéndola deleitarse ante el espejo que le devolvía la imagen de una princesa turca, una dama veneciana o de la pérfida Mesalina. Nadie puede imaginar cuán dichoso me hacía su regocijo. Hasta que el reloj de la catedral nos anunció las ocho de la noche y Lucrecia salió corriendo de mi casa llevándose consigo un disfraz de sátiro, según dijo, como recuerdo de la tarde tan dichosa que había pasado conmigo.

IX




   El cuatro de abril de mil setecientos treinta y nueve se estrenó a las nueve de la noche en el King’s Theatre de Londres la ópera de Haëndel Israel en Egipto. El alto castrato que representaba el papel principal llevaba tres días consumido por la angustia aterrorizado por el temor a fallar en escena. 



   Esa misma noche, a las diez, en una oscura celda de la prisión de Nápoles, el maestro Priamo ocultaba su pena al más brillante discípulo que había tenido en tanto le contaba una historia tras otra sobre hijos ilegítimos, esposas despechadas, maridos engañados. Mas su amena charla no era atendida sino por el centinela que guardaba la puerta de la celda, un muchacho de no más de veinte años impresionado por el terrible destino que le esperaba al preso que le había tocado vigilar. Mientras entre aquellas cuatro paredes resonaban las terribles historias sobre la nobleza que habían escandalizado a toda Europa, Luigi Burlleschi permanecía en silencio. Nadie había oído de su boca palabra alguna desde que se dictase la sentencia que lo condenaba al patíbulo. Mas, en la soledad de algunas noches, el joven centinela creía oír salir de la celda del castrato un lamento transformado en canción.


Lascia ch'io pianga 

mia cruda sorte…

e che sospiri

la libertà

e che sospiri...

e che sospiri...

la libertà




Il duolo infranga

queste ritorte

de'miel martiri

sol per pietà;

de'miel martiri

sol per pietà





   Y a las once de la noche, en el mismo Nápoles, el ánimo de Lucrecia iba y venía del regocijo a la impaciencia. Aún le costaba creer que al día siguiente fuera a contraer matrimonio con Fabrizio, el nuevo Marqués de Travento y primogénito de Carlo Bernacci, El sueño, contagiado de su excitación, se negaba a acudir a su lado y, cuando empezaba a quedarse dormida, la bella viuda creyó oír un golpe en la ventana. La aprensión se apoderó de todo su ser. Por su mente cruzó una terrible sospecha: ¿Y si Burlleschi había contado...?, ¿y si venían a prenderla? Respiró hondo y azuzó el oído, mas no oyó sonido alguno. La casa había recuperado la calma. Lucrecia, aliviada de sus miedos, evocó los ojos verdes de Fabrizio y con una sonrisa en los labios se quedó dormida. Un golpe más fuerte la despertó de nuevo sobresaltándola. Prendió la vela de la palmatoria que descansaba en el tocador y al volver la mirada hacia la ventana, le pareció vislumbrar tras el cristal a su difunto marido que la apuntaba con el dedo índice en un gesto acusador.