jueves, 28 de diciembre de 2017

Carpe diem






   La primera vez que la vi me pareció la mujer más bella de todas cuantas había contemplado jamás. Me impresionó su dulzura, la bondad que rebosaba de sus ojos oscuros.

   Estaba sentada en un banco del Parque de las Alondras dando de comer a las palomas sin percatarse de mi observación desde la estatua de Garcilaso. Hacía ya unos meses que había cogido la costumbre de ir todas las tardes a tomar nota de los transeúntes para mi siguiente novela y ella fue la única que consiguió atraer mi atención. Ahora que han transcurrido siete años desde entonces y conozco cada rincón de su cuerpo, podría recrearme evocando sus ojos color chocolate fundido que se tornan negros cuando sufre una fuerte emoción, su nariz respingona a menudo roja por algún catarro o su contoneo elegante al caminar. Pero aquella tarde lo único que percibí fue la bondad de su mirada. Siete años han pasado y aún me parece sentir la brisa erizándome el vello de los brazos. La brisa que, después de juguetear con el remolino de mis cabellos, levantó levemente el ruedo de su falda dejando ver su rodilla de piel pulida. Siguiendo un repentino impulso, arranqué de su mata una camelia y se la ofrecí después de besar sus pétalos del color de la grana. Ella me acarició la mejilla y, sin pronunciar una palabra, echó a andar hacia la Puerta del Este. Aturdido aún, salí a su encuentro mas, cuando llegué a la avenida, había desaparecido entre la multitud.

   Transcurrió más de un mes antes de verla de nuevo. Estaba contemplándose en las aguas cristalinas de un estanque. Inclinaba la cabeza hacia un lado y luego hacia el otro. Aproximaba la cara y la alejaba después. Guiñaba el ojo derecho, el izquierdo. En otra mujer sus gestos hubiesen estado cargados de coquetería y vanidad pero en ella tenían el encanto de quien descubre un nuevo mundo. Vencí mi timidez y me coloqué a su lado. Asomado en el improvisado espejo, la superficie de las aguas me devolvió la imagen de una pareja destinada a amarse eternamente.

   ─¿Te conozco? ─me preguntó tras regalarme con una dulce sonrisa.

  Apenas pude superar la decepción por no haber sido reconocido.

  ─Te conozco desde el principio de mi vida ─le dije hipnotizado por el sonido de su voz y asombrado de mis propias palabras─. Desde el principio de mi vida habitas mis sueños. Me visitas como el viento del norte que acaricia mi mejilla. Arrastras las nubes por el cielo. Con una mano apartas la cortina que impide el paso de los rayos del sol antes de retirarte y dejarme de nuevo en tinieblas. Así noche tras noche.

   En lugar de ofenderse por mi pomposo discurso, extendió las manos hacia mí y cogió las mías. Estuvo unos minutos contemplando mi rostro como si buscase en él algún vestigio del pasado.

   ─No puedo recordarte ─me dijo con tristeza.

   Sentí cómo me subía la pena por la garganta. Empecé a contarle cómo me había hechizado una tarde en el Parque de las Alondras, pero ella me impuso silencio con un beso. Entrelazó sus dedos en los míos y caminamos despacio por las callejuelas de la ciudad vieja.

   Cuando llegamos a la Plaza del Ángel, las campanas de la Iglesia del Salvador llamaban a la misa del mediodía. Ella se detuvo en mitad de la acera y permaneció callada, escuchando recogida.

   ─Tengo que irme ─me dijo cuando finalizó el repiqueteo.

   Creí que me ahogaba la pena. Le así el brazo para retenerla.

   ─Tengo que irme ─repitió─. Me esperan en casa.

   ─¿Volveremos a vernos?

   ─Puede que sí.

   ─¿Aquí? ¿Mañana? ¿A esta misma hora?

   ─Puede que sí.

   Sus palabras me impacientaron.

   ─¡Prométemelo!

    Me besó en los labios.

   ─Te prometo que, si me acuerdo, aquí estaré.

   Sin hacer caso de mis protestas, enfiló la calle Mayor hacia el arrabal. Fui tras ella pero apresuró el paso y pronto la perdí de vista. Desapareció por la calle Ancha dejándome un vacío en el alma.

   Me presenté en la Plaza del Ángel a las diez de la mañana del día siguiente a esperarla bajo el reloj de la iglesia. Los soportales se llenaron de pescadores que se dirigían a la lonja a vender su mercancía, de mujeres camino del mercado que se detenían a conversar unas con otras. A las diez y media un equipo de ciclistas atravesó la plaza. Una bandada de golondrinas emprendió el vuelo levantando el polvo del pavimento. A las once un negro nubarrón cubrió el cielo y dos goterones golpearon mi mano. A las once y media ya empezaba a consumirme la impaciencia. Todas las mujeres vistas de espaldas me parecían ella. El movimiento de una melena bastaba para que se acelerasen los latidos de mi corazón. Un taconeo, para que se me cortase la respiración. A las doce, se desencadenó un chaparrón pero yo seguí esperándola. La Plaza del Ángel quedó desierta pero yo seguí esperándola. Seguí esperándola bajo un soportal mientras las campanas de la Iglesia del Salvador llamaban a la misa del mediodía. A la una y media seguía esperándola. Miles de tristes pensamientos torturaban mi alma. Los niños salían de la escuela llenando la plaza con sus risas y sus juegos. A las dos y media seguía esperandóla. Y a las tres. Y a las cuatro. Y a las cinco. A las seis se oscureció el cielo y llegó la noche. Con ella se apagó mi esperanza y regresé a casa.

   Al día siguiente volví a la Plaza del Ángel pero ella tampoco apareció. Ni tampoco lo hizo al otro día. Ni al otro. Ni al otro. Meses de espera. Meses en los que me perseguía la duda si no había sido todo un sueño. La primavera dio paso al verano, que transcurrió veloz y dejó en su lugar un otoño cálido.

   El atardecer se hacía de rogar. Una luz azafranada cubría los trigales que se divisaban desde la carretera. Erguido en mi bicicleta me llegaba la fragancia de las espigas mecidas por la brisa. Tomé el camino que lleva a la ermita de la Virgen de la Alegría dejando atrás los chalets de los veraneantes. Antes de alcanzar la cima de la colina, vi una pareja que bajaba por el mismo sendero. Él iba asido al brazo de ella, caminando con paso titubeante y ligeramente encorvado. La joven acompasaba su paso al del anciano y, pese a ello, desde la distancia reconocí sus andares elegantes.

   Aceleré el pedaleo y, cuando estuve a su altura, me quité el casco y la regalé con mi más radiante sonrisa.

   ─¡Qué alegría tan grande encontrarte! ─se me escapó nada más bajarme de la bicicleta.

  Entornó los párpados y ladeó la cabeza como si no supiera quien era.

  ─Llevo mucho tiempo buscándote y ya había empezado a perder la esperanza de dar contigo ─le dije.

  Abrió mucho los ojos y, después, dirigió una mirada cuajada de angustia al anciano.

  ─¿Lo conozco, abuelo?

  El viejo, en lugar de contestarla, me miró con tristeza. Luego me preguntó:

  ─¿Es usted el joven romántico del Parque de las Alondras o el poeta de la Plaza del Ángel?

  Me sobresaltó la pregunta. Si el anciano sabía quién pudiera ser yo, ¿por qué ella fingía no reconocerme?

  ─Mi nombre es Pedro y Elena es mi nieta ─me dijo tendiéndome la mano─. No debe ofenderse si ella no recuerda quién es usted.

  Elena, viendo que su abuelo hablaba conmigo, me tendió la mano.

  ─¿Es un amigo? ─le preguntó en voz baja.

  Yo no entendía nada y estaba cada vez más confuso. Una parte de mí quería huir, escapar de aquella bella joven que parecía querer burlarse de mí. Pero otra parte dentro de mí me impelía a quedarme, a descubrir su misterio.

   Pedro posó su mano en mi hombro y le hizo un gesto a su nieta para que nos dejara solos.

  ─A Elena le hizo muy feliz la camelia y el paseo por la ciudad vieja. Los dos días llegó muy contenta a casa y me lo contó emocionada.

  ─Entonces, ¿por qué finge no conocerme?

  El anciano detuvo su vacilante caminar y dejó vagar su mirada en la lejanía.

  ─Mi Elena no está fingiendo; realmente no se acuerda de usted. Ni de nada que haya sucedido más allá de esta mañana. Cada día al despertar tengo que vencer su miedo y persuadirla de que no soy ningún desconocido; convencerla de que soy su abuelo; contarle quién es ella. El sueño, que en nosotros, repara las fuerzas del día, para mi niña es fatal. Borra todos los recuerdos y la deja indefensa ante el mundo.

  ─Pero eso ¿por qué le ocurre? ¿Qué extraña enfermedad padece? ¿Nació así? ¿Se va a curar? ─pregunté sin entender nada─. ¿Qué es eso que me está contando?

  ─Cuando tenía doce años, sus padres y su hermana más pequeña murieron en un accidente de tráfico. Se dirigían a la playa ─el viejo Pedro hizo una pausa─. Elena no iba con ellos porque estaba resfriada y su madre, mi hija, quiso que permaneciera en cama a mi cuidado y el de mi esposa. Después de aquella tragedia... Los médicos creen que fue la culpa por no ir en el coche con ellos lo que le provocó su extraña enfermedad: la culpa por seguir viviendo. Pero ni psicólogos ni psiquiatras han sabido ponerle remedio. Unos dicen que, con el tiempo, irá recuperando poco a poco la memoria, otros que, si sufre una fuerte emoción, se curará de golpe, otros, que vivirá así de por vida. La han visto tantos... Yo no pierdo la esperanza y, cada día, le leo el diario que voy escribiendo sobre su vida. Le hablo de sus padres, de su hermanita Sofía, de sus sueños de niña, de nosotros. A veces, llora su olvido, se desespera por no encontrar más que oscuridad en su memoria, pero otras consigo ilusionarla con un futuro brillante, a pesar de saber que solo tiene presente.

  Sus palabras me causaron tal impresión que no supe qué decirle. Elena iba unos metros por delante de nosotros. De vez en cuando, volvía la cabeza y nos dirigía una mirada suplicante como si supiera que estábamos hablando de ella y esperase de nosotros un veredicto sobre su vida.

  ─No puede imaginar la congoja que me produce pensar que me pueda suceder alguna desgracia y se quede sola, desamparada ─dijo en un hilo de voz el anciano.

  Un suspiro salió de su pecho compitiendo con el viento que jugaba con la veleta de la ermita. Lo dejé con sus tristes pensamientos y corrí hacia Elena. Tomé sus manos entre las mías y la besé en los labios. Ella pareció sorprenderse pero después me sonrió y me acarició el pómulo.

  Pedro me invitó a cenar con ellos en un pequeño restaurante no muy alejado de la casa en la que vivían. La noche había caído sobre nosotros hacía rato pero la luna llena nos prestaba su luz para guiarnos por el tortuoso sendero. Desde la colina, la ciudad parecía un enjambre de luciérnagas. Nos sentamos en la terraza del restaurante deleitándonos del cálido ambiente. Me es imposible recordar lo que cenamos ni de lo que hablamos. Lo único que ha quedado en mi memoria son los ojos de Elena que, se iban volviendo más y más risueños. Cuando llegó la medianoche, esos mismos ojos se le fueron cerrando por el sueño y el cansancio. Un velo de tristeza cubrió la mirada de Pedro.

  ─Tenemos que irnos ─dijo.

  Pero no se movió, como si le costase enfrentarse a la noche. Llamé al camarero y, sin hacer caso de sus protestas, pagué la cuenta. Luego, los acompañé hasta su casa.

  Durante el otoño y el invierno, todas las tardes al finalizar mi jornada de trabajo, me dirigía en el autobús de las cinco a la casa de Elena. Cada día tenía que vencer la tristeza que me embargaba al ver que sus ojos no me reconocían. Podía percibir en su mirada la chispita de miedo que suscita siempre un extraño: miedo a lo desconocido a pesar de la alegría con la que era recibido, después de que Pedro le hubiese estado hablando toda la mañana de mí. Los primeros minutos traían cierto embarazo entre nosotros. Yo, para romper el hielo, le llevaba lo que había escrito para ella durante la mañana y se lo leía en voz alta. Poco a poco Elena se iba aproximando. Sus ojos se llenaban de ternura y me iba ganando su confianza. Entonces Pedro nos dejaba a solas y yo empleaba las pocas horas que restaban hasta la medianoche en conquistar su corazón. Pero, cuando el reloj anunciaba las doce, a Elena la vencía el sueño y nos teníamos que despedir sabiendo que una parte de ella iba a morir. 

  Cada día era idéntico al anterior: un renacer matutino, una vida en unas horas para de nuevo morir en la noche.

  En más de una ocasión sorprendí en ella el miedo, la tristeza, y temí que la desesperación la llevase a acabar con esa vida tan efímera. Con mucho esfuerzo lograba hacer brotar de sus labios una leve sonrisa. La cubría con mis besos y, mientras su memoria en vano trataba de encontrarme detrás de tanta oscuridad, su cuerpo me reconocía con gozo y respondía con urgencia a mis caricias.

  Una tarde en la que había estado pintándole un futuro lleno de luz, me dijo:

 ─No me hables de futuro si para mí no existe más que el presente. Mañana puedes contarme una historia diferente sobre mí, inventar una identidad distinta, convertirme en tu enemiga, una extranjera, alguien fascinante o una mujer mediocre. Bastará con que tu imaginación lo mande para que la Elena de hoy, tu Elena, deje de existir. No importa lo que me digas ahora porque mañana no quedará nada de tus palabras. Ni de tus besos, ni de mi amor hacia ti. Lo único que perdura en mi memoria es un miedo que cada día es más grande, eso sí que lo recuerdo. El miedo a no ser nada. No puedes imaginar lo que es despertar y no saber quién eres; el terror por no reconocer a la persona que te tiende la mano; vivir entre extraños. ¡Tengo tanto miedo irme a dormir...!

  La abracé con fuerza y le prometí no abandonarla nunca.

  Aquella noche no regresé a mi casa. Cuando la venció el sueño, la seguí hasta su dormitorio. Me tendí a su lado y le cogí la mano hasta que su respiración regular me anunció que se había quedado dormida. Un rayo de luz se colaba por una rendija de la ventana iluminando su bello rostro. El sueño no había logrado borrar la expresión de bondad que tanto me atraía. La estuve contemplando durante horas, memorizando cada uno de sus rasgos que ya conocía mejor que los míos. A eso de las tres de la madrugada, una pesadilla sacudió su espíritu. Lloraba entre sueños con tanto desconsuelo, que la sacudí suavemente en el hombro. Mas, cuando me vio a su lado, comenzó a gritar aterrorizada.

  En vano intenté tranquilizarla.

  ─¡Soy yo, Elena! ¡No tengas miedo! No voy a hacerte ningún daño.

  Sus gritos debieron de despertar a su abuelo, que entró en la habitación con el rostro descompuesto. Le habló en un tono suave, como si se dirigiera a una niña de pocos años. Le acarició la frente y le retiró los cabellos humedecidos de sudor. Poco a poco Elena se fue calmando. Pedro sacó de un cajón de la cómoda un álbum de fotos y se lo fue mostrando mientras le hablaba de nosotros. Yo, que entretanto me había retirado hasta el otro extremo del dormitorio, me fui aproximando poco a poco todavía con la congoja en el alma. Me senté en el sillón que había junto a su cama y le cogí la mano no sin cierto miedo a que me pudiese rechazar. Pero, Elena atrajo la mía y la dejó sobre su corazón. Así permanecimos hasta que volvió a vencerla el sueño. Cuando se durmió, me levanté e hice ademán de irme pero el abuelo, que seguía en la habitación, me rogó que me quedase.

  ─No te vayas, hijo mío. Quédate con ella siempre. No la abandones. No nos abandones, te lo ruego.

  Y me quedé con ella aquella noche y las que siguieron.

  Mi vida con Elena no fue nada fácil. No era nada fácil despertarse cada mañana y sentirse un extraño para la persona amada. Ayudarla a reconstruir cada día su identidad, ayudarla a confiar en mí, en su abuelo. Conquistar su corazón, enamorarla de nuevo me resultaba menos doloroso que ser testigo de su desamparo al despertar. Con cada amanecer, me costaba más y más seguir el consejo del abuelo:

  ─Disfruta solo de cada momento presente y olvídate del pasado y del futuro. El pasado y el futuro no existen. No deben existir para ti, si no quieres sufrir.

  ¡Pero era tan duro su consejo...! ¡Aquel carpe diem tan poco placentero!

  He de confesar que, pese a mi amor por Elena, en más de una ocasión pensé en huir y no fueron pocas las veces en las que preparé el equipaje. Pero bastaba con que me encontrase con sus bondadosos ojos, con su desamparo, para que me arrepintiese de mi cobardía.

   Un día, entrada ya la primavera, Elena se desmayó en mis brazos mientras dábamos un paseo por el Parque de las Alondras, el mismo parque donde la vi por primera vez. No perdió la consciencia más que unos minutos pero, yo, que, desde que vivíamos juntos, me había convertido en el mayor de los aprensivos, creí que tal desvanecimiento era el preludio de su muerte. La llevé al momento al centro de salud. Había perdido el color sonrosado de su piel contagiada de mi ansiedad. La médico que la atendió me hizo salir de la consulta temiendo que mi agitación entorpeciera su trabajo. La espera se me hizo eterna a pesar de que Elena no tardó en volver a mi lado más que un cuarto de hora. Cuando asomó la cabeza por la puerta, traía una sonrisa radiante. Se arrojó a mis brazos, dejó descansar su cabeza en mi hombro; después, me susurró al oído:

  ─Vamos a tener un bebé.

  Alegría. Alborozo. Esperanza. Dicha. Miedo. Mi pecho estuvo a punto de estallar. No cabía en él ni una emoción más.

  Íbamos a tener un hijo. Elena iba a darme un hijo. ¿Podría haber mayor felicidad?

  Íbamos a tener un hijo. Elena iba a darme un hijo. ¿Qué sería de la vida de nuestro niño condenado a un eterno presente?

  Íbamos a tener un hijo. Elena iba a darme un hijo. ¿Cómo iba a afrontar su maternidad una mujer que no tenía ni pasado ni futuro?

 Durante el tiempo que duró el embarazo me asaltaron cientos de dudas. Viví entre la mayor exultación y la más profunda depresión. Y contagiaba a Elena todos mis temores. Cada día, cuando descubría su futura maternidad, le robaba la felicidad de la esperanza con mi miedo.

  ─¿Qué vida le espera a nuestro hijo? ─le preguntaba─. ¿Qué le podemos ofrecer sino desdicha?

  Cuando aparecieron los dolores del parto, había caído una copiosa nevada. La calle en la que vivíamos tenía una capa tan ancha de nieve que apenas se podía circular por ella. Las inclemencias del tiempo aumentaron mis temores. El abuelo, que en aquellos meses había sido el único que había mantenido la calma, pidió una ambulancia por teléfono y pidió un taxi por teléfono que nos llevó al hospital. Tres semáforos en rojo seguidos hicieron que perdiéramos su rastro y cuando llegamos Elena ya estaba dentro del paritorio. A toda prisa me vistieron con una bata y un gorro verde, aun así, cuando entré en la sala de partos, ya había terminado todo. Elena me dio la bienvenida con nuestro hijo en sus brazos.

  Una radiante sonrisa iluminaba su rostro. Alargó la mano hacia mí y me dijo:

  ─Ricardo, no te lo vas a creer. Nuestro hijo ha obrado el milagro. Cuando la enfermera me lo entregó y lo puso en mi regazo, lo recordé todo. Fue como si, de pronto, hubiese salido el sol y la noche se hubiese ido para siempre. Lo recuerdo todo, Ricardo. En serio. Lo recuerdo todo.

  Estuvo hablando sin parar del pasado al tiempo que acariciaba la cabecita de nuestro hijo. Era verdad que parecía que había vuelto su memoria pero podía tratarse simplemente de una ilusión; la emoción por el nacimiento de nuestro hijo; un revoltijo de todo lo que le habíamos estado contando su abuelo y yo aquella mañana; un espejismo que se desvanecería tan pronto como cayera en el sueño. En cuanto se quedase dormida su mente se vaciaría de nuevo de recuerdos y volveríamos a vernos inmersos en un eterno presente en el que no existía ni pasado ni futuro. Un nubarrón oscureció la alegría del momento mientras Elena insistía cada vez más agitada:

  ─Lo recuerdo todo, Ricardo. Los dulces de castañas que hacía mi madre en Navidad, el ceño fruncido de mi padre cuando se concentraba en algún pensamiento que le preocupaba, a mi hermana Sofía jugando a la comba… Lo recuerdo todo, Ricardo.

  Durante lo que restaba de la mañana y parte de la tarde, no dejó de hablar del milagro que había obrado en ella el nacimiento de nuestro hijo. Pedro y yo, sin hacer caso de sus palabras, tratábamos de calmar su extraña verborrea que parecía no tener fin. 

  ─Lo recuerdo todo, Ricardo. La camelia que me ofreciste en el Parque de las Alondras, el paseo por la ciudad...

  No dejaba de evocar momentos de su infancia que intercalaba con planes para un futuro en familia.  Su mirada se volvió febril y profundas ojeras oscurecían su piel más y más pálida.

  ─Lo recuerdo todo, Ricardo. Lo recuerdo todo. Mi colegio, la señorita Julia, mi amiga Silvia…

  A las cinco de la tarde, consumido por la inquietud, fui en busca de un enfermero que, tras llevarse a nuestro hijo, le puso una inyección.

  ─¿Qué es eso? ─le pregunté asustado.

  ─Es solo un sedante. Está muy excitada y le vendrá bien descansar.

  Por un instante, quise evitarlo. Si se dormía, caería de nuevo en el olvido. Hasta su hijo se borraría de su memoria. Pero el abuelo puso su mano en mi hombro y me pidió que dejase actuar al enfermero.

  ─Tiene razón. Está agotada.

  Durante dos horas velamos su sueño, como tantas veces habíamos hecho. No me aparté de su lado más que unas cuantas veces en las que fui a ver la carita de mi hijo, que también dormía plácidamente en su cuna.

 Anochecía cuando mi niño empezó a llorar con un desconsuelo que me partía el corazón. Al oír el llanto, Elena se despertó. Se incorporó sobre las almohadas y extendiendo los brazos hacia nuestro hijo, me pidió:

  ─Ricardo, por favor, tráeme al niño, que se me está muriendo de hambre.

domingo, 10 de diciembre de 2017

Pequeñas cosas









  Dicen que la felicidad está hecha de pequeñas cosas, detalles aparentemente insignificantes que nos recuerdan que en la más absoluta oscuridad se puede encender de repente una candela que nos ilumine el camino. 

  Sí. Ya sé que este párrafo no contiene más que un puñado de tópicos que dice la gente cuando alguien sufre una desgracia. «Disfruta de la belleza de una puesta de sol, deléitate con el aroma del café recién hecho, saborea el dulzor de una ciruela recién cogida del árbol, estremécete con la suave caricia de un amante, déjate envolver por la melodía de una suite de Bach…». ¿Cuántas veces habré repetido frases como ésta creyendo que así llevaba consuelo a amigas que sufrían la ruptura de su matrimonio, el alejamiento de un hijo o para quienes simplemente la vida había perdido para ellas el sabor a miel? «Cierra los ojos, extiende los brazos y llena tus pulmones de la brisa de la tarde, les decía, como si la felicidad fuera cosa de recetas». «La felicidad está hecha de pequeños detalles», era la divisa que llevaba cincelada en el alma.

 Dicen que la felicidad está hecha de pequeñas cosas. Pero, ¿y el dolor? ¿Acaso no puede desencadenarse por un modesto detalle?

 Hace tres años murió Carlota, mi hija. No hacía mucho que había dejado de ser un bebé para convertirse en la niña más maravillosa que hubo jamás bajo el cielo. Me parece verla corretear por el jardín de la casa de mis suegros detrás de las pompas de jabón que le hacía su abuelo soplando por una pajita. Me parece oír su risa traviesa cuando escondía en los bolsillos del vestido azul las campanillas del parterre que mi cuñada cultivaba con tanto mimo. Me parece que acaricio sus piernecitas, tan regordetas que se le formaba una arruga debajo de la rodilla. Me parece sentir sus deditos sobre mis mejillas. Me parece, me parece. Me parece que está conmigo pero ya nunca mis labios besarán su frente.

  Fue a la vuelta del verano cuando empezaron los dolores. Apuntaba con el dedo el codo y me decía:

  −Mami, duele, aquí.

  Creí que eran mimos y la besé en el punto que me decía; pero solo conseguí unos lloriqueos.

  No le di importancia y me olvidé al momento de sus quejas. Pero los días siguientes llegaron acompañadas de más dolores y más lloros. 

  La oía sollozar entre sueños en mitad de la noche. Su padre la acunaba en sus brazos mientras entonaba una cancioncilla buscando sin lograrlo aliviar así su dolor. La llevamos a su pediatra que la sometió a pruebas y más pruebas. El semblante del médico iba tornándose sombrío. Sus palabras se volvieron oscuras y su voz se llenó de una preocupación contagiosa.

  No quiero ponerle nombre a la enfermedad que se llevó a mi niña. Me niego a revivir las semanas en las que estuve sin moverme de su lado, viendo como en cada suspiro volaba un trocito de su breve vida. No tengo fuerzas para evocar el momento en que cerró sus ojos y acerqué mis labios a los suyos para susurrar su nombre: Carlota. Su recuerdo es un tormento para mí. Y sin embargo, al principio no fue así.

  Dicen que no hay dolor más desgarrador que el que siente una madre cuando pierde un hijo. Que el corazón se hace añicos; que cada esquirla se clava en el alma desgarrándola. Pero nada de eso sentí cuando murió mi hija. Era como si se me hubiesen adormecido los sentimientos; como si la tristeza se hubiera agazapado en algún pliego de mi alma y no se atreviese a salir de su escondite.

  Me recuerdo en el tanatorio yendo y viniendo de aquí para allá, atendiendo a amigos y familiares, consolando a éste, enjugando las lágrimas de aquél; como si fuese yo la que debiera ofrecer mis condolencias y no la madre que había perdido a quien más quería. Mientras mi marido enloquecía de dolor, yo abrazaba a mi padre y le apretaba la mano a mi suegra. Me parecía estar muy lejos de allí, como si nada de aquello fuera real o no fuese conmigo. De vez en cuando, me llegaban voces:

  ─¡Qué entereza la de la madre! ¡Cómo soporta su dolor y esconde sus lágrimas!

 Y yo me preguntaba en medio de qué hechizo había caído que me impedía llorar: por qué no era capaz de sentir mi pena. Contemplaba con envidia a mi marido, roto de desconsuelo. Veía aquí y allá rostros afligidos y me preguntaba por qué yo no podía sentir mi pena; por qué, si miraba dentro de mí, no encontraba sino un agujero que se iba agrandado más y más. ¿Qué clase de madre insensible era yo con aquel corazón vacío? Si hasta tenía una sonrisa para los demás. ¿Qué clase de madre era yo, Dios mío?

  Esperaba que, con el paso del tiempo, saliese a la luz todo mi dolor y poder así llorar a mi niña. Pero una semana daba paso a otra y mi alma seguía igual de anestesiada. Al principio me vino bien aquel estado de nirvana en el que no cabía ni la dicha ni el sufrimiento. Podía dedicarme a consolar a mi marido y enjugar sus lágrimas cuando me decía:

  ─¿Qué va a ser de nosotros ahora?

  Me recuerdo aquellos días desplegando una actividad frenética. Resolviendo cientos de problemas sin importancia en casa, en el trabajo. Guardando los juguetes de Carlota. Sacando a mi marido a pasear. En un no parar constante. Sin que la pena me viniese a perturbar.

  Algunas veces, me perdía entre las calles buscando a mi niña, que no me parecía sino que, juguetona, se escondía de mí para hacerme rabiar. Me torturaban las lágrimas que se negaban a brotar. Me fustigaba el dolor que no sentía. ¿Qué clase de madre era yo, Dios mío?

  Aquellos que en los primeros días alababan mi fortaleza me miraban como si fuera una madre sin sentimientos. «¿Es que no querías a tu hija?», me parecía leer en sus ojos. Me convertí en una extraña para mi marido, que dejó de verme como la roca en la que apoyarse. Era, para él, una mujer desnaturalizada que seguía con su vida como si nada hubiese sucedido; como si nunca hubiese llevado en su seno a Carlota.

  ─¿Cómo puedes seguir viviendo como si tal cosa? ─me preguntaba con la voz arrasada de lágrimas y de rabia─. ¿Cómo puedes reír? ¿Cómo puedes pintarte los labios? ¿Cómo puedes, dime, si a mí me duele hasta respirar?

  ─No lo sé, amor mío ─le contestaba mientras callaba mi pena por no poder llorar con él.

  Un día, después de meses sin rozarnos, me hizo el amor. Me hizo el amor con las mismas lágrimas y la misma rabia con la que me interpelaba cada día. Era tal su desesperación que me hacía daño con sus caricias. Yo agradecía aquel dolor de la carne esperando que por fin se abrieran las compuertas del corazón y se desbordase la aflicción que escondía mi alma.

  Pero nada era capaz de liberar mi pena.

  Desperté al día siguiente acurrucada en su pecho. Él estaba velando mi sueño. Dejó un leve beso en mis labios y me dijo que se iba lejos, que me abandonaba.

  ─Ya no tengo fuerzas para vivir a tu lado y recordar que nuestra hija no está con nosotros ─me dijo mientras acariciaba mis cabellos.

  Le supliqué que se quedase conmigo, que intentáramos recomponer nuestro amor. Pero él movió la cabeza y me miró con tristeza.

  ─Déjame marchar antes de que el poco amor que siento por ti se convierta en odio.

  Con esa frase tan dura me dejó sola. Sola con mi vacío. 

  Pero tampoco entonces se me concedió el consuelo de las lágrimas. 

  Durante meses arrastré un alma muerta mientras mi cuerpo se movía y actuaba como si realmente existiese. Iba a trabajar, participaba en las fiestas familiares, salía con amigos. Hasta tuve un amante: un hombre bueno que conocí en una fiesta y que no sabía nada de mí. Espejismos de una vida que no tenía ni sentía como mía.

  Solo cuando dormía parecía sentir. Me despertaba cada mañana ahogada en lágrimas y el corazón encogido, pero no lograba recordar de mis sueños sino una imagen difusa, un sonido apenas audible. Creía que Carlota me visitaba en las noches aunque no me quedaba de ella sino un sentimiento de tristeza que se desvanecía tan pronto como la luz tocaba mis párpados. Entonces, me daba la vuelta en la cama solitaria y llamaba al sueño con la esperanza siempre frustrada de reencontrarme con mi niña. ¡Ah!, pero el sueño se negaba volver. En un último intento, cerraba los ojos y evocaba su olor cuando salía del baño, buscando envolverme por la sensación de paz que me traía mi niña cuando vivía. Pero, al abrirlos de nuevo no encontraba en torno a mí sino más soledad, más vacío.

 Hacía dos años que mi hija había muerto cuando decidí irme a vivir a otra ciudad. No quería permanecer en una casa de la que solo quedaba el esqueleto de todo el amor que había crecido entre sus cuatro paredes. Pasé semanas guardando en cajas de cartón los objetos que había atesorado cuando tenía una familia. Creí que aquella tarea sería penosa para mí pero la acometí como si fueran las pertenencias de una extraña. Ya no me decía nada el reloj de cuco que compré en un anticuario de París durante mi luna de miel. Ni me parecía oír la voz de Carlota cuando me llevaba al oído la caracola que cogimos juntas en la playa. Sobre la chimenea del salón me vigilaba el retrato al óleo que me hizo mi marido y que me parecía el rostro de una mujer muerta. Los libros guardaban entre sus páginas palabras para mí incomprensibles. Ni siquiera me sentí unida a la camita de mi niña, su corderito de trapo, la esponja con la que frotaba su piel rosada. 

  Así, como una autómata, fui empaquetando cinco años de mi vida. Cinco años que me parecían un sueño. El sueño de otra.

  El día que llegó el camión de la mudanza, di una última vuelta por la que fue mi casa. La casa de Carlota. La casa de mi marido. La casa de mi familia. Abrí y cerré ventanas. Escudriñé armarios y cajones por ver si me había dejado algo sin recoger. Subí y bajé al sótano, a la buhardilla. Y cuando ya creí que no quedaba ningún rincón del que tuviese que despedirme, me senté en la escalera del vestíbulo. Miré a mi alrededor de aquel espacio ya tan vacío como mi alma. La puerta del armario del pasillo estaba entreabierta y por ella asomaba un bulto que no reconocí al principio: una simple caja de zapatos. Me acerqué despacio y la estreché contra mi pecho. La abrí con la misma expectación con la que mi niña abría un regalo sorpresa. Levanté la tapa abollada y ante mí aparecieron un sonajero de plata, un babero con una margarita bordada y unos patucos blancos de punto que hice mientras estaba embarazada.

  Un raudal de lágrimas brotó de mis ojos mientras mi corazón gritaba:

  ─¡Carlota! ¡Carlota!

  Y todo el dolor que escondía en mi alma salió para salvarme.

 Dicen que la felicidad está hecha de pequeñas cosas. Pero, ¿y el dolor? ¿Acaso no puede desencadenarse por un modesto detalle?



sábado, 2 de diciembre de 2017

¿A qué sabe el amor?






  María tenía trece años cuando se dejó embrujar por primera vez con la magia de un soneto. Dejó escapar un largo suspiro y preguntó:

   −¿A qué sabe el amor, abuela? 

   Sofía permaneció unos segundos pensativa y dejó rodar por la camilla la madeja de lana turquesa que estaba desenredando.

   −El amor no tiene un sabor sino muchos, ratoncita.

   −¿Muchos? ¿Cómo es eso posible?

   Una carcajada de Sofía llenó de campanillas el silencio de la noche.

   −Es un enorme pastel de varios pisos. Si hundes la cucharilla en una de sus capas, te deleitarás con el sabor a limón y en otra, el azúcar te cosquilleará la punta de la lengua.

   María se relamió traviesa.

   −¿A qué sabía tu amor por el abuelo?

  −¡Mmmm! ¡Delicioso! Lo vi por primera vez paseando en bicicleta por la playa. Su mirada se tropezó con la mía y se llevó para siempre mi corazón. Después de aquella tarde, cada vez que lo veía, sentía escalofríos como si me hubiese tentado con una guindilla. El primer beso me lo robó a la salida del colegio: un beso chispeante como las burbujas del champán. Después de meses de noviazgo efervescente, degusté la dulzura de los años juntos. Pero, ¡ay, ratoncita!, se puede aborrecer el chocolate más delicioso. Los sinsabores de la vida, los desencuentros, los malentendidos, los orgullos heridos… ¡Ay! −suspiró mientras María arrugaba la nariz−. La acidez de esos momentos abre grietas en el alma que escuecen y te anegan en llanto. Pero los besos de nata de un bebé te vuelven golosa de nuevo y las caricias de la reconciliación te abren el apetito. En la vejez, el paladar se sosiega, se huye de los sabores intensos, te deleitas con un caldo caliente compartido en las frías tardes de invierno. Hasta que una helada, se lleva los últimos frutos de la pasión y te deja en su lugar el aroma de la amargura. 

  Una lágrima encontró un camino entre las arrugas. María la rodeo con sus brazos y dejó un leve beso en su mejilla. Sofía sonrió.

   −Ahora me he vuelto glotona de los bomboncitos de tus besos.






Ejercicio "ESCRIBIENDO CON LOS CINCO SENTIDOS. EL SABOR DEL AMOR" para Nosotras que escribimos