martes, 18 de abril de 2017

Podrían haber sido tuyas







   Cuando la hermana Rosario le dijo que había un señor esperándola en la sala de visitas, pensó que se trataba del familiar de un paciente. No era raro que el padre de algún niño enfermo buscase en ella palabras de consuelo angustiado por el diagnóstico que, sin paliativos, le había dado el Dr. Ramírez. En su larga experiencia junto al pediatra, había aprendido a endulzar con ternura la amarga píldora que el médico hacía tragar a las atribuladas familias y, sin quitar una coma al duro veredicto, sabía devolverles un poco de esperanza.

   Con paso resuelto, se encaminó a la sala de visitas.

   No lo reconoció cuando lo vio de espaldas asomado a la ventana que daba al patio de la clínica.

   —¿Me buscaba? —preguntó después de un tímido carraspeo.

  Ni supo quién era cuando se volvió hacia ella, tanto lo había cambiado la vida.

  —Soy la madre Soledad.

  Sólo en el momento en el que pronunció su nombre de niña, lo reconoció oculto tras aquel aspecto envejecido.

   —¡Carmela! —la llamó casi en un grito.

   —Madre Soledad, Alfonso —corrigió con afecto, como hacía con los niños.

  La madre Soledad sonrió. Después de tantos años, sabía esconder las emociones que le suscitaban su presencia. Los fuertes latidos de su corazón la sorprendieron más que enfadarla. No fue más que una fracción de segundo; luego, se recompuso y volvió a su serenidad habitual.

   —¿Qué puedo hacer por ti?

   —Cristina se muere, Carmela. Tienes que venir conmigo, a mi casa, a curarla, te lo ruego. Sólo tú puedes hacerlo.

   A la madre Soledad no se le escapó detrás del tono suplicante del hombre el miedo con el que tantas veces se había enfrentado en los largos años que llevaba atendiendo enfermos. Era la angustia de quien siente el acoso de la muerte sobre un ser querido. Trató de tranquilizarlo como solía hacer siempre que la tocaba el dolor de otro, pero el hombre no la escuchaba.

  —¡Tienes que venir conmigo, Carmela! —repetía una y otra vez— ¡Sálvamela! Solo tú me la puedes devolver.
  
  —La vida de todos nosotros está en las manos de Dios. Confía en Él y verás cómo te ayuda.

  —¡No me falles ahora! No ahora, Carmela. Tengo el coche aquí cerca. No tendrás que andar mucho. Ven conmigo, te lo ruego.

   El hombre le cogió las manos y, si no lo hubiese evitado, se hubiera arrodillado allí mismo ante ella. La madre Soledad le pasó el brazo por los hombros y lo condujo hasta el sofá tratando de acallar el llanto de desconsuelo. Quiso hacerle ver que no podía dejar la clínica así como así, que tenía que pedir permiso a la madre superiora. Pero el hombre no atendía a razones. Miró la hora en el reloj de pared: las cuatro y veinte. Si se daba prisa, podía estar de vuelta en el convento a tiempo, antes de las ocho, hora en la que la hermana Maximina cerraba la puerta hasta el día siguiente.

   —Espérame junto a la verja —dijo al fin—. Voy a buscar mis cosas.

   No era la primera vez que salía de la clínica para visitar a algún enfermo, pero en las anteriores ocasiones lo había hecho contando con el permiso de la madre Jerónima, la superiora. Su vida transcurría apaciblemente entre el convento y la clínica. Apenas salía de aquel barrio donde vivían arracimadas familias de inmigrantes procedentes de países sin futuro. Sofocó el brote de remordimiento por su salida rebelde que le cosquilleaba la conciencia: Cristo no se hubiera detenido a considerar la conveniencia o no de ayudar a los que sufren, se dijo para tranquilizarse.

  Cuando la madre Soledad subió al Megán de Alfonso, se sintió empequeñecida. Por un momento, se asustó. Se estaba adentrando en calles para ella desconocidas con un hombre que hacía mucho tiempo que no era sino un extraño. Alfonso conducía en silencio, como si su única preocupación fuera sortear el tráfico que, por otra parte, a aquella hora no era muy denso. Sólo cuando tomó la carretera de la playa se decidió a hablarle de la enfermedad de su esposa.

  El verano anterior, coincidiendo con su aniversario de bodas, Alfonso y Cristina habían hecho un viaje a Ciudad de México, donde ella vivió de niña. Tenían previsto permanecer tres semanas recorriendo las calles que conoció antes de que, a los nueve años, se instalara en España con su abuela materna. Pero a los pocos días de su llegada, Cristina empezó a sentirse muy cansada. Apenas podía dar unos pasos sin que tuviera que sentarse unos minutos para recobrar el aliento. Creyeron que se trataba del mal de altura pero a medida que transcurrían los días, en lugar de disminuir, la fatiga iba en aumento llegando a un punto en que casi no podía salir de la habitación sin hacer un enorme esfuerzo. La visitó un médico que se alojaba en el mismo hotel pero no supo darles razón alguna de aquel estado. Cada vez más asustados, adelantaron el regreso a casa.

  Ya en España, Cristina pasó por la consulta de un médico tras otro. Aquellos hombres de bata blanca la sometieron a múltiples pruebas sin que ninguno acertara con el nombre del mal que la aquejaba. Unos le diagnosticaron fatiga crónica, otros fibromialgia y los más los llenaron la cabeza de términos impronunciables que, buscados en Google, causaban espanto. Mientras tanto, los meses pasaban y sus órganos se iban contagiando de cansancio hasta quedarse dormidos. Tuvo que ingresar en el hospital para evitar que la vida se le escapase volando y, unos días antes de cumplirse un año del fallido viaje, pidió que la dejaran volver a su casa para poder marcharse rodeada de su familia y de sus cosas. Desde hacía una semana, su vida se apagaba en la habitación más alegre de la casa y, el día anterior, había caído en un profundo sueño del que no parecía querer despertar.

   Alfonso vivía en un chalet a veinte minutos de la ciudad. Cuando llegaron, el sol de mediados de julio caía implacable reverberando su luz sobre el derroche de color de las rosas del jardín. A la monja le dio un vuelco el corazón al encontrarse de frente con la joven que le abrió la puerta: por un momento, creyó haber retrocedido veintitantos años y estar ante su amiga Cristina.

   —Mi hija Silvia —le dijo Alfonso sonriendo por primera vez—. Es igualita que su madre, ¿verdad?

   La joven parecía cohibida ante la llegada de aquella desconocida, pero su tímido rubor desapareció cuando la madre Soledad le dedicó una sonrisa y la besó en la mejilla.

   Al entrar en el dormitorio de la primera planta donde dormía Cristina, la asaltó el olor a medicina y a enfermedad que la seguía como su sombra cada día en la clínica. Se trataba de una habitación que era todo cristal, todo luz. Desde cada ventanal se divisaba el jardín como si se estuviese en medio del césped. En él reinaba el silencio matizado por las voces de unos niños que se oían a lo lejos. 

   La madre Soledad creyó que no podría contener la emoción al ver a su querida amiga de la infancia y juventud tendida en la cama rodeada de cables y máquinas que la mantenían artificialmente con vida. Le bastó una mirada para reconocer a la muerte sentada en un rincón de la habitación: al acecho para disputarle la vida a los que se empeñaban en mantener a Cristina a su lado. No había en la habitación nadie más que una niña chiquita que parecía querer buscar consuelo a sus miedos en un chupete de color fucsia. La pequeña la miró asustada y salió corriendo hacia el pasillo. Silvia también dejó la habitación, aprisa para dar alcance a la niña.

   —Inés, la pequeñita —le dijo Alfonso—. En cuanto la perdemos de vista un momento, viene a esconderse junto a su madre.

  Cristina dormía ajena al ajetreo que, en un momento, se había formado en la habitación. Alfonso acercó una silla a la cama y abandonó el dormitorio dejando solas a las antiguas amigas. La madre Soledad buscó entre aquel amasijo de cables a la joven que, muchos años antes, la llevaba a casa de su abuela a la salida del colegio para hacer juntas unas tareas escolares que se eternizaban hasta bien entrada la noche: las confidencias que compartían les impedían concentrarse en nada que no fueran sus sueños de adolescentes. La enfermedad había difuminado sus facciones y Cristina ya no era Cristina. Cogió entre las suyas una mano que parecía un guante sin dueño y se la llevó a sus labios. En el dedo meñique brillaba un rubí diminuto: la sortija que le dio su amiga Carmela unos días antes de entrar en el convento.

   —Cristina, soy yo. Carmela. He venido para hacerte un ratito compañía.

   Las lágrimas pugnaban por salir. Ella, que había afrontado con serenidad tanto sufrimiento a lo largo de su vida religiosa, sentía que no podía contener la emoción que se había apoderado de su corazón. Dejó descansar la vista sobre una fotografía en la que se veía una Cristina feliz en la playa con sus hijas.

  —Lo lograste, Cristina. Una familia como tú siempre quisiste. Ya ves. Tú que decías que, por haber perdido a tus padres tan niña, no ibas a saber ser madre, aquí estás con tus dos hijas. ¿Qué hubiera dicho tu querida abuelita? Dos estrellas que iluminan tu cielo.

   Le acarició la frente apartándole los ralos cabellos que cubrían sus ojos. ¿Adónde había ido la melena rubia que era la envidia del colegio? Cristina tenía cuarenta y tres años, apenas unos meses más que la madre Soledad, y parecía una anciana. La puerta de la habitación se abrió despacio. Era Alfonso, que traía una bandeja con el servicio de café.

   —¿Cómo la ves?, ¿crees que se va a morir?

  Detrás de la ansiedad del marido de Cristina asomaba la fe en el poder de la madre Soledad para devolverle la salud a la enferma.

   —No lo sé, Alfonso. Tenemos que confiar en Dios.

 —¡Venga! No me salgas con esas ahora, Carmela. Eres enfermera y estás acostumbrada a ver moribundos.

  —¿Cómo puedes ser tan duro?

  Permanecieron en silencio unos instantes. La madre Soledad cerró los ojos e intentó rezar. El miedo le atenazaba la garganta. Tomó un sorbo del café que le había preparado Alfonso: un café negro, amargo, espeso, sin azúcar ni leche, como le gustaba de joven. La línea de humo que desprendía el oscuro brebaje se rizaba en el aire y se deshilachaba en mil recuerdos hasta que la voz de Alfonso la devolvió al presente.

  —Ella nunca te olvidó, ¿sabes? Fui yo el que no pude perdonarte lo que nos hiciste. Me negué a nombrarte, como si, así, pudiera borrarte de nuestro pasado y la obligué a jurarme que no haría nada por verte. Me sentía traicionado. Abandonado por un capricho de niña consentida: hoy te quiero, hoy no te quiero.

   —No fue eso y tú lo sabes. Fue algo más complejo; algo que no tenía nada que ver con nosotros, ni con Cristina, ni contigo, ni siquiera conmigo. Y, desde luego, no fue una traición.

  —Pero con veintiocho años, ¿qué querías que pensase? Me costó mucho tiempo entenderte. Bueno, entenderte no, que nunca lo conseguí del todo. Conformarme, aceptar que tus motivaciones no eran cosa de un encandilamiento pasajero, el idealismo de una niña caprichosa y fantasiosa que quiere ser alguien extraordinario; que tus deseos respondían a algo mucho más profundo que escapaba a mi comprensión. Pero me costó años perdonarte y, cuando lo hice, tampoco quise sacarte del olvido por miedo a hacer daño a Cristina. Temía que, si hablaba de ti, creyera que la relegaba a un segundo plano; que tuviera celos.

   —¿Celos, Cristina?, ¿de mí, quieres decir? ¿Tan poco la conocías?

   Alfonso sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa y se lo puso entre los labios. Debió de acordarse de que no podía fumar, porque lo dejó sin encender en la mesilla.

  —En el fondo, siempre me culpé de tu marcha. Le daba vueltas y más vueltas a la cabeza buscando qué había hecho mal. Lo que te apartó de mí, de Cristina, del mundo.

  —Tú no tuviste la culpa de nada, Alfonso. Deberías saberlo.

  Pero él seguía hablando sin escucharla.

  —No podía comprender cómo una chica alegre, que lo tenía todo para ser feliz, familia, amigos, la carrera recién terminada, a punto de casarse —enumeró con los dedos—… Una chica tan vital como eras entonces, de repente, un día, sin previo aviso, se levanta, hace las maletas y nos dice que lo deja todo para entrar en un convento. No te pegaba nada, Carmela. Si unos días antes habías estado bailando como loca en Charly’s hasta las tantas de la madrugada... ¿O es que no te acuerdas?

  La madre Soledad dejó asomar una sonrisa. Por un instante se vio a sí misma con veintitrés años, vestida con una minifalda verde ácido de Don Algodón bailando al ritmo de cualquier canción de Kool and the gang mientras en una mesa la esperaba Alfonso con un vaso de J&B con Coca Cola en la mano.

  —No fue así, tan repentino como dices, el capricho de un momento. Llevaba mucho tiempo luchando contra mis dudas, sufriendo.

   Él le dirigió una sonrisa cargada de escepticismo.

  —Sufriendo, sí, y Cristina lo sabía. A ella era a la única persona que le contaba todo: los días en los que lo veía todo claro y los que todo era oscuridad. Y ella me comprendía, no me juzgaba.

   ¿Cómo explicárselo sin mostrarle ese trocito de su alma que sólo reservaba a Dios? ¿Cómo llevarle la paz sin traicionarse a sí misma?

  —Creí que me estaba volviendo loca. Una parte de mí quería seguir con esa vida tan maravillosa que dices. Te quería tanto, Alfonso... ¿Cómo iba a dejarte? Ni yo misma me lo creía. Me sentía desgarrada y quería desentenderme de aquella llamada tan insistente. Traté de rebelarme, huir y seguir con mi vida. Pero nadie puede escapar de Dios; no se le puede engañar ni hay atajos posibles.

   —Me dejaste a sólo tres semanas de nuestra boda. No te importó destrozar mi vida. Si querías servir a Dios, ¿por qué no lo hiciste como mujer casada? ¿No decía Santa Teresa que el Señor anda hasta entre los pucheros? ¿Has visto a mis hijas? —le dijo alzando la voz mientras señalaba la fotografía que descansaba en la mesilla— Podrían haber sido tuyas.

   Los gritos de Alfonso la asustaron. Miró a su amiga y le pareció ver un leve aleteo que animaba sus párpados. Bebió otro sorbo de café para aclararse la garganta. Luego, dijo en voz muy bajita:

   —Tú no lo entiendes, Alfonso. Quería que me despojase de todo y me entregase entera a Él. Es como cuando te enamoras y no quieres compartir a la persona amada con nadie. 

  —¿Enamorada? ¿No se supone que ya estabas enamorada de mí? ¿Que me querías a mí? —gritó Alfonso.

   Cristina se revolvió en el lecho con un leve gemido. A la madre Soledad le pareció que su amiga protestaba por aquellas explicaciones tardías. Alfonso se acercó para comprobar que estaba bien.

   —Debería darnos vergüenza andar hurgando en el pasado de esa manera delante de Cristina cuando ella no puede decir nada —susurró enfadada la madre Soledad.

   —No te equivoques, Carmela. Cristina ha sido lo mejor que me ha pasado en la vida, la persona que más quiero y la que más he querido. Me sacó del pozo en el que me dejaste, me devolvió la alegría, me dio una familia, una vida —tras una pausa, añadió sarcástico—. Dudo mucho que contigo, a pesar de lo que te quise, hubiera podido ser tan feliz como lo he sido con ella. Por eso no es justo que Dios, que me quitó una vez a la mujer con la que me iba a casar, me quite ahora a Cristina.

  —¿Para qué me has llamado, Alfonso? ¿Qué quieres de mí?

  —Que me la devuelvas. ¡Me lo debes! —exclamó furioso —. Así podrás reparar el mal que me hiciste.

  —¡No está en mi mano devolvértela! Lo único que podemos hacer es rezar y esperar.

  —¡Pues reza! Estoy seguro de que, si lo haces, Dios te hará caso.

   La madre Soledad no contestó. Sabía que era inútil rebatir aquella fe supersticiosa que había puesto en ella Alfonso. Cayeron en un denso silencio sólo roto por el rítmico sonido del respirador de Cristina. Cada uno se refugió en sus pensamientos. La madre Soledad sacó de su bolsillo un pequeño devocionario e intentó concentrarse en la oración hasta que poco antes de las siete le pidió que la llevase de vuelta al convento.

   Cristina vivió tres días más. En ese tiempo la madre Soledad acudió cada mediodía a la casa de su antigua amiga. Aprovechaba la hora que las demás monjas se retiraban a rezar a la capilla de la clínica. Mientras sus hermanas se recogían en oración, ella se escapaba por una puerta lateral del oratorio y corría hasta la parada del autobús que la llevaba junto a Cristina. Disponía de tres horas si se saltaba la comida antes de reanudar su labor como enfermera del doctor Ramírez.

  No era raro que, mientras permanecía a los pies de la cama de Cristina, la pequeña Inés entrara sigilosa en la habitación y se acercara despacito a su madre. Con una dulzura impropia de una niña tan pequeña, le acariciaba la cara y luego, se acurrucaba en el regazo de la madre Soledad, que la acogía con el corazón reblandecido de la emoción. Cerraba los ojos y dejaba que todo su ser se llenase de ternura. Otras veces, era Silvia la que velaba a su madre junto a la monja. Podía permanecer durante horas en silencio reconfortada por la compañía de la monja.

   Con Alfonso no volvió a hablar más que para ofrecerle palabras de consuelo, las mismas que solía dirigirle a los maridos afligidos que acudían a ella en la clínica. Mas, cuando su mirada se cruzaba con la de él, veía en los ojos del otro una súplica, una brizna de esperanza en su poder sanador que ella no se atrevía a acallar pese a romperle el corazón.

   Cristina falleció en mitad de la noche. Cuando la madre Soledad llegó a la casa, la encontró llena de gente extraña. Se habían llevado a la pequeña Inés a casa de una hermana de Alfonso y Silvia lloraba en los brazos de una joven. La monja anduvo como un fantasma dando vueltas de una habitación a otra en busca de algún quehacer. Pero nadie hacía caso de ella. Cuando al fin encontró a Alfonso, éste la miró como si no la reconociera. La madre Soledad ahogó su dolor y trató de sobreponerse al sentimiento de aislamiento que la rodeaba. Ya no la necesitaban en aquella casa. Su presencia estaba de más. Sin despedirse de nadie, salió a la calle y, con paso rápido, se dirigió a la parada del autobús que la llevó de vuelta al convento.

  Pasó la noche inquieta intentando huir de las imágenes que acudían a su mente; imágenes del pasado que se mezclaban con las voces del presente: ¿Has visto a mis hijas? Podrían haber sido tuyas. La pena se confundía con mil preguntas que no tenían respuesta. Su mente la tentaba con imágenes que le mostraban cómo hubiera podido haber sido su vida de haber tomado otro camino, de haberse casado con Alfonso. Aquella podía haber sido su familia. ¿Has visto a mis hijas? Podrían haber sido tuyas. Las hijas de Cristina podían haber sido sus hijas; ella podía haber sido la mujer que aparecía en la fotografía que descansaba sobre la mesita de noche de su antigua amiga; la que recibía las caricias de la pequeña Inés. ¿Has visto a mis hijas? Podrían haber sido tuyas. Se imaginó madre y esposa, dueña de la casa, llevando una vida tan parecida a la que había soñado cuando, siendo una joven enfermera, preparaba su boda con el chico que amaba. Una extraña euforia se apoderó de ella al pensar que aún estaba a tiempo, que aún era posible. ¿Has visto a mis hijas? Podrían haber sido tuyas.

   Asustada de sus fabulaciones, se levantó de la cama. La celda estaba a oscuras y no se veía más que un hilo de luz que entraba por debajo de la puerta. Se arrodilló donde supuso que estaba la mesa que utilizaba como escritorio. A tientas buscó el Cristo que estaba junto a ella. ¿Y si Dios la había puesto en el camino de Alfonso otra vez para darle una nueva oportunidad? Se aferró con las dos manos al larguero vertical de la cruz, pero la rugosidad de la madera parecía querer rechazarla. Muerta Cristina, ¿no estaba ella llamada a ocupar su lugar como veinte años atrás su amiga había ocupado el suyo? Apoyó la frente en los pies del crucificado pero la frialdad del marfil parecía querer negarle todo consuelo. ¿No podía servir a Dios siendo la esposa de Alfonso? Sus labios entonaron una plegaria, pero su corazón parecía haberse endurecido y su mente viajaba por parajes prohibidos. ¿Acaso no había ido Alfonso a buscarla para que se hiciera cargo de las niñas cuando se quedasen sin madre? ¿No podía servir a Dios como madre y esposa?

  Nunca supo cómo llegó a su cama. Se despertó media hora antes de la llamada a la oración con el cuerpo dolorido, como si sobre él se hubiera librado la batalla que entabló su alma contra sí misma. Enseguida la reclamaron las faenas cotidianas. Mas su mente anduvo todo el día distraída. Mientras prodigaba sus cuidados a los niños del servicio de pediatría, su oído estaba atento a los sonidos del pasillo. Le bastaba con oír unos pasos, el ruido de una puerta al cerrarse o la voz de la hermana Rosario para que su corazón se acelerase.

  Durante días y días esperó una llamada que nunca llegó. En más de una ocasión, al pasar por delante del despacho del doctor Ramírez, estuvo tentada a entrar y utilizar su teléfono pero el temor a ser descubierta refrenaba sus deseos. Su ansiedad se iba incrementando con la falta de noticias. ¿Cómo estarían las niñas? ¿Sufrirían? ¿Se estarían acordando de ella? Se enfrentaba a los quehaceres diarios con la imaginación llena de turbadoras fantasías. El paso del tiempo se ralentizaba más y más hasta casi detenerse. Mientras su corazón volaba hacia la casa de Alfonso, sus manos acometían sus deberes de forma mecánica. Nada de lo que hacía parecía tener sentido y por primera vez desde que entrase en el convento se preguntó si su vocación no había sido fruto de un encantamiento juvenil, un tremendo error que la había apartado de su destino. ¿Has visto a mis hijas? Podrían haber sido tuyas.

  A veces se asustaba de sus osados pensamientos; sus sentimientos se le hacían intolerables. Entonces dejaba lo que estaba haciendo en ese momento y bajaba casi volando a la capilla que había en la clínica. Arrodillada, con los brazos en cruz y las manos extendidas, mendigaba consuelo a la imagen de la Virgen Dolorosa, buscando en ella una puerta que le permitiese escapar de sus tormentos. La comprensión de sus anhelos, unas veces. Fortaleza para seguir su vocación, otras.

  Y cada día, la larga espera de una llamada que nunca llegaba. Y, con el paso de las semanas, en lugar de apaciguarse, su zozobra crecía y crecía.

  Una mañana, cinco meses más tarde, no pudo soportar el tormento de las esperanzas frustradas. Como un preso que escapa de su prisión, salió de la clínica por una puerta trasera y tomó el autobús que la llevaba a la urbanización donde se encontraba la casa de Alfonso. Sin prestar atención a lo que hacía se bajó en una parada equivocada. Llena de angustia, anduvo por calles desconocidas. Todas las casas le parecían idénticas, chalets gemelos del que buscaba. Quiso preguntar por Alfonso y su familia pero las aceras estaban desiertas y no se atrevía a llamar a la puerta de un desconocido: como si escondiera un perverso secreto que pudiera ser descubierto. Llevaba más de hora y media vagando por aquellas calles, cuando vio a un hombre que aparcaba su coche frente a una de los casas. Se acercó para que le indicase el camino y el desconocido la condujo hasta la de Cristina.

  La asustó la soledad que encontró. Las persianas bajadas, los muebles del porche cubiertos con una lona, ningún coche en el garaje. Llamó varias veces al timbre, mas nadie salió a recibirla. Intentó abrir la verja pero estaba cerrada con una cadena y un candado. Cuando se convenció de que no había nadie en la casa, sintió una sacudida en su alma, como quien despierta de pronto de un profundo sueño. ¿Qué hacía allí? ¿Qué buscaba? ¿Qué pretendía? La soledad que la rodeaba la hizo tomar conciencia de la insensatez de sus anhelos, lo absurdo de sus quimeras. Volvió sobre sus pasos hacia la parada del autobús sin atreverse a mirar atrás mientras se despedía de la última ilusión de su juventud.


***


  Habían transcurrido siete años de la muerte de Cristina. La madre Soledad continuaba ejerciendo de enfermera del Dr. Ramírez. Aquel invierno una epidemia de varicela muy virulenta la mantuvo ocupada. El servicio de pediatría estaba a rebosar y la falta de camas para atender a los niños que llegaban a la clínica abrasados por la fiebre hizo que se organizase un servicio a domicilio del que la madre Soledad era la encargada. Dividió la ciudad en nueve zonas y encomendó cada una de ellas a nueve enfermeras que se contrataron para llevar a cabo aquella misión. Ella, por ser la más experimentada, visitaba a los niños que estaban más graves y requerían mayores cuidados. Había días que partía a las ocho de la mañana y no regresaba hasta pasadas las diez de la noche. Contaba con un permiso especial de la madre Jerónima que le permitía llegar cuando las puertas del convento ya estaban cerradas y ser flexible con las horas de oración.

  Un día, de camino de la casa de un niño a otro, se detuvo a descansar en un banco de un parque. Era una tarde soleada de mediados de febrero en la que el invierno se había vestido de primavera. El aire traía la fragancia de los cerezos en flor y teñía de rojo las mejillas de los niños. La madre Soledad sacó del bolsillo de su hábito un pequeño devocionario con las cubiertas de piel añil gastadas. Al abrir por la página que marcaba la cinta roja del librito, se le cayeron al suelo unas estampas. Se agachó a recogerlas y, al levantar la cabeza, su mirada quedó prendida en una familia que le estaba dando de comer a los patos del estanque.

  Una niña de unos nueve o diez años desmenuzaba un mendrugo de pan. Las migas las iba dejando en un cestillo y de él las cogía un niño pelirrojo que no tendría más de tres años. Era éste de aspecto regordete, casi redondo como el balón que rodaba a su lado. Su gordura le impedía caminar con soltura por lo que tiraba de la mano de una joven, de cabellos rojizos como él, que debía de ser su madre, para que lo llevase a la orilla del estanque. Como no le hacía caso, el niño empezó a llorar y a dar patadas en el suelo. El hombre que estaba con ellos lo cogió en brazos y calmó su rabieta con unas cuantas carantoñas.

  Esta vez no le costó reconocerlo pese a que su cabeza se había cubierto del blanco de los años. Su rostro reflejaba la misma alegría que la madre Soledad recordaba de sus años jóvenes. La misma sonrisa a medio lado que parecía ocultar un secreto. Ni rastro de la tristeza y la angustia de siete años antes.

  La madre Soledad se levantó del banco en el que estaba sentada con la intención de ir a saludarlos. Pero un gesto de Alfonso hizo que se detuviera en seco. El hombre se aproximó a la joven pelirroja y, con el brazo que tenía libre, le rodeó la cintura, la atrajo hacía sí y la besó en los labios. A la madre Soledad se le encogió el corazón. Por un momento pensó que ella podía haber sido aquella joven. Una lágrima se deslizó por la mejilla y un suspiro que era casi un sollozo escapó de sus labios. Elevó la vista al cielo, recogió sus cosas y emprendió el camino de regreso a sus deberes cotidianos.

  Aquella noche, se vio asediada por sueños angustiosos. El bramido del viento se colaba por la ventana y le susurraba al oído: ¿Has visto a mis hijas? Podrían haber sido tuyas.







No hay comentarios:

Publicar un comentario